martes, 13 de mayo de 2014

Capítulo 5 - Sombras

                El dormitorio quedó a oscuras. Una ráfaga de viento abrió su ventana, provocando un ruido espectral. Una vela rodó por el suelo, apagada, emitiendo humo. Máximo se despertó de manera súbita, asustado. Recogió la vela, la volvió a colocar en su lugar y luego cerró la ventana. Esperó sentir un ventarrón, pero se encontró con una brisa leve que lo abrazó apenas se asomó . Le pareció extraño.
                El reloj marcaba las siete de la mañana. Nunca se acostumbró a despertar sin la luz del sol esperándolo en la ventana, sin su calidez. Y ahora, en un período de su vida que podría ser cualquier cosa excepto fácil, las cosas empeoraban. Se puso el uniforme de las Fuerzas Defensoras, tomó su espada, su linterna y desayunó un café negro, mientras iba encendiendo las velas de su hogar. A veces, podía jurar ver a su hijo entre las sombras, caminando en ellas, haciendo tiempo, en sus últimos cuatro días de vida. "Si estoy así ahora, ¿cómo voy a estar después?" se preguntó el Capitán, sintiéndose menos capitán que nunca. 
                Se dirigió al Centro de Operaciones de las Fuerzas Defensoras, a unas cuadras del obelisco, a caballo. Algunas personas lo miraron con desprecio, otras, lo miraron de manera disimulada, pero nadie se había quedado callado. Siempre que Máximo caminaba por la ciudad lo rodeaba un murmullo constante, como si fuera su sombra, acompañándolo a todos lados. 
                El lugar estaba atestado de gente. Era extraño, una pequeña porción de las personas llevaban el uniforme característico de la guardia de la ciudad, pero la otra mitad eran hombres y mujeres comunes y corrientes. El salón era inmenso, y todos los integrantes de las Fuerzas que trabajaban allí pensaban lo mismo. La población de Aires era de, aproximadamente, cinco millones de personas (los que ya no estaban habían muerto o se fueron en el Éxodo), y las Fuerzas tenían seis mil integrantes. Sólo aquellos que el Capitán Máximo Cántero había designado como superiores debían trabajar en el Centro de Operaciones, y no eran más de doscientos. Había elegido a los más capaces e inteligentes, aquellos que creía lo suficientemente inteligentes para realizar una labor diferente a la vigilancia en las calles. 
                El Centro de Operaciones, debido a su tamaño, era un lugar frío. Había una gran chimenea, como en la mayoría de todos los lugares importantes de la ciudad, pero no brindaba suficiente calor. Estaba ubicada detrás de la mesa en la que se sentaban a escuchar, y, discutir, los Superiores de las Fuerzas Defensoras. Máximo lo consideraba un lugar sombrío desde su creación, y en estos momentos eso se acentuaba aún más. Todo parecía más difícil, más duro, con menos color. Más oscuro que siempre. En el Centro, se debían discutir los diferentes asuntos que las Fuerzas Defensoras podían, o no, arreglar. Asuntos como mejorar el sistema de cárceles, reclutar, o no, nuevos integrantes para la protección de las fronteras, o una mayor vigilancia en ciertas calles consideradas peligrosas por los habitantes. Éstos tenían que comunicar los inconvenientes que tenían y aquellos que Máximo había elegido para trabajar en el Centro de Operaciones, escuchaban atentamente los pedidos. Luego de tomar una decisión, se elevaba al Consejo Mayor, donde se definía qué se debía hacer. 
                Las personas acudían a buscar ayuda, no por algo que había pasado, si no por algo que estaba por pasar. El frío y el viento constante parecían anunciar la llegada de un nuevo diluvio, y eso no significaba nada bueno para Aires. La gente temía que la lluvia pueda ser capaz de inundar la Ciudad, pero el problema no era morir ahogados (eso era imposible), sino que temían quedar en eterna oscuridad. 
                Era extraño encontrar al Centro de Operaciones en silencio, pero, una vez que Máximo entró, todas las palabras se quedaron dentro de la boca de sus dueños. Hombres y mujeres por igual, observaban al hombre en el gran portón, portando un rostro que indicaba angustia en su máxima expresión. Máximo se encontraba perdido, con ojeras negras y ojos muertos. Nadie lo esperaba allí, después de todo lo sucedido, y muy pocos lo querían en su puesto, dadas las circunstancias. Cántero miró hacia el amontonamiento de gente que se encontraba desparramada detrás de la mesa central.
—Juré defender esta ciudad hasta que la muerte venga a buscarme—dijo—. Las equivocaciones son equivocaciones, y deben pagarse como tal, sea quien sea el culpable. Mi hijo se equivocó y va a ser juzgado, y, aunque me arranque el alma saber lo que va a pasar, no puedo cambiar nada. 
                Una ráfaga de viento cerró el portón detrás de Máximo Cántero.
—Pero también quiero dejar en claro una cosa. Más precisamente, quiero hablarles a los que creen que merezco el mismo destino que Juan. Son bienvenidos a desafiarme, cuando quieran, a duelo. Me encantaría matar algunos imbéciles para sacarme la bronca que tengo encima. Hagan fila. 
                Los ojos de Máximo, de pronto, tomaron algo de color. Miró a la muchedumbre de manera desafiante. Nadie respondió. Todos quedaron inmóviles. El Capitán de las Fuerzas Defensoras caminó, haciéndose paso entre la gente, hacia la mesa central, y ocupó su lugar en ella. La jornada laboral debía comenzar. Algunas personas se fueron, pero aquellos que se quedaron no tardaron en hacer una fila de manera ordenada. 
—¿Cuál es su problema?— dijo Máximo—Les hablo a todos. Parece que vienen juntos. Soy todo oídos. 
                Al principio, no habló nadie. Las personas que conformaban la muchedumbre se miraban entre ellos, temerosos. Nadie se atrevía a hablar. Máximo, por su parte, prosiguió.
—Bueno, ya que no hay ningún inconveniente...
—Tenemos uno, señor. 
                 Un hombre se encontraba un paso delante de todos, representando la voz del pueblo. Había demorado unos segundos en decidirse.
—¿Cuál es ese problema, señorita...
—Anahí. Anahí Maner. 
—¿Cuál es el problema, Maner?
Todos estamos sintiendo el frío...es decir, acá se siente, ¿no? y sabemos que cuando el clima está tan frío es posible que...llueva, ¿no? No lo digo yo solamente, los más ancianos de la ciudad piensan lo mismo, no sería la primera vez. Si la lluvia es lo suficientemente fuerte, mi casa puede inundarse y quedaría a oscuras. Y no soy la única.
—¿Y cuál es tu propuesta?
—Que aquellos que tengan una casa en condiciones puedan hospedarnos a nosotros, los que tenemos un hogar precario. Si es eso posible.
                Máximo observó la reacción de sus compañeros de mesa. Algunos parecían sorprendidos, otros lucían indiferentes, pero ninguno parecía oponerse a esta propuesta. Uno de los propósitos de Aires era la búsqueda de igualdad, inexistente en tiempos pasados, cuando el sol iluminaba los días y la oscuridad se remitía a las noches. Se debían atender a todos los pedidos, razonables, del pueblo, buscando progresar como Ciudad. El Capitán de las Fuerzas Defensoras ya había tomado su decisión.
—Me parece una buena idea, no tengo ningún problema. Si alguna persona, sentada en esta mesa,—la mesa central en la que estaban ubicados los Superiores de las Fuerzas Defensoras— difiere conmigo, que hable en voz alta para que todos podamos oírlo. 
                 Nadie contestó. 
—Bien— continuó Máximo—. Debemos discutir, entre nosotros, la manera en la que se debe llevar a cabo este proyecto. No es una tarea fácil, requiere mucha organización, pero tampoco es imposible. Vamos a analizar los datos del último censo, es necesario saber si los números cierran, así como también la comodidad de las personas.
                 Se dibujó una sonrisa en el rostro de Anahí
. Máximo se levantó de su silla, y se dirigió a las personas allí presentes.
—Voceros, comuniquen lo acordado. Este plan se elevará al Consejo Mayor, donde se debe definir si se llevará a cabo o no. Todos los demás aquí presentes son libres de retirarse, esta tarea nos va a ocupar todo el resto del día, y, a menos que sea urgente, no se atenderán más peticiones.
                 Poco a poco, el Centro de Operaciones fue vaciándose, quedando allí los Superiores de las Fuerzas Defensoras. Uno de ellos, llevó los documentos del último Censo, y los repartió entre todos. Estuvieron varias horas discutiendo, analizando, trabajando en el plan. Era una tarea complicada, debían observar, habitante por habitante, condición por condición, y comparar datos. Los cafés se acababan y las palabras se volvían más duras, mientras el tiempo pasaba. Les tomó alrededor de diez horas elaborar una lista definitiva, y todavía faltaba la decisión del Consejo Mayor, aunque a Máximo no le importó. Al terminar, sintiéndose cansado y fastidioso, se despidió de sus compañeros, y se dirigió al exterior del Centro de Operaciones, a meditar durante unos segundos. Sabía lo que tenía que hacer.
                 Caminó a paso lento, como era habitual en él. Algunas personas colgaban velas en el exterior de sus hogares, pero el viento había borrado la luz en todas ellas. Como la sonrisa en su rostro. Se sentía confuso, como si una ola de sentimientos, antagonistas entre sí, estuviese atacando su interior. Esto también se había vuelto algo común. Pateó, sin querer, una moneda, pero no se le cruzó por la cabeza agarrarla. Su linterna alumbraba las calles oscuras, vacías, muertas. 
                 Llegó a destino. Diego Fontana, al verlo, lo saludó de manera formal. El guardia, ocupado de la Celda de la Espera, parecía cansado. Dentro de unas horas, su turno terminaría y llegaría a su casa para descansar, dormir, despertar y volver allí. Ástor, su perro, ladró. Máximo deseaba entrar, y el guardia comprendió su deseo. Abrió la puerta y se movió de allí. El Capitán de las Fuerzas Defensoras se adentró en el lúgubre pasillo. Telarañas colgaban del techo,como murciélagos, y las sombras en las paredes no dibujaban formas amigables. Velas, simples, cumplían con su trabajo, alumbrando, pero solo lo suficiente, el lugar. 
                 Cuando Máximo llegó a la celda, ubicada en el final del pasillo, lo encontró despierto, con los ojos clavados en el suelo. El rostro de Juan Cántero estaba escondido detrás de los moretones y las ojeras, perdido. Levantó la vista, y ambos se miraron. La luz de las velas iluminaba un cuerpo escuálido, pálido. Los brazos, a través de los barrotes, se amarraron como anclas al cuerpo del otro.  El calor emanado en este abrazo, de padre a hijo, era capaz de fundir oro. En estas ocasiones, las palabras sobran. Eran luz en la oscuridad. 

-

               El gobernador de Aires y su esposa estaban tendidos en la cama. Colocado en una plataforma, que rodeaba el Obelisco, el gran reloj marcaba las cinco de la madrugada. Ambos vivían en una casa construida específicamente para ellos, a una cuadra de distancia del Obelisco característico de la ciudad. Estaba formada por cinco habitaciones, el dormitorio era pequeño y apenas adornado, una cocina común y corriente (aunque tenían cocinera), baño, el gran Salón Principal y una sala de estar, con una biblioteca inmensa. Había candelabros distribuidos por todas las habitaciones, de manera tal que ningún rincón de la casa pueda permanecer a oscuras. Clara pensaba en su hogar como si fuera un templo en el que la oscuridad no tiene lugar, un sitio apartado de la dureza de la ciudad. Ella era la mujer del Gobernador, y cuando no podía mantenerse emocionalmente firme, se dirigía a su hogar a escaparse de la realidad. 

                Ninguno había podido dormir. Rodriguez estaba inseguro, creía haber sido demasiado duro con Cántero, temía haber arruinado una larga amistad. Clavó sus ojos en las velas, sobre la mesa de luz, intentando despejar su cabeza. Se mezclaban imágenes demasiado confusas en ella. Clara, por su parte, estaba ansiosa. Deseaba que el tiempo pase rápido, dentro de unas horas tenía tareas importantes que cumplir. Se mantenía ocupada leyendo uno de sus tantos libros, pero este era uno especial: el diario de su esposo. Mauricio había documentado minuciosamente el proceso de creación de Aires. Como mínimo, una vez cada diez páginas, había escrito que, de no ser por su esposa y por el desahogo que le brindaba escribir, no lo habría logrado. La mochila que debía llevar era pesada y difícil de cargar, pero siempre se mantuvo en pie. 
                "A veces nos juntábamos a jugar al fútbol, o salíamos a correr, dependía del día. Nos conocíamos desde chicos, éramos buenos vecinos. Su hija Laura tenía veinte años, si mal no recuerdo, era rubia y de baja estatura para su edad. Los sábados volvía tarde, y los domingos apenas salía a la calle. Martín, su padre, era mecánico. Los días de semana siempre lo podías ver con una remera roja, de Levis, vieja, con manchas de grasa y aceite. El día-noche- del apagón empezó a cambiar. La gente estaba cada vez más asustada, y él no era una excepción. Si lograba verlo sonreír, lo consideraba un milagro. Su remera venía cada vez más manchada, y siempre que volvía a su casa, podía escuchar sus discusiones con Laura. Con el paso de los días, sus ojos fueron perdiendo color, al igual que su piel, con algunos moretones, que se iban multiplicando. Unos días después del Éxodo, Laura perdió la paciencia. Mató a su papá y se suicidó. 
                 No los lloré, pero me vi reflejado en élla. '¿Voy a ser capaz de seguir viviendo?'  me pregunté, en ese entonces. 
                 Hoy, sigo de pie, después de haber levantado una ciudad desde sus cenizas. 
—¿Nunca te vas a aburrir de leer eso?— dijo el Gobernador— Puedo jurar que conocés más de una página de memoria.
                Clara puso el libro sobre sus piernas, y miró a su esposo. 
—¿Nunca te vas a aburrir de vivir? Puedo jurar que sabés lo que vas a hacer todos los días del resto de tu vida— respondió Clara—. Te despertás, desayunás, trabajás llenando papeles y escuchando las quejas de la gente, cada tanto hay un juicio o un problema en las afueras de la ciudad, y, sin embargo, estás acá. ¿Eso contesta a tu pregunta?
                Rodriguez decidió no responder.
                El viento azotaba la ciudad, parecía ser capaz de derribar el Obelisco. Hacía tiempo que no padecían un ventarrón de tal magnitud; se escabullía por las cerraduras de las casas, por debajo de las puertas y entre las ventanas, amenazando con dejar hogares a oscuras. Algunos habitantes de Aires, antes de irse a dormir, pensaron que era una señal. Pensaron que un diluvio estaba cerca. Y esa idea no les gustaba para nada. 
                Clara se levantó de la cama, semidesnuda, y tomó su bata. La chimenea se engargaba de mantener cálido el ambiente, en todo momento. El frío no tenía lugar en su hogar. Ni Clara ni Mauricio sentían simpatía por él. Se dirigió hacia la biblioteca, a paso lento, tranquila. Sentía sus piernas cansadas. Dejó el diario de su esposo en una mesa, abierto, en su última página escrita. Mauricio no había terminado de escribirlo. Volvió a la cama, con la intención de descansar algunas horas. 
                Mauricio seguía molesto, incapaz de dormir. Sentía tristeza por su amigo, Máximo, pero, a la vez, estaba furioso. En su interior se estaba librando una guerra, y no sabía cuánto podía durar, ni quién podía ganar. Parecía haber sido ayer cuando le dio a Máximo el puesto de las Fuerzas Defensoras, y su hijo, Juan, se lo agradeció con lágrimas en sus ojos. Fueron a festejar a un bar, el mismo bar en el que, hace unos días, se peleó con Cruz. 
                El gobernador de Aires sentía que no iba a poder dormir esta noche. Y eso era algo bueno, ya que tenía cosas que hacer.
                Cuando notó que Clara se había dormido, se levantó de la cama, y fue hacia la biblioteca. Se sentó en la silla delante de su escritorio, con la intención de escribir algunas palabras en su diario, pero no surgió nada interesante. Se preparó un café y volvió a su habitación, para besar a su mujer, mientras esta dormía. Luego se vistió, de la manera más abrigada posible, y salió de su hogar, con una linterna y una escopeta. Evitó a sus guardias, saliendo por la puerta trasera. Caminó unos kilómetros. Se escondió entre las sombras cuando fue necesario, y esquivó a la vigilancia de la frontera de Aires. 
                Se alejó de la Autopista, para evitar ser sorprendido por alguna patrulla de su propia ciudad, y evitar mentirle a sus hombres. Caminaba a paso firme, pero sudaba como si estuviese en un sauna. Sus botas se hundían en la tierra húmeda. La idea de encontrarse en mitad de la noche, sin guardias, en las afueras de su ciudad, no le gustaba en lo más mínimo. Sin embargo, era algo que debía hacerse. No tenía elección. Sacó un mapa de sus bolsillos, y lo alumbró con su linterna. Siguió caminando. 
                Estaba sumergido en la más densa oscuridad, en compañía de un viento capaz de mover planetas, pero eso no era ni la mitad de terrible que lo que debía hacer. 


-

                 Leonardo estaba trabajando. 

                 Debía clasificar alimentos obtenidos en la cosecha, fuera de los límites de Aires. La persona encargada de colaborar con la iluminación en la tarea se llamaba Alejandro, y estaba acompañado por otros recolectores. Lo recolectado se tenía que llevar a la Ciudad en carromatos. Solían tardar poco más de tres cuatro horas, pero a Leonardo Castilla le pareció una eternidad. ¿Cuál era el significado de esa carta?



 "La respuesta está en el día a día. J.C. lo agradecerá".



                 La segunda parte de la carta era fácil. La primera no.  

                 El día a día se había ido junto con el sol. Ahora, lo único que pasaba era el tiempo, debajo de una noche que no parecía tener fin. Leo estaba seguro que no iba a encontrar la respuesta esperando, debía poner su cabeza en funcionamiento.  Tenía cuatro días para descubrir cómo salvar a su amigo, pero no era el único interrogante en su mente; "¿quién me está ayudando?" dijo para sus adentros.  "¿Y por qué?". 
—¿Seguís pensando que es inocente?— dijo Alejandro, dirigiéndose, en voz baja, a Leonardo.
Si es por mi, estaría trabajando acá, con nosotros. Y sin hacer preguntas boludas.
                 Alejandro lo miró. Eran más que compañeros de trabajo, eran amigos. 
—¿Y qué pensás hacer? No te hago esperando la sentencia de brazos cruzados. 
—Algo tengo que hacer, algo tiene que pasar. 
—Creía que eso había quedado claro.  ¿Pero qué podés hacer?
Se me complica pensar con alguien taladrándome la cabeza. 
                 No podía contarle acerca de la carta. Era un asunto delicado, tal vez estaba involucrado algún superior de las Fuerzas Defensoras, o un integrante del Consejo Mayor. En realidad, podía ser desde el habitante más pobre de Aires, hasta el Gobernador, inclusive. 
—Algo tuviste que hacer hasta ahora. ¿Lo fuiste a ver?
Si, fui. Estaba perdidísimo. Ah, y también fui...
                 Una idea llegó a su cabeza, rápida, como una bala que llega a su destino. Si, había hecho algo además de ir a ver a su amigo: estuvo en la casa de Dante Pardo, y había conversado con él. Una charla extraña, confusa. Ahora todo empezaba a tener algo de sentido; mínimo, si, pero era algo. Y no pensaba conformarse con eso, debía descubrir toda la verdad. Era tarde, debía esperar a la próxima noche, pero sabía qué tenía que hacer.
—¿A dónde fuiste? Te colgaste.
—Ale, ¿puedo confiar en vos? Es importante.
—¿No confiabas todavía? Decime, es un honor.
                 Se alejaron del grupo de recolectores para hablar más tranquilos.
—Fui a la casa de Dante Pardo, el tipo del jurado. ¿No te parecía que estaba nervioso en el juicio? Bueno, me invitó a la casa.
—¿Y qué te dijo?
—En el momento no me dijo nada concreto. Pero me di cuenta que sabe algo.
—¿Qué sabe?
Que Aires parece más insegura cada día.
                 "día".
—Lo que no sabe— continuó Leo— es que mañana lo vamos a ir a visitar.