jueves, 26 de junio de 2014

Capítulo 6 - Tres días y una verdad

¿Cómo hacés?— dijo el Gobernador.
—Por inercia. 
—¿No podés ser más específico?
No me voy a atar una soga al cuello, eso lo sé— respondió Máximo Cántero. Pero eso no implica que pueda estar tranquilo. Tampoco hay nada que pueda hacer. Y eso me deprime un poco más. 
                Se encontraban en la Sala Principal, mirando a través de la ventana empañada. El viento seguía azotando la Ciudad.
Tengo que saber si podés seguir haciendo tu trabajo. 
Qué ironía. Es lo único que tenía pensado hacer.
                Bostezó. No había tenido una buena noche.
Sos el Capitán, no un peón cualquiera. Estoy hablando en serio.  Te necesito.
—Soy un Capitán que habla en serio. 
—¿Vas a estar así durante toda la reunión?
No, no te preocupes. Dentro de unos días voy a venir a trabajar después de pasarme horas en el bar, con ojeras que lleguen hasta mis labios y nudillos rojos como la sangre. ¿Le parece bien, señor Gobernador?
                No contestó. 
                Clara se encontraba leyendo uno de sus libros, por tercera o cuarta vez. Algunos diálogos los conocía de memoria, pero eso no le importaba. La telepatía que implicaba la lectura, el acto de sostener el libro y sentir las páginas entre sus dedos, la conexión existente entre autor y lector, la fascinaban. En su biblioteca se sentía tranquila, cómoda, como si estuviera en otra época, lejos de la realidad. Mientras tanto, en el pueblo, se comentaba que una tormenta podía llegar a la Ciudad e inundarla. La esposa del Gobernador de Aires pensaba que eso era una estupidez, nunca creyó en las palabrerías populares. Era una mujer que debía ver para creer, y la "tormenta" parecía imposible, además de improbable. Los últimos dos diluvios provocaron destrozos en la Ciudad, y nadie disfrutaría de uno nuevo, pero estar preparado para estos sucesos era algo inútil. "No se puede estar preparada para recibir a la muerte", pensó. Contempló el libro que tenía frente a sus ojos. Las páginas, con el tiempo, se iban volviendo cada vez más amarillas, tan frágiles y finas como las hojas de un árbol muerto. Era hora de abandonar su lectura, debía iniciar la reunión.
                Cuando llegó a la Sala Principal, se encontró con los integrantes del Consejo Mayor. Todos estaban sentados en el mismo lugar que venían ocupando desde que fueron elegidos para su puesto. El Gobernador se ubicaba en una de las puntas de la mesa, delante de la chimenea. A su derecha estaba Máximo Cántero, el ya-no-tan-querido capitán de las Fuerzas Defensoras, y, a su izquierda, Daniel Cránade, Jefe de Vigilancia de la frontera norte. Siguiente a él estaba Palacios, el encargado del estado monetario de Aires, y siguiente a Máximo había un asiento vacío. Ahí debía ubicarse ella. 
                Años atrás, el Capitán de las Fuerzas Defensoras había sido una suerte de leyenda viviente; Aires, cuando no estaba completamente conformada, sufrió un intento de desestabilización, y en el pueblo se comentó que todo quedó en un intento gracias a la espada de Máximo Cántero: hiriente, incluso, hasta en la más densa oscuridad. Se mantuvo, durante una semana, a la espera del asesino, aguardando, escondido, dentro de la habitación donde dormía el Gobernador. Mauricio estaba enterado, por supuesto: el ataque era algo previsible, Aires estaba en sus peores momentos, era un edificio en construcción, y el Gobernador era el único que impedía el derrumbe. Máximo esperó, a oscuras, y, en la séptima noche, comenzó a oír ruidos. Oía pasos fuera del hogar, y terminó oyéndolos dentro del mismo. Se escondió en la oscuridad, como si de una sombra se tratase. Cuando el intruso entró en la habitación, Cántero quedó a sus espaldas, escondido detrás de la puerta. El Capitán de las Fuerzas Defensoras de Aires tomó su espada y dibujó una línea en los tobillos del intruso, quien cayó al suelo, incapaz de mantenerse en pie. Máximo lo remató introduciendo su espada en la espalda baja del hombre. Cántero, en la actualidad, piensa que ese momento está tan alejado de su realidad que, tranquilamente, pudo haber sucedido en otra vida.
                Clara se sentó en la mesa. Todos la estaban esperando. Cránade puso una mueca que la mujer del Gobernador no fue capaz de descifrar. 
Tenemos decisiones por tomar— dijo Máximo. Una mujer se presentó, ayer, en el Centro de Operaciones. Quiero que escuchen con atención. No hace falta que relate los destrozos que provocan las tormentas en nuestra Ciudad. Ella pedía que, aquellos que tienen un hogar precario, puedan hospedarse en, por ejemplo, casas que no corrían peligro alguno por la lluvia. 
—Imposible— dijo Cránade.
Es inútil— agregó Clara. No podemos desorganizar a toda la población de la Ciudad solo por una teoría. ¿Durante cuánto tiempo sería esto? ¿Y si nunca llueve? Y no, no va a llover. El suelo de Aires va a seguir estando tan seco como el desierto. 
                Palacios se mantuvo callado durante unos segundos. Luego, se adentró en el debate.
La desorganización no es un problema, y, en el caso de serlo, no sería tan grande. Si una tormenta llega a la Ciudad, la pérdida de tiempo que representaría identificar y reparar los destrozos sería el verdadero inconveniente. Y cuando digo destrozos, también incluyo la tediosa tarea de barrer la Ciudad buscando cadáveres. A mi parecer, la balanza se inclina para el lado de las ventajas. Creo...creo que es una buena idea. 
                 El Gobernador observaba en silencio. Al fin y al cabo, él debía decidir qué hacer, y esto no era una decisión simple. "¿Es necesaria esta prevención? ¿La tormenta es real? ¿Se está avecinando en estos instantes?" pensó. 
—¿Y si no quieren?— agregó Cránade— ¿Y si nadie quiere compartir su casa? ¿Van ser forzados? 
—El pueblo va a hacer lo que yo diga. Eso no es motivo de preocupación— respondió el Gobernador.
Si yo fuera usted, no me metería en esas cosas. Ahora, las personas pueden tener un trabajo parecido, pero, en el pasado, pertenecían a clases sociales diferentes. Eso se podría traducir como un pasado completamente diferente, es decir, una vida entera completamente diferente, entre personas que deben compartir el mismo techo. 
—No entiendo adónde querés llegar.
Podría ser problemático, Gobernador. Ni a mi ni a usted nos gustan los intrusos en la Ciudad, imagínese en nuestros hogares.
                Mauricio consideró las palabras de Cránade. Observó los posibles escenarios. Meditó acerca de lo que podría pasar en el futuro. Durante unos segundos, el único sonido que se pudo oír en la sala era la respiración de los que estaban allí presentes.
Podría pasar, pero no lo vamos a permitir. Tenemos que reforzar la seguridad. Máximo, vas a ser el encargado de llevar a cabo la operación. 
No tiene de qué preocuparse. Está todo planeado, Gobernador. 
                El Capitán de las Fuerzas Defensoras puso, sobre la mesa, los papeles con la documentación necesaria para el traslado de cierta parte de la población. Todos discutieron (y resolvieron) algunos puntos débiles que tenía el plan ideado en el Centro de Operaciones. Antes de la hora de dormir, todo estaba preparado. Era la medida más arriesgada que tomaba el Consejo Mayor, y estaban algo preocupados, en especial Clara y Cránade, quienes, además de estar preocupados, estaban en desacuerdo. 
                La esposa del Gobernador de Aires fue la primera en retirarse de la habitación. Se paró, de manera brusca, y antes de pasar por la puerta saludó con desinterés. No pretendía llamar la atención de nadie, y mucho menos en ese estado. Se sentía furiosa. Sabía que algo iba a salir mal. Daniel Cránade fue el siguiente en levantarse de la mesa, aparentando tranquilidad. Salió sin saludar. Palacios se mantuvo quieto, en silencio, durante unos segundos: sabía que debía ser el próximo en salir. Observó al Capitán y al Gobernador. Los saludó inclinando su cabeza hacia adelante; un movimiento sutil. Ellos devolvieron el saludo, y vieron salir al Administrador de Producción de Aires por la puerta de la Sala Principal.
—¿Estás seguro?—dijo Máximo Cántero.
¿Te miento o te digo la verdad?
                Se levantaron de sus asientos. Cuando estuvieron ubicados delante del ventanal, el silencio se apoderó de la habitación. La observación de la Ciudad parecía ser la única acción posible. Aires parecía brillar en la oscuridad.
—Recibí una dosis gigante de verdad en estos días—respondió—. Me vendría bien una mentira. 
Entonces, estoy tan seguro como que el sol no va a salir mañana.
Gracias, Mauricio.
                Sus miradas no se encontraban. Se mantenían observando a través del ventanal, inmóviles. 
¿Estás asustado?
No, creo que no. Creo que me olvidé cómo estar asustado. 
—Yo estoy algo asustado. Bastante, en realidad. ¿Te pensás que no me doy cuenta cómo me miran en la calle? ¿Y los murmullos a mis espaldas? ¿Y las caras de Clara y Diego cuando dije lo que íbamos a hacer? 
—¿Qué querés decir?
Estoy en mis últimos días en este cargo, y supongo que en este mundo también. 
—No, no. Si cada uno hace lo que tiene que hacer, todo va a salir bien. Tendría que salir bien.  ¿Por qué aceptaste todo si no estás seguro?
Porque vos lo estabas, Máximo.
—Si te pasa algo, no quiero que me responsabilices de nada. 
No, no te preocupes. Igualmente, si pasa algo, sos el responsable de esta Ciudad. ¿Lo sabés, no?
Si, lo sé. 
                Se miraron a los ojos durante unos segundos. Era una suerte de despedida, pero no hacía falta hacer alusión física a ello. Ambos lo sabían. Recordaron el nacimiento de Aires, la manera en que la fueron formando, poco a poco, paso a paso. Máximo rompió el silencio.
¿Algo más, Gobernador?
Si.
—¿Qué cosa?
—Nada que puedas hacer vos. Por las dudas, espero que en el cielo siga existiendo el sol. 
                
                Clara se acostó en la cama matrimonial, que hoy parecía cumplir únicamente la primera función.

-



                Leonardo Castilla estaba esperando, escondido. Sudaba como en un sauna; sus nervios parecían jugar con él. En unos minutos se podía encontrar con la verdad acerca de Juan, pero no estaba totalmente seguro si quería saberlo. "¿Con qué me voy a encontrar?", pensó. Sacó un puñal y lo observó durante unos segundos, sin motivo alguno. Sabía cómo, pero no pretendía usarlo; lo llevó en caso de precaución. Se había infiltrado en la casa de Dante Pardo. La noche se cernía sobre el hogar, sumergiéndolo en un mundo paralelo. 

                Castilla, en su cabeza, elaboraba miles de teorías, con la misma velocidad que una bala llega a su destino. Alejandro, su amigo y compaňero de trabajo, debía esperar afuera. Si Dante Pardo sabía la verdad, significaba que ante el más mínimo indicio de peligro debían escapar. Por lógica, debería estar protegido, pero en su hogar estaría solo. Tenía más suposiciones que certezas, de eso estaba seguro, pero quedaba poco tiempo.
                Dante había tenido un día tranquilo. Era un hombre mayor, rondaba los cincuenta, y solía volver cansado de trabajar. Las decisiones que debió tomar en los diferentes juicios en los que participó fueron fáciles; así como también para sus compañeros. Pardo no volvía cansado por esfuerzos físicos, sino que lo agotaba procesar tantas mentiras en su cabeza. Las detestaba con todo su ser, y solo recurría a ellas en caso de urgencias, aunque eso no quitaba que se sintiera culpable después de decir una. Según el, lo hacían sentir sucio. Le provocaban dolores de cabeza, como si de una enfermedad se tratase.
                El hombre que no había obtenido justicia por el crimen de su hija se iba a encontrar con el joven que estaba en búsqueda de la misma. Pero, esta vez, en circunstancias diferentes.
                Dante Pardo bajó de su caballo, sintiendo el peso de los años en su columna. Sostenía una antorcha con su mano izquierda, mientras intentaba tomar las llaves del bolsillo de su pantalón con la diestra. Cuando entró a su hogar, la luz del fuego iluminó, de manera tenue, la habitación principal. Luego respiró profundamente, mostrando signos de relajación en su rostro.
Sos lento. Más de lo que esperaba—dijo Pardo.
                El cuerpo de Leonardo se paralizó. Durante unos segundos, sus manos temblaron como si fuesen de papel, y respirar fue una tarea costosa. Estaba escondido en el dormitorio de Dante, detrás de la puerta. 
Tenés diez segundos para salir—continuó—.
                El joven se aferró a su puñal. Lo apretó con tanta fuerza que, si el mango fuese de cristal, estaría partido en mil pedazos. 
Cinco...
                Silencioso como la noche, intentó salir del dormitorio y atacar primero. 
Cero.
                Cuando Leonardo estaba saliendo de la habitación, Dante arrojó su antorcha por la ventana que se encontraba a sus espaldas, sumergiendo al hogar en una densa oscuridad. El silencio llenó cada rincón del lugar. Leonardo quedó inmóvil. Durante diez segundos, el terror lo invadió. Supo que debía reaccionar cuando un brazo, que salió desde detrás suyo, rodeó su cuello; Dante Pardo estaba intentando ahorcarlo, apretando con todas sus fuerzas, mientras que con su otro brazo intentaba evitar que el joven lo apuñale. Leonardo intentó zafarse pero no era fácil. Su puñal bailaba en el aire, sin llegar a destino. Intentaba conectar con cualquier parte del cuerpo del agresor, pero este era ágil, más que lo que uno podría esperar de un anciano. Todo parecía pasar rápido y lento a la vez.
                La vista de Leonardo se empezó a nublar, la cantidad de oxígeno que llegaba a sus pulmones era cada vez menor, cuando logró acertar una puñalada en la pierna de Dante Pardo, quien, debido al dolor, durante unos segundos, dejó de apretar el cuello del joven. Éste aprovechó para respirar profundo; sintió cómo volvía a nacer, sumergido en oscuridad. Esos segundos le fueron suficientes para poder zafarse del brazo del hombre que debía matar para poder vivir. Solo necesitó dos segundos para que su puñal trace una línea recta hacia el estómago de Dante Pardo, provocando que caiga al suelo.
                Todo pareció esclarecerse para el joven. No solo porque sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, sino porque su corazón dejó de latir de manera frenética y pasó a un ritmo normal, así como también su cabeza. Recordó el motivo por el cual había irrumpido en el hogar de Dante Pardo, y no tenía pensado irse con las manos vacías. Puso su rodilla derecha sobre el pecho del anciano, dificultando su respiración. La visión de Leonardo Castilla se limitaba a trazos sutiles, casi imperceptibles, que formaban el cuerpo del dueño del hogar. Podía ver sus ojos perdiendo el brillo de la vida.
¿La respuesta está en el día a día, hijo de puta?—dijo el joven, furioso—.
                El hombre al que le quedaban pocos minutos de vida no contestó, sino que rió como si hubiese escuchado el chiste más gracioso de lo que quedaba del mundo.
¿Todo esto para qué? ¿Quién incriminó a Juan? ¿Quien mató al tipo en La Autopista?
—Yo lo maté. ¿Tenés idea de quién era?
—Nadie supo.
—Era alguien que merecía morir. Eso es suficiente.
No para mi.
                Apretó la herida con su dedo pulgar, provocando que Dante grite de dolor.
Era la mierda más grande con la que me pude haber cruzado. Ese tipo me arrancó la vida, y ahora estamos a mano. Era el asesino de mi hija, Leonardo. Ahora ya no es nadie más.
—¿Por qué Juan? ¿Qué tiene que ver? ¿Quien te ayudó a incriminarlo?
—Es cómico que pienses que te voy a decir algo más.
—Sos una mierda, hijo de puta—escupió—. Me mentiste. No me servís para nada.
—Te necesitaba para dejar de serlo. Ya no tengo nada por lo que vivir. Y no tenía el valor para hacerlo yo mismo. También es cómico que pienses que todo es obra mía, pensé que eras más inteligente. 
                "Un anciano que asesina al asesino de su hija. ¿Quién soy yo para culparlo?" dijo para sus adentros. Reflexionó durante unos segundos. Lo miró con débil compasión. 
—¿Algo más?—dijo Leonardo—.
—Si. Un dato más. Estás tan muerto como yo. 
                Castilla oyó un ruido proveniente del exterior del hogar, seguido de un grito de dolor.