miércoles, 20 de agosto de 2014

Capítulo 9 - Espejando

                La reunión estaba por terminar.
Entonces, el acuerdo de prevención fue llevado a cabo de forma exitosadijo Máximo. Cientos de familias fueron trasladadas temporalmente, a favor de su protección. Como Capitán, debo decir que los soldados están contentos por su labor, aunque también sienten mucho cansancio. Esperemos que hoy sea un día tranquilo. 
                El informe de Máximo Cántero debía ser escuchado por los integrantes del Consejo Mayor, y luego transmitido a los voceros, que deberían comunicar las noticias a los habitantes de la Ciudad. 
Si no hay nada más que decir, todos pueden volver a sus lugares— dijo el Gobernador.
                La Sala Principal se fue vaciando. Pasados algunos segundos, dentro de la misma solo quedaron el Capitán y Mauricio. 
—Gobernador, tenemos que hablar—dijo Máximo.
—Hablemos entonces.
En realidad, hay algo que tengo que contarle acerca de ayer.
—¿Qué pasó?
—Dos muertos. 
—¿Qué?
—Dos muertos y alguien que escapó de la Ciudad. Todavía estamos tratando de descifrar qué pasó con claridad.
                El viento golpeó la ventana de la Sala Principal, como si intentara colarse dentro del lugar. Mauricio escogió sus palabras con la lentitud de una jugada de ajedrez. 
—Quiero repasar los hechos, Máximo. Dos muertos y un fugitivo en mi Ciudad, mientras se lleva a cabo una medida de seguridad a cargo de soldados bajo tu supervisión. 
—Si, así fue.
                El Gobernador se tomó su tiempo en responder. 
La muerte es natural, tan natural como la vida. Tan natural como los problemas. Y el problema no es que hayas actuado como actuaste, el problema es que hayas actuado. Que hayas actuado vos. 
—No había tiempo para reunir al Consejo y discutir. Era una decisión que debía tomarse en el momento. 
No entendés. No estoy hablando de reunir a ningún Consejo. Yo soy el Consejo. Yo soy la Ciudad.
                El rostro de Máximo reflejaba confusión.
¿Seguís sin entender? Tu error fue ignorarme, Capitán.
                El Gobernador de Aires intentaba dominar sus miedos. Pensó que lo estaba logrando. Pero lo único que hacía era esconderlos debajo de la alfombra.
Quiero una explicación—continuó el Gobernador. Una explicación que me contente.
—No podíamos hacer nada más que esperar a que termine el acuerdo de prevención. Con la cantidad de personas en las calles, dar esa noticia hubiese derivado en un caos absoluto.
—No tenés la autoridad para decir cómo actuar en esos momentos.
—No había tiempo para reunir a los del consejo y discutirlo a fondo. Era algo que tenía que ser instantáneo.
No hacía falta ningún consejo, ya te lo dije. Mandabas a algún cadete a preguntarme qué hacer y yo te decía qué carajo hacer. Sos el Capitán de las Fuerzas Defensoras, no gobernás la Ciudad.
—¿Qué hubiese hecho en mi lugar?—respondió Máximo.
—Yo no le hubiese mentido al pueblo.
—No le mentí a nadie.
—Ocultaste información. Es exactamente lo mismo.
—Sigue sin responder a mi pregunta.
—No tengo por qué responder. Es más, puedo dejarte sin trabajo en cualquier momento. Puedo echarte de la Ciudad. Y sin embargo, lo único que hago es decirte que actuaste mal.
—¿Entonces?
—Entonces no quiero que se repita. Yo soy el encargado de tomar las decisiones importantes de la Ciudad. Y esa decisión era importante.
Está bien, Gobernador. No va a volver a pasar. Pero tiene saber que no está discutiendo conmigo. Usted está discutiendo consigo mismo.
                Mauricio llevó sus manos hacia su cabello canoso, acariciando su cabeza. Durante unos segundos, le dio la espalda a Máximo. 
—¿Qué hacemos ahora?— dijo el Gobernador.
—¿Qué hacemos con qué?
—Con los huecos. Los cabos sueltos. Los fallos de tu plan.
No te entiendo.
Las personas dejan huecos, Máximo. Vos tendrías que saberlo muy bien.
                Mauricio volvió a ponerse frente a frente con su compañero.
Tenemos tiempo para pensar—respondió Máximo, algo golpeado.
Eso es exactamente lo que te faltó: pensar. El horario de trabajo de Dante estaría empezando ahora mismo. Sus compañeros de trabajo van a notar su ausencia. Lo mismo con los otros dos. Amigos, familia, ese tipo de cosas que tiene la gente común.
                Mauricio Rodriguez se puso, definitivamente, el traje de Gobernador de la Ciudad. Comenzó a caminar por la Sala Principal, mientras comenzaba a revisar posibles soluciones dentro de los cajones de su cabeza. 
Todos pueden faltar a un día de trabajo. Tenemos un día más para pensar—respondió Máximo.
—Dante no. Dante es, bah, mejor dicho, era, él solo. Le guste o no, vivía para trabajar. Era su vida.  No tenía amigos, tenía compañeros de trabajo. Su mujer murió gracias al cáncer y su hija murió gracias a que nosotros no lo impedimos. Igual que él.
—¿Tenés alguna idea?
—Es inútil que informemos lo que pasó. Además, las Fuerzas quedarían mal paradas. Y eso no le conviene a nadie.
—¿Entonces?
—Entonces tenés que hacer volver a Clara, Palacios y a Cránade. Estas cosas se resuelven en familia, ¿no?
                Cuando todos los integrantes del Consejo Mayor se encontraron dentro de la Sala Principal, se realizó la segunda reunión en un mismo día, lo cual no era habitual. El tiempo estaba en contra y todos lo sabían. Comenzaron a debatir, comentando posibles soluciones con la rapidez de una bala y la eficacia nula de un avión de papel. Al pasar alrededor de veinte minutos y ninguna idea buena o posible (la resurrección, por ejemplo), Clara, quien se había mantenido casi al margen, tranquila, callada, habló. Y entonces, los demás callaron.

                Su aspecto imponente no se veía afectado por el paso del tiempo; el Salón del Consejo fue una de las primeras construcciones del Gobierno de Mauricio Rodriguez, y se mantenía tan firme como el día de su inauguración. Espacioso, de estructura fina y formalidad simple, era el lugar donde el Consejo, juez mediante, se encargaba de dictaminar la culpabilidad de sospechosos de crímenes, y, en el caso de ser culpable el acusado, decidir un castigo. Era visible a cuadras de distancia, pintado de color blanco como el papel. 
                Al entrar, las personas sentían una tensión extraña dentro y fuera de su cuerpo. No era una exageración decir que se erizaban pieles y las voces solían bajar de tono. "Es lo que provoca la justicia", decían los más ancianos.
                "¿Dónde está Dante y por qué no llega?" era la pregunta que se hacían, en bucle, los integrantes del Consejo. La imaginación golpeaba las puertas de la cabeza de más de uno, porque el ser humano siempre pretende ser superhumano: inventar la verdad cuando ésta es imposible de conocer; tenerlo todo cubierto, estar siempre preparado, y, por sobre todas las cosas, ignorar la mortalidad. En parte, lo supieron sin saber.
                Un soldado de las Fuerzas Defensoras abrió la puerta principal del Salón y cruzó el pasillo, con rostro inexpresivo. Se dirigió a la habitación donde los integrantes del Consejo descansan, entre juicio y juicio; había una mujer detrás de él; siguiéndolo. Le costaba seguir el ritmo apresurado del hombre, o eso parecía demostrar su respiración, algo agitada. El soldado presentó a la mujer, ignorando esas palabras difíciles que tuvo que aprender para ingresar a las Fuerzas.
Me envían desde el Consejo Mayor. Ella es Anahí Maner, y será el reemplazo de Dante Pardo. 
¿Qué pasó con Dante?—preguntó Esteban Garrido, quien solía ser una suerte de "líder" del consejo.
Anahí fue la responsable de la idea base del acuerdo de prevención—continuó el soldado, ignorando la pregunta.
—No pienso trabajar si no me dicen dónde está Dante. 
                Anahí sentía a la incomodidad golpeándola en la cara. No sabía qué había pasado con Dante, porque, simplemente, no sabía quién era. Esteban miraba al soldado con tanta desconfianza como intriga, anhelaba la verdad. Los integrantes del Consejo eran conscientes de que su amistad era lo único que tenía Dante, además del dolor.
                El soldado conocía la verdad, pero no recordaba haber preguntado si estaba autorizado a decirla. Había escuchado con atención detalles que prefería omitir y escenas que intentaba no imaginar. Una hora atrás, cuando le fue comunicado que debía dirigirse a la casa del Gobernador, con el objetivo de realizar una tarea importante, se sorprendió: nunca había destacado en las Fuerzas, ni por su físico, ni por su inteligencia. 
                Debía tomar una decisión. El Gobernador había puesto su confianza en él, incluso se comunicó con él personalmente; no podía permitirse una equivocación. ¿Tenía el valor para dar una noticia así, tan cruda, tan real? ¿Cómo lo tomarían los compañeros de Dante? Las palabras se amontonaban en su garganta, impidiendo el paso de una en particular. Al cabo de segundos, que parecieron décadas, sus pensamientos se ordenaron.
Dante Pardo está prófugo, y es el principal sospechoso del asesinato de dos jóvenes—respondió.