Las nubes, como agujeros negros que absorbían la claridad, eran incapaces de atenuar la luz de este nuevo sol; pero se encontraba bajo peligro. Existía algo que lo podía destruir: una lluvia. No una lluvia común y corriente, sino una lluvia que nace desde el suelo y se eleva hasta lo más alto, arrasándolo todo a su paso.
Una bolsa de nylon era arrastrada por la calle. No tenía rumbo alguno, no tenía vida propia; el viento se había apoderado de ella y sobrevolaba entre los edificios y las casas de la Ciudad. El Capitán de las Fuerzas Defensoras la vio pasar por delante de la puerta de su casa, mientras intentaba despejarse, perdiendo el tiempo en su terraza. ¿El tiempo? Como arena en sus manos. ¿Dormir? ¿Qué es eso ahora? Lo sabía. Hoy era el día. Tenía los ojos cansados, ojeras que parecían tatuadas y un dolor de cabeza de magnitud gigantesca, adormecedor. Con movimientos arrastrados se dirigió hacia el interior de su hogar, donde miró su reloj. Decidió que era hora de cambiarse y dirigirse hacia el centro de operaciones. ¿Era posible pensar teniendo la cabeza en mil pedazos?
La tarde de trabajo fue un suplicio. Escuchaba las palabras vacías de personas sin problemas y se sentía ajeno a la realidad. Veía el movimiento lento de humanos que parecían no moverse nunca más; sus bocas y gestos, víctimas de la vida sin sol. Todos aquellos que abrían su boca y pedían una solución parecían tener el mismo rostro, la misma voz... y la misma luz: ninguna luz. No era el mejor día en la vida de Máximo Cántero, porque Máximo Cántero parecía no estar vivo. Era material para pesadilla del peor guión. Hola, qué tal, ¿cuál es su nombre y su problema? El mío es Máximo Cántero. Mi problema es la muerte, y no tiene solución. Las preguntas iban y venían; todos lo miraban con expresión lastimosa, lamentándose por él. Hablaba en un tono sin vida, mientras dirigía su mirada hacia el suelo, evitando cualquier contacto visual. Los días anteriores había vivido en modo automático, pero hoy debía enfrentar la realidad, y la realidad era un choque de continentes desconocidos, antaño separados por océanos gigantes, provocando sismos capaces de eliminar el planeta entero.
Poco a poco, como gotas de lluvia -ácida- inundando un callejón vacío, el tiempo pasó. La gente ya había entrado y salido de sus casas, ya había transitado las calles, ya había pisado el asfalto de la Ciudad y respirado el aire ya-no-tan-contaminado. Nadie parecía moverse por sí mismo, todos parecían ser movidos por una fuerza mayor, como piezas de ajedrez; un tipo de ajedrez en el que era imposible ganar una partida. Hoy, Juan Cántero debía ser castigado.
La Celda de la Espera no era una sola celda. La información que el pueblo conocía no era nada precisa, mucho menos su ubicación. Eran cinco celdas (los castigados nunca llegaban a saber esto) repartidas alrededor de las afueras de la Ciudad. Esto era así, en parte, con el objetivo de que siempre haya una celda vacía, pero también por motivos de seguridad. Al ser ignoradas por los ojos del pueblo escatimaban en recursos para protegerlas, es decir, nunca había más de dos guardias por celda, y solo se encontraban allí con la finalidad de evitar el escape del prisionero. Solo unos pocos integrantes de las Fuerzas Defensoras conocían la ubicación de las cinco celdas: aquellos que ocupaban un cargo bastante alto, aquellos en los que se podía confiar plenamente. Máximo las conocía.
El Capitán de las Fuerzas Defensoras volvió a su hogar, luego de una tarde de trabajo. Si alguna persona le preguntaba qué había hecho en las últimas horas, no hubiera sabido qué responder. Tomó un café con la soledad y esperó a que pase el tiempo. Algunas lágrimas mojaron la mesa.
Debía ser una ceremonia sencilla.
Hombres y mujeres se amontonaban delante del Obelisco. Una patrulla enfilaba hacia una de las Celdas de la Espera (la única ocupada). Incluso los pájaros habían detenido su vuelo para dedicar toda su atención al evento por suceder; detectando cada movimiento. El viaje era largo y la patrulla debía pasar desapercibida el mayor tiempo posible, con la intención de evitar problemas en el trayecto. El suelo desgastado de las calles de la Ciudad hacía vibrar al carromato, levantando polvareda a su paso. Dentro del mismo, dos soldados con frentes sudadas, miradas sin cruzarse y ninguna palabra pronunciada en particular. Media hora después, llegaron. Cargaron al vivo-muerto y volvieron.
Vallas de seguridad, blancas como la pureza, separaban a la plataforma protagonista del evento, donde sucedería toda la acción, de las personas; de los curiosos, los morbosos, y algunos pocos (la minoría) que se dirigían allí en busca de un acto de justicia. La situación entera y su atmósfera correspondiente se podían definir en una simple oración: Miles de ojos vampiros a la espera.
El obelisco, a espaldas de la plataforma, parecía algo vulgar.
Salió del hogar del Gobernador y se dirigió al carromato, pero padre e hijo no podían comunicarse. La única conexión existente ocurrió mientras subía al carromato; fue una mirada fugaz, húmeda y arrasadora, efímera y eterna a la vez. Encerraron al universo en un puente visual y pedían al tiempo, le rogaban, quedarse ahí. Pero nada mágico sucedió. Máximo subió al carromato sabiendo que era la última vez que vería a su hijo con vida. La impotencia consumió su cuerpo en un segundo, sintió que podía llegar a perder el control. Emprendió el corto viaje hacia el obelisco. Cuando llegó a destino, dándole la espalda al evento, Máximo salió corriendo. Corrió porque sí, porque tenía todas las razones del universo, del universo oscuro y abandonado, porque podía, porque era lo único que podía hacer, porque, en el caso de ser posible, le hubiera gustado llegar al borde del planeta y observar la galaxia, las estrellas y todo lo demás, olvidándose que al único lugar donde llegaría, sería al mismo punto donde empezó. Hay cosas que son irreversibles. Corrió haciéndose camino entre los curiosos, los ojos-de-vampiro, los que acudían al evento sin saber qué pasaba, a contramano del mundo. Corrió hasta entrar a un bar.
Juan Cántero estaba atado a una silla sobre la plataforma, una suerte de escenario para el evento a suceder. El Gobernador, megáfono en mano, habló.
Madrugada fría, seca. La gente común dormía en sus camas, manteniendo una vela prendida y con fuego calentando su habitación. Algunos durmieron felices, otros no tanto, pero muy pocos ignoraban la noticia actual destacada: el hijo del Capitán de las Fuerzas Defensoras estaba muerto.
Sentado el banco de madera más astillado, en el rincón menos iluminado, en el bar más alejado del obelisco, se encontraba Máximo Cántero. Una mosca daba vueltas alrededor de su cabeza. Su vaso se vaciaba y se llenaba a los pocos minutos.
Hombres y mujeres entraban y salían del lugar, ignorando su existencia y la explosión del universo. Reían, se besaban, conversaban, llenaban silencios incómodos con palabras estúpidas y se sentían bien. La mosca seguía allí.
Juan Cántero estaba muerto. El mundo seguía allí. Y eso lo enfermaba. ¿Cómo continúa esta historia? ¿Por qué el mundo sigue igual, impasible y ciego? ¿Por qué Juan había asesinado a alguien? Un ejército de preguntas abrió fuego contra su cerebro, fusilando, a la vez, a su corazón. Pensó en la vertiente de casualidades que conformaban al universo y meditó durante unos minutos, retorciéndose cada vez más dentro de una espiral de preguntas sin responder y respuestas sin sentido. Los minutos se habían convertido en horas, y cada último vaso se convertía en un el próximo.
Máximo no se quedaba cruzado de brazos. El Capitán de las Fuerzas Defensoras salió del bar.
Pensaba hacer algo que ya había hecho en el pasado, pero con una leve modificación de los hechos. Esta vez, la ironía jugaba para su equipo, e incluso parecía llevar la cinta de capitán. Caminó a paso lento pero decidido, intentó evitar tambalearse y lo consiguió. Saludó con la cabeza a quien fuera necesario y dejó mostrar algunas de las sonrisas más falsas logradas en toda su vida. Entró al lugar como si estuviera en su propia casa, rodeado de conocidos y subordinados, pero ningún amigo. Conocía cada rincón, cada ruido y cada rutina de vigilancia, aunque esto era innecesario: su estadía allí era más que aceptada. Era partícipe y protagonista de una situación irónica pero las sonrisas verdaderas estaban en el sótano de su cabeza, hoy; se encontraba tan solo como se podía estar. Se escondió y esperó. Hay cosas que son irreversibles.
El obelisco, a espaldas de la plataforma, parecía algo vulgar.
—¿Estás preparado, Máximo?
—¿Y vos?
—¿Yo qué?
—¿Estás preparado para arruinarme?
El Gobernador no se inmutó. Respondió, impasible.
—Hay cosas que se tienen que hacer. Hay cosas que son irreversibles.
—Estás haciendo algo increíble. Algo difícil. Estás haciendo que las palabras tengan el mismo peso que el aire.
—No empecemos.
—Vos fuiste el que empezó.
—No, tu hijo empezó.
El carromato que trasladaba a Juan Cántero se encontraba cada vez más cerca.
—Después de esto no podemos seguir jugando a ser amigos.
—En algún momento quisiste que el lema de las Fuerzas Defensoras fuera "La noche me aguarda, y allí me refugiaré". Terminamos a las piñas.
—No cambies de tema.
—A lo que voy es que sé que no sos de quedarte cruzado de brazos. Espero que no hagas ninguna estupidez.
—No te preocupes, no voy a hacer ninguna estupidez.
—No creo que sea necesario vigilarte, ¿no?
Alguien golpeó la puerta e ingresó a la Sala Principal. Se dirigió, de manera excesivamente formal, hacia el Gobernador.
—Ya está todo listo.
Por ley, el Capitán de las Fuerzas Defensoras debía transportar al prisionero hacia el obelisco. La ironía golpeaba violentamente el rostro de Máximo Cántero, haciéndolo sangrar.Salió del hogar del Gobernador y se dirigió al carromato, pero padre e hijo no podían comunicarse. La única conexión existente ocurrió mientras subía al carromato; fue una mirada fugaz, húmeda y arrasadora, efímera y eterna a la vez. Encerraron al universo en un puente visual y pedían al tiempo, le rogaban, quedarse ahí. Pero nada mágico sucedió. Máximo subió al carromato sabiendo que era la última vez que vería a su hijo con vida. La impotencia consumió su cuerpo en un segundo, sintió que podía llegar a perder el control. Emprendió el corto viaje hacia el obelisco. Cuando llegó a destino, dándole la espalda al evento, Máximo salió corriendo. Corrió porque sí, porque tenía todas las razones del universo, del universo oscuro y abandonado, porque podía, porque era lo único que podía hacer, porque, en el caso de ser posible, le hubiera gustado llegar al borde del planeta y observar la galaxia, las estrellas y todo lo demás, olvidándose que al único lugar donde llegaría, sería al mismo punto donde empezó. Hay cosas que son irreversibles. Corrió haciéndose camino entre los curiosos, los ojos-de-vampiro, los que acudían al evento sin saber qué pasaba, a contramano del mundo. Corrió hasta entrar a un bar.
Juan Cántero estaba atado a una silla sobre la plataforma, una suerte de escenario para el evento a suceder. El Gobernador, megáfono en mano, habló.
—Estamos en presencia de un acto de justicia. La justicia no tiene límites, y en nuestra Ciudad, se aplica de igual manera para todos. El hombre sentado a mis espaldas no es un ladrón cualquiera, es el hijo del Capitán de las Fuerzas Defensoras, como ustedes sabrán. Pero no solo es "hijo de", también es un asesino.
Se creó un leve murmullo entre el público.
—Estamos en presencia de un acto de justicia.
Una especie de telón apareció en el escenario. El Gobernador se ubicó delante del mismo, dejando al verdugo y a Cántero hijo a solas, invisibles; y pasó lo que tenía que pasar.Madrugada fría, seca. La gente común dormía en sus camas, manteniendo una vela prendida y con fuego calentando su habitación. Algunos durmieron felices, otros no tanto, pero muy pocos ignoraban la noticia actual destacada: el hijo del Capitán de las Fuerzas Defensoras estaba muerto.
Sentado el banco de madera más astillado, en el rincón menos iluminado, en el bar más alejado del obelisco, se encontraba Máximo Cántero. Una mosca daba vueltas alrededor de su cabeza. Su vaso se vaciaba y se llenaba a los pocos minutos.
Hombres y mujeres entraban y salían del lugar, ignorando su existencia y la explosión del universo. Reían, se besaban, conversaban, llenaban silencios incómodos con palabras estúpidas y se sentían bien. La mosca seguía allí.
Juan Cántero estaba muerto. El mundo seguía allí. Y eso lo enfermaba. ¿Cómo continúa esta historia? ¿Por qué el mundo sigue igual, impasible y ciego? ¿Por qué Juan había asesinado a alguien? Un ejército de preguntas abrió fuego contra su cerebro, fusilando, a la vez, a su corazón. Pensó en la vertiente de casualidades que conformaban al universo y meditó durante unos minutos, retorciéndose cada vez más dentro de una espiral de preguntas sin responder y respuestas sin sentido. Los minutos se habían convertido en horas, y cada último vaso se convertía en un el próximo.
Máximo no se quedaba cruzado de brazos. El Capitán de las Fuerzas Defensoras salió del bar.
Pensaba hacer algo que ya había hecho en el pasado, pero con una leve modificación de los hechos. Esta vez, la ironía jugaba para su equipo, e incluso parecía llevar la cinta de capitán. Caminó a paso lento pero decidido, intentó evitar tambalearse y lo consiguió. Saludó con la cabeza a quien fuera necesario y dejó mostrar algunas de las sonrisas más falsas logradas en toda su vida. Entró al lugar como si estuviera en su propia casa, rodeado de conocidos y subordinados, pero ningún amigo. Conocía cada rincón, cada ruido y cada rutina de vigilancia, aunque esto era innecesario: su estadía allí era más que aceptada. Era partícipe y protagonista de una situación irónica pero las sonrisas verdaderas estaban en el sótano de su cabeza, hoy; se encontraba tan solo como se podía estar. Se escondió y esperó. Hay cosas que son irreversibles.
—¡¿Qué hacés acá?!— dijo el Gobernador, después de ingresar al baño y encontrarse con Máximo Cántero.
—La justicia no existe y el mundo es un quilombo— dijo Máximo. Acto seguido, su espada atravesó el pecho del Gobernador de la Ciudad de Aires.
"La noche me aguarda, y allí me refugiaré", repitió reiteradas veces.