Máximo Cántero, capitán de las Fuerzas Defensoras, caminaba por las oscuras calles de Aires. Podía sentir los ojos clavados en él, como un hacha de verdugo en la cabeza del culpable, mientras esta se rehúsa a despegarse del resto del cuerpo. La gente, al pasar a su lado, murmuraba. No pretendía escuchar qué decían, pero tampoco era una tarea difícil adivinar el tema en cuestión. Las cuadras iban quedando atrás, se alejaba del centro de la Ciudad, con el viento a su favor, como si estuviese impulsándolo, incitándolo. Incluso los hogares parecían observarlo. Su antorcha iluminaba el camino que debía seguir. ¿O tal vez no? No estaba seguro qué ruta tomar. Las dudas no paraban de amontonarse en su cabeza, como ratas en un basural.
Pateó, sin intención de hacerlo, una moneda. Se dibujó en su rostro una suerte de sonrisa, la reconoció al instante: era antigua, las mismas que se usaban antes que el sol se oculte. Se podía encontrar, al menos, una por calle. Algunos las coleccionaban, otros las vendían como antigüedades, pero la mayoría, al crearse una nueva moneda, las desechó. "Ojalá fuese tan simple descubrir la verdad", pensó Máximo. Se arrodilló, levantó el objeto antiguo y lo guardó en uno de sus bolsillos.
Continuó su camino. A medida que se iba alejando del centro de Aires, menos gente veía en las calles, y se podía sentir un poco más tranquilo, menos observado. Miró sus nudillos, y en ellos, las heridas que quedaron luego de la pelea en el bar. No estaba arrepentido, había sido un desahogo necesario, además, Cruz se lo merecía. Lo buscó, y terminó encontrándolo. Máximo no fue castigado por Clara, la mujer del Gobernador y la encargada de suplantarlo mientras él no se encuentra en Aires, lo cual lo sorprendió. Era una mujer rígida y justa, pero se conformó con mediar unas cuantas palabras y darle una advertencia. No era algo usual en ella. La había visto ordenar amputaciones de dedos por motivos menores. El capitán de las Fuerzas Defensoras se detuvo, y levantó la cabeza.
La Iglesia seguía siendo imponente, sin embargo, su estado era deplorable. Las paredes ya no eran blancas, sino grises, vistiendo manchas de humedad, suciedad, y, unas pocas, de sangre. De las cuatro columnas que antaño sostenían el frente, una se había derrumbado, provocando un desastre que nadie se molestó en limpiar. ¿Para qué? La mayoría había olvidado su religión, debían preocuparse por sobrevivir, y no existía tiempo suficiente para ir a la Iglesia con el objetivo de rezarle a dioses que permitieron el apagón del sol. Caminó sobre los escombros, y se adentró en el templo, observando que las puertas estaban destruidas. El interior era sombrío, también se habían provocado destrozos allí, y la luz del fuego dibujaba sombras extrañas. Llegó hasta la cruz, cerró los ojos y se inclinó. Luego de unos segundos, abrió la boca.
—Me acuerdo que llovía— dijo, sin abrir los ojos—. Fue el primero diluvio después del Apagón. Estaba en casa, con Carolina y Juan, hace bastantes años. Él tenía nueve o diez años. Seguíamos tan confundidos como todo el mundo, turnándonos para vigilar mientras el nene dormía. La idea de que alguien entre a casa nos aterrorizaba. Y esa noche, pasó.
Se detuvo para recordar con más claridad. Podía sentir la lluvia sobre su cabeza, que caía, cada vez con más fuerza, sobre su débil techo. Carolina era su mujer en ese entonces. Su relación no era óptima, pero eran felices.
—Caro me despertó. Su cara me dijo todo. Nunca la había visto con tanto miedo, estaba al borde del llanto, quizás del desmayo. La abracé con toda mi alma y pregunté que pasaba. Ella hizo silencio, invitándome a escuchar. Y lo hice.
Llevó una mano a su cabeza, intentando refrescar sus recuerdos. Sabía que estaban ahí, pero era difícil despertarlos otra vez.
—Escuché un disparo. Después otro, y otro, y otro, acompañados de sollozos y gritos de dolor. Venían de la calle. Los que se quedaron sin esperanza salieron a arrebatársela a los demás, junto con sus vidas. Y, en ese momento, el terror me atacó. Pero no por mi, por mi familia. Me di cuenta que, si sobrevivían, iban a tener que vivir en un mundo inhumano, sin alma, sin razón, sin esperanza. Vivir por vivir, despertarse porque si. Un lugar insano, más parecido al infierno que a la vida que solían tener.
Abrió sus ojos, y miró hacia la cruz.
—Entró el primero a casa, y quedé paralizado. Traté de esconderlos, a Juan y a Caro, detrás de mi, pero no funcionó. El tipo que entró, sacó un revólver calibre 38, y me apuntó, pero no hizo nada. Esperó unos segundos, mientras me miraba. Cuando supe lo que quería hacer, ya era tarde. Me tiró a las rodillas, y, antes de que toque el suelo, le disparó a ella, en el pecho. Cayó sobre mi, desangrándose.
Su voz se empezaba a quebrar. Parecía distante, lejano.
—Agarré su mano, y sentí como se me escapaba su vida. Grité, como nunca había gritado, y las lágrimas me nublaron los ojos. El tipo no me remató, fue a buscar a Juan, que estaba paralizado. Creo que eso fue lo que me motivó, ¿sabés? Saqué fuerzas de donde no había, y me levanté. Tenía al asesino de espaldas. Puse las manos en su cabeza y lo desnuqué, antes que llegue a tocar a Juan. Dejó caer el arma, y cuando cayó, me tiré sobre él. Le pegué a su cadáver hasta que mis manos me pidieron que pare. No podía verlo, las lágrimas me nublaban la vista.
Comenzó a sollozar.
—Pero...pero no era el único tipo, ¿sabés? Entró...entró otro más. Yo no me podía mover, pero...sabés...¿sabés quien podía? Juan. Cuando lo vio entrar, agarró...agarró el revólver del piso, y le...disparó. Le disparó. En el pecho. Diez años tenía. Te pido una señal...por favor... decime si es culpable.
Máximo esperó. Abrió sus ojos de par en par, y miró hacia todas las direcciones, luego de limpiarse las lágrimas. Sentía que su corazón podía estallar en cualquier momento, haciendo de él un festival de sangre. Latía con fuerza, con la misma fuerza que golpeó al asesino de su mujer, tal vez más. Necesitaba una respuesta, no podía seguir torturándose a sí mismo. Las ojeras en su rostro denotaban un cansancio inhumano. Apenas había dormido estas últimas noches, aunque tampoco se podía decir que estaba despierto: actuaba en modo automático. El dolor lo consumía, y le prohibía sentir poco más que ello. Estaba apagado, de cuerpo y mente, debía despertarse.
Una ráfaga de viento jugó con las hojas de los árboles muertos. Creó una nube de polvo gris al pasar sobre los escombros de la columna, y entró a la Iglesia. Siguió trasladándose, mientras Máximo Cántero miraba asombrado. El viento luchó, durante unos segundos, con el fuego de su antorcha, que amenazaba con apagarse. La nube de polvo seguía allí, en la puerta de la Iglesia, suspendida en el aire, inerte, hasta que una segunda ráfaga de viento, mucho más fuerte, ingresó al templo. Máximo retrocedió, temeroso, y tropezó. Cayó, aferrándose a la antorcha, sabía que quedarse a oscuras era sinónimo de morir. El fuego se mantenía radiante, luchando cada vez con más fuerza. Parecía danzar en el aire, y logró seguir encendido hasta que todo volvió a la normalidad. Máximo se incorporó, denotando confusión en su rostro y terror en su interior. Dirigió una última mirada hacia la cruz. Cuando salió de la Iglesia, palpó sus bolsillos, y se sorprendió: no había nada en ellos. Volvió a ingresar, desesperado. Buscó durante mucho tiempo, pero no encontró la moneda.
Creía conocer la verdad. Cuando llegó a su casa, se largó a llorar, arrepentido.
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El Gobernador de Aires había llegado a la ciudad. Se encontraba ausente debido a las revueltas a los alrededores de la misma: algunos integrantes de pequeños pueblos (e incluso espías de otras grandes ciudades) habían intentado infiltrarse, sin embargo, los descubrieron a todos. Por el momento, Aires, era impenetrable.
La Sala Principal estaba en silencio. Era un salón amplio, pintado de bordó. El fuego en las antorchas, pegadas a las paredes, iluminaba el lugar. Desde una gran ventana se podía observar a toda la ciudad, y alrededor de ella, las paredes estaban adornadas con miles de cuadros representando imágenes del pasado; los mismos abarcaban desde trenes, subtes, autos o aviones hasta TVs y celulares. El objetivo era tener en mente, al mismo tiempo, el pasado y el presente.
Su nombre era Mauricio Rodriguez. Mantenía el cabello corto y canoso, su rostro estaba constituido por rasgos fuertes, además de las arrugas de la edad, ocultadas en gran parte por su barba poblada (también blanca). Vestía un traje negro, y, a sus espaldas, una capa característica de su cargo, del mismo color. Caminaba a lo largo del salón. El único sonido que se podía escuchar allí era el que emitía con sus pasos, alrededor de la mesa en la que estaban sentados los integrantes del Consejo Mayor. El mismo era superior al Consejo normal, que se encargaba de tomar decisiones en juicios. Normalmente, los reunidos en la Sala Principal, estarían discutiendo acerca de la situación de Aires; ya sea la economía del lugar, conflictos en el pueblo, o amenazas exteriores, sin embargo, el silencio era mortal. No había lugar para el contacto visual. Todos jugaban con sus manos, nerviosos, inquietos, impacientes. La espera era eterna. Mauricio había escuchado con atención a los hechos sucedidos en Aires mientras él no estaba: El asesinato del "N.N.", el juicio al hijo de Cántero (su capitán de las Fuerzas Defensoras), y, finalmente, la pelea entre Cruz y Cántero. Los detalles hicieron presencia, así como también los rumores. Aparte del Gobernador, en la Sala Principal estaban su esposa Clara, Máximo, Cránade (Jefe de vigilancia en las fronteras de la ciudad), y Palacios, encargado de las finanzas del territorio que, en el pasado, fue la capital de Argentina.
Un tsunami de pensamientos azotaban el cerebro del Gobernador, incapaz de emitir palabra, incapaz de elegir el tema a tratar.. ¿Qué decir primero? Era un hombre respetado y honorable. Decidió dejar la ciudad por unos días, debido un motivo importante, y, al volver, todo es un desastre. No sabía cuál había sido su mayor error: ¿Ausentarse? ¿Dejar a cargo a inútiles? ¿O, quizás, permitir que sean inútiles? Meditó durante unos segundos. "Mi error es pensar que viviré para siempre", dijo para sus adentros. Tenía que transmitir su experiencia, aconsejar, enseñar a gobernar. Su mujer había permitido el desorden, provocado, aún peor, por Cántero y Cránade. Personas que debían imponerlo.
El desmoronamiento tenía que ser impedido. Entonces, supo qué decir.
—Miren los cuadros. Obsérvenlos por unos segundos. Mediten. ¿Qué es lo que ven? Piénsenlo por unos segundos. La verdad, no sé ustedes, pero yo, ahí, veo el pasado. Un pasado hecho añicos, un pasado que ya no existe. Un pasado que nos arrebató el mundo, por razones que no sabemos.
Los integrantes del Consejo Mayor se miraron, confusos, sin entender qué buscaba Rodriguez.
—Ahora, miren por la ventana. Otra vez, piensen qué están viendo. Yo veo el presente, una sociedad que construimos porque era la única forma de sobrevivir, personas que trabajan para subsistir, aunque sea, una noche más. Padres, madres, hijas e hijos con esperanza en sus ojos. Y ahora, quiero que miren de nuevo a los cuadros, porque aparte de ser un recordatorio, quiero que esas imágenes sean el futuro. Quiero convertirlas en nuestro futuro. ¿Y ustedes? ¿Están seguros de lo que quieren?
Cántero sonrió, al igual que Clara, la mujer del Gobernador. Ambos sabían lo que querían, tenían el mismo objetivo que Rodriguez: progresar. Palacios, por unos segundos, dudó. Cránade seguía indiferente. Nadie respondió.
—Entonces...si lo que quieren es destruir todo el progreso que logramos, están en el buen camino. Mátense entre ustedes.
Empezaba a notarse la ira en su voz. Sus ojos ya no miraban, desafiaban. Su lengua cortaba el aire, y sus pasos hacían temblar el salón. Dio vueltas alrededor de la mesa, en silencio. Se detuvo en una punta. Respiró hondo, y continuó.
—Imbéciles, ¿pasan dos semanas sin alguien firme al mando y ya empiezan a flaquear? Son tan resistentes como un muro de papel. ¿Qué piensan hacer cuando muera? ¿Van a dejarse matar por los anarquistas, o dejarse violar por algún clan de dementes primero? Elijan, al fin y al cabo es lo que decidieron. Cuando el orden falla, nada se puede sostener. Ustedes fallaron.
La culpa y la incomodidad se apoderaron del Salón como una serpiente de su presa. Tragó a la mesa entera, junto a las personas que estaban sentadas en ella, y con razón. El Gobernador había pasado los últimos diez años de su vida intentando reconstruir la Ciudad, y no había sido una tarea fácil. Había aprendido el arte de quitar una vida y lidiar con los fantasmas en su conciencia, además de llevar a cabo la reconstrucción de la Ciudad. Imponer orden era una tarea complicada, las estructuras gubernamentales eran necesarias, y para ello, además de las personas que debían ocupar los puestos, era mucho más importante que el pueblo deseara ser gobernado. Debían ser conscientes que la anarquía era inútil.
Muchas de las personas que lo ayudaron a recomponer la ciudad fueron dejando el mundo de los vivos, y esperaba que sus sacrificios no hayan sido en vano. Esta vez, se dirigió a Cántero.
—Máximo, yo no podría estar en tu lugar. Me duele en el alma verte así, tan golpeado, tan diferente. Si querés continuar con tu cargo lo dejo en tus manos. No te culpo si renunciás, pero si tenés en mente seguir siendo Capitán, no puedo permitir estas cosas. Tenés que admitir que la ejecución que es una decisión tomada, y tu negación no sirve de nada. Repito, todo está en tus manos. No me respondas ahora, pero creo que sabés la respuesta.
Se mantuvieron en silencio durante unos segundos.
Máximo sintió que algo nacía en su interior, un pensamiento dirigiéndose a su cabeza, como un asteroide en camino hacia la Tierra, amenazante. Poco a poco fue entendiendo de qué se trataba, iba reconociendo los matices, el color, el sabor....y, al fin, lo reconoció. Había estado allí todo el tiempo. Entendió que su hijo había asesinado a esa persona, aunque una guerra interna intentaba disimularlo, desplazar el pensamiento de su cerebro. En ese instante, lo reconoció. Supo que era su culpa. "¿Cómo no me di cuenta?" dijo para sus adentros. "Capitán de las Fuerzas, hijo asesino. Mal capitán y mal padre. Es mi culpa".
Evitó el llanto con todas sus fuerzas. Se buscó a si mismo en su memoria y se encontró con otra persona. Hoy, más que nunca, necesitaba de su mujer. Se dedicó a extrañarla durante unos segundos, que parecieron una eternidad. Ese era exactamente el lugar en el que ella se encontraba, lejana. Máximo volvió a la realidad, y asintió, dándole al Gobernador Rodriguez la señal para continuar. Una lágrima logró salir.
—Cránade, tus mejores hombres apenas merecen llamarse hombres. Te pedí que te encargaras personalmente de los reclutamientos para las fronteras, y contratás inútiles que apenas saben empuñar una espada. Llevé conmigo alrededor de 20 patrullas, y solo la mitad volvieron. Es vergonzoso. Tienen que empezar a entrenar lo más rápido posible.
—Disculpe, señor. No tuve tiempo de ponerlos a prueba. No volverá a pasar.
—Puede volver a pasar.
—¿Cómo? No lo entiendo.
—Si, que puede volver a pasar. Pero, si pasa, y si es que vuelvo, vas a tener que conseguir un nuevo puesto. Y una nueva ciudad.
Cránade lo miró fijo, sin embargo, no emitió palabra. Asintió de manera lenta.
—Palacios, espero que no todas las noticias sean malas- dijo Rodriguez.
—No, señor, todo sigue igual. Nuestro nivel de producción es el mayor del país, según nos informan nuestros espías.
—Quiero que siga así.
—¿Y quien no?— exclamó el Encargado de las Finanzas, con una sonrisa en el rostro. Bastó una mirada del Gobernador para borrarla.
Clara esperó palabras dirigidas hacia ella, pero eso no ocurrió nunca. Al cabo de unos minutos, todos los integrantes del Consejo Mayor se retiraron, uno por uno, del salón, pero ella aguardó. Observaba a su esposo mientras este caminaba intranquilo por la habitación. Mantenían una relación diferente a las demás, no se comportaban como marido y mujer, sino que anteponían su labor por sobre su relación. Ese lazo era irrompible, y, en parte, gracias al mismo habían logrado todo lo que lograron.
—Me estoy derrumbando, Clara— dijo el Gobernador—. Me duelen los huesos, y casi puedo sentir cómo se me arruga la piel con el paso de las noches. Me estoy por caer, y esta vez no vas a poder levantarme. El día que muera, esta ciudad va a dejar de existir. El día que muera, te vas de la ciudad. Aires es un barco que empezó a hundirse hace tiempo.
—No...no, no podés decir esas cosas. Todavía podemos salvar esta ciudad. Todavía quedan cosas por hacer. Nos quedan algunas piezas por mover.
—¿Piezas por mover?
Clara se levantó de la silla. Mauricio se encontraba mirando por la ventana, preocupado. Ella lo abrazó por la espalda, y le habló al oído.
—Este barco no se va a hundir. Pensándolo mejor...más que piezas por mover, tenemos cabezas que cortar.
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La brisa se infiltraba en la celda, pasando entre los fríos barrotes de metal. Ástor, el perro del guardia, jugueteaba con su hueso al final del pasillo. Podía estar así durante horas. Su dueño, Diego Fontana, estaba a su lado, observándolo. Era el único guardia que se encargaba de la seguridad y la permanencia de Juan Cántero en su celda, una tarea que podría aburrir hasta el hartazgo. Diego vestía el uniforme de las Fuerzas Defensoras, creado por la mujer del Gobernador de Aires, Clara Velasco. Era una copia casi exacta de los uniformes que, antaño, usaban los Granaderos a Caballo.
Leonardo había quedado aún más confuso luego de la visita a Pardo. ¿Qué le quiso decir? ¿Era una amenaza o un simple comentario? No tenía sentido. ¿Era necesario que lo invite a su casa para decirle eso? Definitivamente no. Fue algo que podría haber dicho luego del juicio, allí mismo. Las preguntas se iban acumulando y no tenía ninguna respuesta. Quedaban cinco días por delante. "Tenés un minuto" había dicho Diego.
La celda era oscura, demasiado para su gusto, iluminada con una simple vela, ubicada en el pasillo, con el objetivo de mantenerla alejada del prisionero. Leo miró dentro de ella, y no se encontró con Juan, sino con una persona diferente a la que conocía. Lo habían rapado al cero, y luego notó que comía menos de lo necesario: estaba escuálido. Supuso que lo alimentaban una vez al día. También observó heridas y moretones en sus brazos.
—Todavía no caigo— dijo Juan—. Revivo las imágenes una y otra vez en mi cabeza, pero no caigo. No entiendo qué hago acá, no entiendo por qué yo, ni siquiera sé quién es el tipo que dicen que maté. Trato de llorar pero ya no puedo, me duelen los nudillos de pegarle a la pared, y el perro del guardia no pasa una noche sin ladrar. Es...una forma de decirte "gracias por venir".
—Disculpá por no venir antes. Ayer estuve hablando con Pardo, el tipo del Consejo.
—¿Y?
—Fue rarísimo. Me invitó a la casa, pensé que para decirme algo importante, me habló de su hija y me tiró una frase que no entendí.
—¿Qué frase?
—"Aires es menos segura cada día", o algo así.
—¿Y no te dijo nada más?
—No. Se levantó del sillón y se fue a su pieza. Es un tipo grande, perdió a la hija, capaz quedó mal o algo por el estilo.
Juan se mostró pensativo, pero no sabía qué había querido decir. Estaba decepcionado.
—Y mi viejo...¿cómo está?
—Él...está mal. Ayer se cagó a piñas con Cruz, en el bar de Mario. Hoy pasé a buscarlo para venir con él pero no estaba, y no sé donde estará ahora. No lo termina de entender...y yo tampoco. No te puedo mentir.
El hijo del Capitán de las Fuerzas Defensoras parecía derrotado. Un inocente sintiéndose culpable. Cerró sus ojos, y supo lo que tenía que decir.
—Leo...me tenés que prometer algo. La noche anterior al castigo, tenés que venir a verme.
—No hace falta prometerlo. Voy a estar acá.
—Si, pero necesito que hagas algo cuando vengas. Lo haría yo, pero no puedo.
—¿Qué cosa?
—No puedo permitir que el punto final de mi vida lo ponga un tipo cualquiera. Si tiene que pasar, preferiría que lo hagas vos.
El perro de Diego comenzó a ladrar. La visita había terminado.
Leonardo Castilla salió del pasillo, impactado. Su amigo podía pedirle muchas cosas, pero esta vez se trataba de algo imposible. Mientras caminaba hacia su hogar, las palabras de Juan retumbaban en su cabeza. Lo veía escuálido, vencido, derrotado, hablando de su muerte, como si se tratase de apagar una vela. Leonardo aún pensaba que el hijo del Capitán de las Fuerzas Defensoras era inocente, y ese pensamiento no lo desterraría nunca de su cabeza. El problema estaba en demostrarlo, objetivo que veía cada vez más lejos. Sin embargo, pensándolo bien, el asesinato era algo justo. Juan no quería morir a manos de un verdugo (porque no se puede seguir llamando "vida" luego de que te amputen lengua, piernas y brazos), cuyo trabajo consiste en cortar cabezas sin remordimiento alguno. Un verdugo era el encargado de terminar con vidas culpables, aunque sea, en su mayoría, y él no lo era. Tenía, en cierta medida, sentido. Pero asesinar a un amigo era una tarea que estaba lejos de ser fácil. En el camino a casa, Leonardo discutía consigo mismo lo que debía hacer. No tenía las agallas necesarias, la valentía no era una de sus mayores cualidades, y menos aún cuando se trataba de acción física.
Era algo imposible, pero el cielo parecía más oscuro que hace días anteriores. Permanecía inmóvil, sin nubes, eternamente negro. La blanca luna iluminaba con la fuerza de un hombre agonizante, casi nula. Era el único adorno en el cielo. Algunas leyendas decían que la única manera de sobrevivir a la demencia, al quedarse uno en la oscuridad, era mantenerse observándola, sin desviar la vista siquiera por unos segundos.
Leonardo logró ver, a lo lejos, su hogar. La iluminaba con su linterna (algunos preferían llevar una linterna, otros preferían llevar antorchas. La diferencia entre los costos de ambas cosas eran mínimos, cada uno llevaba lo que le parecía más cómodo), se encontraba a unos metros. Cuando entró, sintió el calor reconfortante del fuego, brillante, en la chimenea, que lo abrazó como una madre a su hijo. Estaba por cerrar la puerta de entrada, cuando notó que, en el suelo, había una carta. Se sorprendió, y, luego de unos segundos, la levantó del suelo.
"La respuesta está en el día a día.
J.C. lo agradecerá"
Alguien quería que Leonardo descubra la verdad.