viernes, 25 de abril de 2014

Capítulo 4 - Es cuestión de palabras

                Máximo Cántero, capitán de las Fuerzas Defensoras, caminaba por las oscuras calles de Aires. Podía sentir los ojos clavados en él, como un hacha de verdugo en la cabeza del culpable, mientras esta se rehúsa a despegarse del resto del cuerpo. La gente, al pasar a su lado, murmuraba. No pretendía escuchar qué decían, pero tampoco era una tarea difícil adivinar el tema en cuestión. Las cuadras iban quedando atrás, se alejaba del centro de la Ciudad, con el viento a su favor, como si estuviese impulsándolo, incitándolo. Incluso los hogares parecían observarlo. Su antorcha iluminaba el camino que debía seguir. ¿O tal vez no? No estaba seguro qué ruta tomar. Las dudas no paraban de amontonarse en su cabeza, como ratas en un basural. 
                Pateó, sin intención de hacerlo, una moneda. Se dibujó en su rostro una suerte de sonrisa, la reconoció al instante: era antigua, las mismas que se usaban antes que el sol se oculte. Se podía encontrar, al menos, una por calle. Algunos las coleccionaban, otros las vendían como antigüedades, pero la mayoría, al crearse una nueva moneda, las desechó. "Ojalá fuese tan simple descubrir la verdad", pensó Máximo. Se arrodilló, levantó el objeto antiguo y lo guardó en uno de sus bolsillos.
                Continuó su camino. A medida que se iba alejando del centro de Aires, menos gente veía en las calles, y se podía sentir un poco más tranquilo, menos observado. Miró sus nudillos, y en ellos, las heridas que quedaron luego de la pelea en el bar. No estaba arrepentido, había sido un desahogo necesario, además, Cruz se lo merecía. Lo buscó, y terminó encontrándolo. Máximo no fue castigado por Clara, la mujer del Gobernador y la encargada de suplantarlo mientras él no se encuentra en Aires, lo cual lo sorprendió. Era una mujer rígida y justa, pero se conformó con mediar unas cuantas palabras y darle una advertencia. No era algo usual en ella. La había visto ordenar amputaciones de dedos por motivos menores. El capitán de las Fuerzas Defensoras se detuvo, y levantó la cabeza. 
                La Iglesia seguía siendo imponente, sin embargo, su estado era deplorable. Las paredes ya no eran blancas, sino grises, vistiendo manchas de humedad, suciedad,  y, unas pocas, de sangre. De las cuatro columnas que antaño sostenían el frente, una se había derrumbado, provocando un desastre que nadie se molestó en limpiar. ¿Para qué? La mayoría había olvidado su religión, debían preocuparse por sobrevivir, y no existía tiempo suficiente para ir a la Iglesia con el objetivo de rezarle a dioses que permitieron el apagón del sol. Caminó sobre los escombros, y se adentró en el templo, observando que las puertas estaban destruidas. El interior era sombrío, también se habían provocado destrozos allí, y la luz del fuego dibujaba sombras extrañas. Llegó hasta la cruz, cerró los ojos y se inclinó. Luego de unos segundos, abrió la boca.
 Me acuerdo que llovía— dijo, sin abrir los ojos—. Fue el primero diluvio después del Apagón. Estaba en casa, con Carolina y Juan, hace bastantes años. Él tenía nueve o diez años. Seguíamos tan confundidos como todo el mundo, turnándonos para vigilar mientras el nene dormía. La idea de que alguien entre a casa nos aterrorizaba. Y esa noche, pasó. 
               Se detuvo para recordar con más claridad. Podía sentir la lluvia sobre su cabeza, que caía, cada vez con más fuerza, sobre su débil techo. Carolina era su mujer en ese entonces. Su relación no era óptima, pero eran felices.
 Caro me despertó. Su cara me dijo todo. Nunca la había visto con tanto miedo, estaba al borde del llanto, quizás del desmayo. La abracé con toda mi alma y pregunté que pasaba. Ella hizo silencio, invitándome a escuchar. Y lo hice.
                Llevó una mano a su cabeza, intentando refrescar sus recuerdos. Sabía que estaban ahí, pero era difícil despertarlos otra vez. 
Escuché un disparo. Después otro, y otro, y otro, acompañados de sollozos y gritos de dolor. Venían de la calle. Los que se quedaron sin esperanza salieron a arrebatársela a los demás, junto con sus vidas. Y, en ese momento, el terror me atacó. Pero no por mi, por mi familia. Me di cuenta que, si sobrevivían, iban a tener que vivir en un mundo inhumano, sin alma, sin razón, sin esperanza. Vivir por vivir, despertarse porque si. Un lugar insano, más parecido al infierno que a la vida que solían tener.
               Abrió sus ojos, y miró hacia la cruz. 

Entró el primero a casa, y quedé paralizado. Traté de esconderlos, a Juan y a Caro, detrás de mi, pero no funcionó. El tipo que entró, sacó un revólver calibre 38, y me apuntó, pero no hizo nada. Esperó unos segundos, mientras me miraba. Cuando supe lo que quería hacer, ya era tarde. Me tiró a las rodillas, y, antes de que toque el suelo, le disparó a ella, en el pecho. Cayó sobre mi, desangrándose. 

               Su voz se empezaba a quebrar. Parecía distante, lejano.
Agarré su mano, y sentí como se me escapaba su vida. Grité, como nunca había gritado, y las lágrimas me nublaron los ojos. El tipo no me remató, fue a buscar  a Juan, que estaba paralizado. Creo que eso fue lo que me motivó, ¿sabés? Saqué fuerzas de donde no había, y me levanté. Tenía al asesino de espaldas. Puse las manos en su cabeza y lo desnuqué, antes que llegue a tocar a Juan. Dejó caer el arma, y cuando cayó, me tiré sobre él. Le pegué a su cadáver hasta que mis manos me pidieron que pare. No podía verlo, las lágrimas me nublaban la vista.
               Comenzó a sollozar.
Pero...pero no era el único tipo, ¿sabés? Entró...entró otro más. Yo no me podía mover, pero...sabés...¿sabés quien podía? Juan. Cuando lo vio entrar, agarró...agarró el revólver del piso, y le...disparó. Le disparó. En el pecho. Diez años tenía. Te pido una señal...por favor... decime si es culpable.
                Máximo esperó. Abrió sus ojos de par en par, y miró hacia todas las direcciones, luego de limpiarse las lágrimas. Sentía que su corazón podía estallar en cualquier momento, haciendo de él un festival de sangre. Latía con fuerza, con la misma fuerza que golpeó al asesino de su mujer, tal vez más. Necesitaba una respuesta, no podía seguir torturándose a sí mismo. Las ojeras en su rostro denotaban un cansancio inhumano. Apenas había dormido estas últimas noches, aunque tampoco se podía decir que estaba despierto: actuaba en modo automático. El dolor lo consumía, y le prohibía sentir poco más que ello. Estaba apagado, de cuerpo y mente, debía despertarse.
                Una ráfaga de viento jugó con las hojas de los árboles muertos. Creó una nube de polvo gris al pasar sobre los escombros de la columna, y entró a la Iglesia. Siguió trasladándose, mientras Máximo Cántero miraba asombrado. El viento luchó, durante unos segundos, con el fuego de su antorcha, que amenazaba con apagarse. La nube de polvo seguía allí, en la puerta de la Iglesia, suspendida en el aire, inerte, hasta que una segunda ráfaga de viento, mucho más fuerte, ingresó al templo. Máximo retrocedió, temeroso, y tropezó. Cayó, aferrándose a la antorcha, sabía que quedarse a oscuras era sinónimo de morir. El fuego se mantenía radiante, luchando cada vez con más fuerza. Parecía danzar en el aire, y logró seguir encendido hasta que todo volvió a la normalidad. Máximo se incorporó, denotando confusión en su rostro y terror en su interior. Dirigió una última mirada hacia la cruz. Cuando salió de la Iglesia, palpó sus bolsillos, y se sorprendió: no había nada en ellos. Volvió a ingresar, desesperado. Buscó durante mucho tiempo, pero no encontró la moneda. 
                Creía conocer la verdad. Cuando llegó a su casa, se largó a llorar, arrepentido. 
-              
                El Gobernador de Aires había llegado a la ciudad. Se encontraba ausente debido a las revueltas a los alrededores de la misma: algunos integrantes de pequeños pueblos (e incluso espías de otras grandes ciudades) habían intentado infiltrarse, sin embargo, los descubrieron a todos. Por el momento, Aires, era impenetrable.
                La Sala Principal estaba en silencio. Era un salón amplio, pintado de bordó. El fuego en las antorchas, pegadas a las paredes, iluminaba el lugar. Desde una gran ventana se podía observar a toda la ciudad, y alrededor de ella, las paredes estaban adornadas con miles de cuadros representando imágenes del pasado; los mismos abarcaban desde trenes, subtes, autos o aviones hasta TVs y celulares. El objetivo era tener en mente, al mismo tiempo, el pasado y el presente. 
                Su nombre era  Mauricio Rodriguez. Mantenía el cabello corto y canoso, su rostro estaba constituido por rasgos fuertes, además de las arrugas de la edad, ocultadas en gran parte por su barba poblada (también blanca). Vestía un traje negro, y, a sus espaldas, una capa característica de su cargo, del mismo color. Caminaba a lo largo del salón. El único sonido que se podía escuchar allí era el que emitía con sus pasos, alrededor de la mesa en la que estaban sentados los integrantes del Consejo Mayor. El mismo era superior al Consejo normal, que se encargaba de tomar decisiones en juicios. Normalmente, los reunidos en la Sala Principal, estarían discutiendo acerca de la situación de Aires; ya sea la economía del lugar, conflictos en el pueblo, o amenazas exteriores, sin embargo, el silencio era mortal.  No había lugar para el contacto visual. Todos jugaban con sus manos, nerviosos, inquietos, impacientes. La espera era eterna. Mauricio había escuchado con atención a los hechos sucedidos en Aires mientras él no estaba: El asesinato del "N.N.", el juicio al hijo de Cántero (su capitán de las Fuerzas Defensoras), y, finalmente, la pelea entre Cruz y Cántero. Los detalles hicieron presencia, así como también los rumores. Aparte del Gobernador, en la Sala Principal estaban su esposa Clara, Máximo, Cránade (Jefe de vigilancia en las fronteras de la ciudad), y Palacios, encargado de las finanzas del territorio que, en el pasado, fue la capital de Argentina. 
                Un tsunami de pensamientos azotaban el cerebro del Gobernador, incapaz de emitir palabra, incapaz de elegir el tema a tratar.. ¿Qué decir primero? Era un hombre respetado y honorable. Decidió dejar la ciudad por unos días, debido un motivo importante, y, al volver, todo es un desastre. No sabía cuál había sido su mayor error: ¿Ausentarse? ¿Dejar a cargo a inútiles? ¿O, quizás, permitir que sean inútiles? Meditó durante unos segundos. "Mi error es pensar que viviré para siempre", dijo para sus adentros. Tenía que transmitir su experiencia, aconsejar, enseñar a gobernar. Su mujer había permitido el desorden, provocado, aún peor, por Cántero y Cránade. Personas que debían imponerlo.
                El desmoronamiento tenía que ser impedido. Entonces, supo qué decir.
Miren los cuadros. Obsérvenlos por unos segundos. Mediten.  ¿Qué es lo que ven? Piénsenlo por unos segundos. La verdad, no sé ustedes, pero yo, ahí, veo el pasado. Un pasado hecho añicos, un pasado que ya no existe. Un pasado que nos arrebató el mundo, por razones que no sabemos.
                   Los integrantes del Consejo Mayor se miraron, confusos, sin entender qué buscaba Rodriguez. 
Ahora, miren por la ventana. Otra vez, piensen qué están viendo. Yo veo el presente, una sociedad que construimos porque era la única forma de sobrevivir, personas que trabajan para subsistir, aunque sea, una noche más. Padres, madres, hijas e hijos con esperanza en sus ojos. Y ahora, quiero que miren de nuevo a los cuadros, porque aparte de ser un recordatorio, quiero que esas imágenes sean el futuro. Quiero convertirlas en nuestro futuro. ¿Y ustedes? ¿Están seguros de lo que quieren?
                   Cántero sonrió, al igual que Clara, la mujer del Gobernador. Ambos sabían lo que querían, tenían el mismo objetivo que Rodriguez: progresar. Palacios, por unos segundos, dudó. Cránade seguía indiferente. Nadie respondió.
Entonces...si lo que quieren es destruir todo el progreso que logramos, están en el buen camino. Mátense entre ustedes. 
                   Empezaba a notarse la ira en su voz. Sus ojos ya no miraban, desafiaban. Su lengua cortaba el aire, y sus pasos hacían temblar el salón. Dio vueltas alrededor de la mesa, en silencio. Se detuvo en una punta. Respiró hondo, y continuó.
Imbéciles, ¿pasan dos semanas sin alguien firme al mando y ya empiezan a flaquear? Son tan resistentes como un muro de papel. ¿Qué piensan hacer cuando muera? ¿Van a dejarse matar por los anarquistas, o dejarse violar por algún clan de dementes primero? Elijan, al fin y al cabo es lo que decidieron. Cuando el orden falla, nada se puede sostener. Ustedes fallaron.
                   La culpa y la incomodidad se apoderaron del Salón como una serpiente de su presa. Tragó a la mesa entera, junto a las personas que estaban sentadas en ella, y con razón. El Gobernador había pasado los últimos diez años de su vida intentando reconstruir la Ciudad, y no había sido una tarea fácil. Había aprendido el arte de quitar una vida y lidiar con los fantasmas en su conciencia, además de llevar a cabo la reconstrucción de la Ciudad. Imponer orden era una tarea complicada, las estructuras gubernamentales eran necesarias, y para ello, además de las personas que debían ocupar los puestos, era mucho más importante que el pueblo deseara ser gobernado. Debían ser conscientes que la anarquía era inútil.
                   Muchas de las personas que lo ayudaron a recomponer la ciudad fueron dejando el mundo de los vivos, y esperaba que sus sacrificios no hayan sido en vano. Esta vez, se dirigió a Cántero.
Máximo, yo no podría estar en tu lugar. Me duele en el alma verte así, tan golpeado, tan diferente. Si querés continuar con tu cargo lo dejo en tus manos. No te culpo si renunciás, pero si tenés en mente seguir siendo Capitán, no puedo permitir estas cosas. Tenés que admitir que la ejecución que es una decisión tomada, y tu negación no sirve de nada. Repito, todo está en tus manos. No me respondas ahora, pero creo que sabés la respuesta.
                   Se mantuvieron en silencio durante unos segundos. 
                   Máximo sintió que algo nacía en su interior, un pensamiento dirigiéndose a su cabeza, como un asteroide en camino hacia la Tierra, amenazante. Poco a poco fue entendiendo de qué se trataba, iba reconociendo los matices, el color, el sabor....y, al fin, lo reconoció. Había estado allí todo el tiempo. Entendió que su hijo había asesinado a esa persona, aunque una guerra interna intentaba disimularlo, desplazar el pensamiento de su cerebro. En ese instante, lo reconoció. Supo que era su culpa. "¿Cómo no me di cuenta?" dijo para sus adentros. "Capitán de las Fuerzas, hijo asesino. Mal capitán y mal padre. Es mi culpa". 
                   Evitó el llanto con todas sus fuerzas. Se buscó a si mismo en su memoria y se encontró con otra persona. Hoy, más que nunca, necesitaba de su mujer. Se dedicó a extrañarla durante unos segundos, que parecieron una eternidad. Ese era exactamente el lugar en el que ella se encontraba, lejana. Máximo volvió a la realidad, y asintió, dándole al Gobernador Rodriguez la señal para continuar. Una lágrima logró salir. 
Cránade, tus mejores hombres apenas merecen llamarse hombres. Te pedí que te encargaras personalmente de los reclutamientos para las fronteras, y contratás inútiles que apenas saben empuñar una espada. Llevé conmigo alrededor de 20 patrullas, y solo la mitad volvieron. Es vergonzoso. Tienen que empezar a entrenar lo más rápido posible.
Disculpe, señor. No tuve tiempo de ponerlos a prueba. No volverá a pasar.
—Puede volver a pasar. 
—¿Cómo? No lo entiendo.
Si, que puede volver a pasar. Pero, si pasa, y si es que vuelvo, vas a tener que conseguir un nuevo puesto. Y una nueva ciudad.
                   Cránade lo miró fijo, sin embargo, no emitió palabra. Asintió de manera lenta.
Palacios, espero que no todas las noticias sean malas- dijo Rodriguez.
—No, señor, todo sigue igual. Nuestro nivel de producción es el mayor del país, según nos informan nuestros espías. 
—Quiero que siga así.
¿Y quien no? exclamó el Encargado de las Finanzas, con una sonrisa en el rostro. Bastó una mirada del Gobernador para borrarla.
                  Clara esperó palabras dirigidas hacia ella, pero eso no ocurrió nunca. Al cabo de unos minutos, todos los integrantes del Consejo Mayor se retiraron, uno por uno, del salón, pero ella aguardó. Observaba a su esposo mientras este caminaba intranquilo por la habitación. Mantenían una relación diferente a las demás, no se comportaban como marido y mujer, sino que anteponían su labor por sobre su relación. Ese lazo era irrompible, y, en parte, gracias al mismo habían logrado todo lo que lograron. 
Me estoy derrumbando, Clara— dijo el Gobernador—. Me duelen los huesos, y casi puedo sentir cómo se me arruga la piel con el paso de las noches. Me estoy por caer, y esta vez no vas a poder levantarme. El día que muera, esta ciudad va a dejar de existir. El día que muera, te vas de la ciudad. Aires es un barco que empezó a hundirse hace tiempo.
—No...no, no podés decir esas cosas. Todavía podemos salvar esta ciudad. Todavía quedan cosas por hacer. Nos quedan algunas piezas por mover.
—¿Piezas por mover?
                  Clara se levantó de la silla. Mauricio se encontraba mirando por la ventana, preocupado. Ella lo abrazó por la espalda, y le habló al oído.
—Este barco no se va a hundir. Pensándolo mejor...más que piezas por mover, tenemos cabezas que cortar. 

-

                La brisa se infiltraba en la celda, pasando entre los fríos barrotes de metal. Ástor, el perro del guardia, jugueteaba con su hueso al final del pasillo. Podía estar así durante horas. Su dueño, Diego Fontana, estaba a su lado, observándolo. Era el único guardia que se encargaba de la seguridad y la permanencia de Juan Cántero en su celda, una tarea que podría aburrir hasta el hartazgo. Diego vestía el uniforme de las Fuerzas Defensoras, creado por la mujer del Gobernador de Aires, Clara Velasco. Era una copia casi exacta de los uniformes que, antaño, usaban los Granaderos a Caballo. 

                Leonardo había quedado aún más confuso luego de la visita a Pardo. ¿Qué le quiso decir? ¿Era una amenaza o un simple comentario? No tenía sentido. ¿Era necesario que lo invite a su casa para decirle eso? Definitivamente no. Fue algo que podría haber dicho luego del juicio, allí mismo. Las preguntas se iban acumulando y no tenía ninguna respuesta. Quedaban cinco días por delante. "Tenés un minuto" había dicho Diego.
                La celda era oscura, demasiado para su gusto, iluminada con una simple vela, ubicada en el pasillo, con el objetivo de mantenerla alejada del prisionero. Leo miró dentro de ella, y no se encontró con Juan, sino con una persona diferente a la que conocía. Lo habían rapado al cero, y luego notó que comía menos de lo necesario: estaba escuálido. Supuso que lo alimentaban una vez al día. También observó heridas y moretones en sus brazos. 
Todavía no caigo— dijo Juan. Revivo las imágenes una y otra vez en mi cabeza, pero no caigo. No entiendo qué hago acá, no entiendo por qué yo, ni siquiera sé quién es el tipo que dicen que maté. Trato de llorar pero ya no puedo, me duelen los nudillos de pegarle a la pared, y el perro del guardia no pasa una noche sin ladrar. Es...una forma de decirte "gracias por venir".
—Disculpá por no venir antes. Ayer estuve hablando con Pardo, el tipo del Consejo.
—¿Y?
—Fue rarísimo. Me invitó a la casa, pensé que para decirme algo importante, me habló de su hija y me tiró una frase que no entendí.
—¿Qué frase?
"Aires es menos segura cada día", o algo así.
—¿Y no te dijo nada más?
—No. Se levantó del sillón y se fue a su pieza. Es un tipo grande, perdió a la hija, capaz quedó mal o algo por el estilo. 
                Juan se mostró pensativo, pero no sabía qué había querido decir. Estaba decepcionado.
—Y mi viejo...¿cómo está? 
Él...está mal. Ayer se cagó a piñas con Cruz, en el bar de Mario. Hoy pasé a buscarlo para venir con él pero no estaba, y no sé donde estará ahora. No lo termina de entender...y yo tampoco. No te puedo mentir.
                El hijo del Capitán de las Fuerzas Defensoras parecía derrotado. Un inocente sintiéndose culpable. Cerró sus ojos, y supo lo que tenía que decir.
Leo...me tenés que prometer algo. La noche anterior al castigo, tenés que venir a verme.
—No hace falta prometerlo. Voy a estar acá.
—Si, pero necesito que hagas algo cuando vengas. Lo haría yo, pero no puedo.
—¿Qué cosa?
—No puedo permitir que el punto final de mi vida lo ponga un tipo cualquiera. Si tiene que pasar, preferiría que lo hagas vos.
                El perro de Diego comenzó a ladrar. La visita había terminado. 
                Leonardo Castilla salió del pasillo, impactado. Su amigo podía pedirle muchas cosas, pero esta vez se trataba de algo imposible. Mientras caminaba hacia su hogar, las palabras de Juan retumbaban en su cabeza. Lo veía escuálido, vencido, derrotado, hablando de su muerte, como si se tratase de apagar una vela. Leonardo aún pensaba que el hijo del Capitán de las Fuerzas Defensoras era inocente, y ese pensamiento no lo desterraría nunca de su cabeza. El problema estaba en demostrarlo, objetivo que veía cada vez más lejos. Sin embargo, pensándolo bien, el asesinato era algo justo. Juan no quería morir a manos de un verdugo (porque no se puede seguir llamando "vida" luego de que te amputen lengua, piernas y brazos), cuyo trabajo consiste en cortar cabezas sin remordimiento alguno. Un verdugo era el encargado de terminar con vidas culpables, aunque sea, en su mayoría, y él no lo era. Tenía, en cierta medida, sentido. Pero asesinar a un amigo era una tarea que estaba lejos de ser fácil. En el camino a casa, Leonardo discutía consigo mismo lo que debía hacer. No tenía las agallas necesarias, la valentía no era una de sus mayores cualidades, y menos aún cuando se trataba de acción física. 
                Era algo imposible, pero el cielo parecía más oscuro que hace días anteriores. Permanecía inmóvil, sin nubes, eternamente negro. La blanca luna iluminaba con la fuerza de un hombre agonizante, casi nula. Era el único adorno en el cielo. Algunas leyendas decían que la única manera de sobrevivir a la demencia, al quedarse uno en la oscuridad, era mantenerse observándola, sin desviar la vista siquiera por unos segundos. 
                Leonardo logró ver, a lo lejos, su hogar. La iluminaba con su linterna (algunos preferían llevar una linterna, otros preferían llevar antorchas. La diferencia entre los costos de ambas cosas eran mínimos, cada uno llevaba lo que le parecía más cómodo), se encontraba a unos metros. Cuando entró, sintió el calor reconfortante del fuego, brillante, en la chimenea, que lo abrazó como una madre a su hijo. Estaba por cerrar la puerta de entrada, cuando notó que, en el suelo, había una carta. Se sorprendió, y, luego de unos segundos, la levantó del suelo. 


"La respuesta está en el día a día.

 J.C. lo agradecerá"


                Alguien quería que Leonardo descubra la verdad.

miércoles, 9 de abril de 2014

Capítulo 3 - Siete

—¿Cuándo se llevará a cabo la sentencia?
                Máximo seguía vagando por Aires, sin destino, con su mente en otra parte. Cada paso que daba representaba un desafío, y la impotencia lo golpeaba en cada exhalación. No quería imaginar lo que harían con su hijo, el mismo que tuvo en sus brazos hace ya muchos años. Tenían una buena relación, y, cada tanto, salían a cazar juntos. "¿Habré tenido algo que ver?", dijo para sus adentros. Sacó rápidamente ese pensamiento de su cabeza. "¿Y si es inocente?". Eso esperaba, eso creía. Pero, ¿quién querría inculpar a Juan, y por qué? Era solo un joven más, no tenía ningún talento especial, mucho menos tenía enemigos.
—En una semana— dijo Esteban Garrido, la voz del consejo—. Si no fuese por su padre, estaríamos cortando su cabeza ahora mismo. La justicia es igual para todos, pero creímos que, gracias a la importancia del capitán de las Fuerzas en nuestro pasado, en el pasado de todo Aires, debíamos ser un poco más sutiles.
                Miles de murmullos corrían por el Salón. La mayoría estaba de acuerdo con la sentencia, sólo una pequeña parte del grupo reunido allí pensaba que la muerte debía caer sobre el acusado, y en ese mismo instante.
—Me parece justo, otra vez. Guardias, llévenlo a la Celda de la Espera. Luego de una semana, nos reuniremos todos aquí, otra vez.
                Juan no pudo contener sus lágrimas. Se puso de rodillas y, con sus manos, cubrió su cabeza, como si sirviese de algo. Estaba destruido, roto por dentro, y pronto lo estaría por fuera. Casi pudo sentir el calor del hacha, cortando sus extremidades sin piedad.  Tenía solo siete días por vivir, ya que casi nadie había logrado sobrevivir a esa condena, aplicada pocas veces tiempo atrás. Su respiración se entrecortaba, sentía más y más calor. Todo comenzó a tambalearse, el mundo daba vueltas y cambiaba de color. Se desmayó.
                Despertó en su celda, con la puerta abierta, en la oscuridad. Había una linterna negra en el suelo, también negro. La levantó. Salíó al pasillo, y, con cautela, avanzó por él, extrañamente vacío. El silencio era demencial. Una ráfaga de viento mudo logró chocar contra él, jugó con su largo pelo y provocó que entrecierre los ojos. Caminó alrededor de veinte pasos, de la manera más lenta posible, con suma atención. Llegó al final del pasillo, esperando cruzarse con el guardia que vigilaba la puerta, pero no había ni puerta, ni guardia. Estaba fuera de la Celda de la Espera, solo, con su linterna. ¿Qué estaba pasando? La Celda se encontraba a las afueras de los límites de Aires, un territorio peligroso. Estuvo unos segundos parado allí, preguntándose qué hacer, cuando vio a su bicicleta, desplazándose sola por las calles vacías, prohibidas. Al segundo, se largó a correr, tratando de alcanzarla. Cada paso que daba lo alejaba un poco más, sus pasos quemaban, sus piernas ardían. Estiró sus manos en un intento inútil, y gritó con furia, como si sirviese de algo. La bicicleta se alejaba más y más, hasta llegar a tal punto que era inalcanzable con la visión.
                Juan despertó, y, ésta vez, en la vida real. Su celda estaba cerrada. La celda en la que pasaría la última semana de su vida.
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                El bar estaba ubicado a unas diez cuadras del Salón del Consejo, veinte cuadras atrás de la frontera norte. En su interior había una mesa de pool, que cumplía la función de una mesa normal, aparte de la típica barra y los bancos. Había pasado un día después del juicio. Si no fuese por el cantinero y dos personas más, el lugar estaría vacío. Ubicado a espaldas del cantinero, sobre las bebidas, había una TV. Un objeto del pasado.
—Cántero. Me dijo Cránade que me necesitabas— dijo Cruz, el guardia de las Fuerzas que apresó a su hijo, al entrar en el bar—.
—El jefe de vigilancia te mintió, creo que lo menos que necesito es un recordatorio viviente. Pero, ya que estás acá, conversemos.
                Ambos pidieron un whiskey.
—No siento placer alguno al ser tu compañía, Máximo. Sabés como es la justicia con los asesinos.
—Sé muy bien como es la justicia con los asesinos— la ira tomaba fuerza en su voz—, pero mi hijo no es uno de ellos.
—¿No confiás en mi?— dijo con sarcasmo Cruz— Es una lástima. Pensaba que, quizás, podíamos ser amigos.
                El capitán de las Fuerzas Defensoras golpeó la mesa, aunque deseaba golpear a la persona que tenía delante. La furia, cual fuego, consumía su cuerpo. Quedaron unos segundos observándose, en silencio. La tensión paralizaba la atmósfera. El cantinero estaba en la otra esquina de la barra, observando con atención, con temor.
—¿Cómo encontraste a mi hijo?
—¿Cuántas veces querés escucharlo? ¿No te cansás?
—Te hice una pregunta. Sos mi subordinado.
                Cruz inspiró profundamente, exhaló, y luego de unos segundos, habló.
—Estaba patrullando, a caballo, por La Autopista, hacía rato ya. No pasaba nada, como de costumbre, ni un alma. Había niebla, y cuando la niebla me permitió hacerlo, vi un movimiento raro, a lo lejos. Resultó que era tu hijo. Recuerdo que había una bicicleta, y él estaba con un puñal en la mano, antes de dejar caer su linterna por razones que no sé. Cuando la linterna cayó, vi al cadáver por unos segundos. Apagué la mía y me acerqué en silencio, a oscuras. Lo poco que veía era gracias a la luna. Lo desmayé de un golpe en la cabeza, esperé a que pase una carreta de las Fuerzas y volví.
—No esperes que te crea. Eras el único testigo.
—Es matemática. Un tipo con un puñal, y otro tipo muerto, en el piso. No es difícil, ni siquiera para vos.
                Máximo no respondió. Se limitó a observarlo, intentando controlarse. Inhaló profundamente, exhaló, y continuó hablando, con una sonrisa leve, forzada, en su rostro.
—Sos...un tipo interesante, Cruz. Tenés un puesto, digamos, de mierda. Y, sin embargo, nunca te quejaste. Ni una sola vez. Si, sos nuevo, llegaste hace poco, pero todos y cada uno de los que estuvieron en tu lugar vinieron a quejarse conmigo. Formás parte de las Fuerzas Defensoras, pero patrullás La Autopista, que es como si limpiases el baño cuando vamos a cagar. Cuando vamos a cagar los que tenemos puestos de verdad. Entonces, ¿qué querés en Aires?
—¿Qué quiero? Justicia. Orden. Quiero que, todos los que derramen sangre en esta ciudad, paguen de la misma manera. También quiero comida y cama, cuando las necesite. Techo. No tener hijos.
                Las palabras cortaban el aire. Surgió el silencio, otra vez. Bebieron de sus vasos.
—Hay algo que me parece bastante...raro. Vos llegaste acá hace dos años, ¿no? No me respondas, me acuerdo bien. ¿Conocés a Pardo y Pérez? Si, los conocés. Debés acordarte de sus hijas, de cuando las mataron. No hay habitante en Aires que no se acuerde.
—Sí...pero no. No entiendo adónde querés llegar.
—Da la casualidad que, el mismo día que encontraron los cuerpos, fuiste ascendido a las Fuerzas. Las Fuerzas tienen varias ventajas, porque, bueno, arriesgamos nuestras vidas y todo eso. Sin nosotros no existe el orden, y es porque la gente nos respeta. No hace falta que te diga que los que integramos las Fuerzas somos intocables, injuiciables, lo sabés muy bien.
—¿Pensás que las maté? Sos ridículo. Es una casualidad que mueran en ese momento. Es mala suerte. Estás borracho, o confundido, querés escapar de la realidad. Y lo comprendo. Yo estaría así si mi hijo fuese un asesino.
                Ni el cantinero más rápido de Aires hubiese podido evitar el golpe que recibió Cruz. Su ojo izquierdo quedó ciego por unos segundos, mientras caía al suelo e intentaba levantarse. Máximo trató de desenvainar su espada, pero recibió un botellazo en la cabeza, y cayó al suelo. Estando en el piso, arrodillado, con su mano izquierda, trató una línea recta hacia la nariz de Cruz, repetidas veces, hasta que el cantinero logró separarlos. El hombre que apresó a Juan estaba tranquilo, acostado en el suelo, mirando a Máximo, con una fina línea de sangre cayendo por su nariz. Este último estaba incontenible, con el rostro rojo de furia.
—Seis días— dijo Cruz.—. Aprovechá el tiempo que le queda.
                Escupió sangre.
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               Leonardo había conocido a Juan el mismo día que llegó a la ciudad, previo al apagón del sol.  Desde el juicio, en el que su amigo le había dicho que era inocente, y en el mismo que lo condenaron a perder pies, manos, y lengua, había dormido poco y nada. Daba vueltas, en su cabeza, a la situación, ¿su amigo estaba mintiendo? ¿Tantas cosas pasadas por nada? En el caso de ser así, "¿cómo no me di cuenta que era un asesino?", decía para sus adentros. Pero no, era imposible. Juan era incapaz de lastimar a nadie, y, en ese caso extremo, le diría a él. Su...su amigo.
                En el juicio, todos estaban a favor de la condena, excepto una persona. Pardo, el padre cuya hija fue asesinada, miraba al acusado, dubitativo. Mordía sus labios, entrecerraba sus ojos, molesto. Eran gestos casi imperceptibles, todas las demás personas estaban observando al acusado, deseosos de cortar su cabeza con apenas mirarlo, pero él no. Se mostraba ausente.
                Leonardo habló con Pardo, al término del juicio en el Salón del Consejo, intentando pasar desapercibidos en la muchedumbre. El hombre cuya hija fue asesinada, dijo que no era seguro conversar allí. Lo citó a su casa.
—Sabés....a veces, siento que está en su habitación—dijo Pardo, cuando Leo llegó. Estaban sentados en el living, a la luz de las velas—. Puedo sentirla, olerla, incluso escucharla. No puedo mirar espejos por mucho tiempo, mucho menos permanecer a oscuras. Duermo con la luz prendida, y la puerta abierta de par en par. Bueno, no de par en par, pero la puerta abierta, ¿sabés?. No es fácil. No es nada fácil.
                Leo hizo silencio. No sabía qué decir, dejó que fluyera el dolor de su acompañante, que llene la habitación, que salga de su cuerpo. Trató de evitar sentirse afectado.
—No hace falta que digas nada—  agregó el hombre—, estoy hablando en voz alta. Cada vez es más difícil controlarlo. ¿Es incómodo, no?
—¿Qué cosa?
—Estar conmigo, hablar conmigo, compartir una habitación conmigo. Pero no soy yo, quiero decir, no soy yo el problema. Es un conjunto de cosas.
                El joven no entendía. Por segunda vez, calló.
—Vi a Clara...muerta, en un charco de sangre. La encontré así, de un día para el otro, sin poder hacer nada. Nadie pudo hacer nada. Los juicios fueron muchísimos, pero ninguno concluyó en algo importante. Yo sigo sin saber quién fue la persona que mató a mi hija. Alguien la arrancó de mi vida, y no sé quién.
—¿No tenés nada para decirme?— dijo el joven, impaciente— Pensé que íbamos a hablar de mi amigo.
                Dante Pardo estaba mirando hacia el suelo, pero al oír esas palabras, clavó sus ojos en la persona que tenía delante. Lo miró fijo durante unos segundos, sin expresión en su rostro.              
—Creo...creo que si, tengo algo bastante interesante para decirte.
—¿Qué cosa?
                Leonardo reflejaba confusión en su rostro.
—Tené cuidado. Aires parece más insegura cada día.

domingo, 6 de abril de 2014

Capítulo 2 - Errores

                El líder, cuyo apellido era Parsén, observaba, uno a uno, a las personas que formaban la ronda. Él estaba ubicado en el centro de la misma.
—La lista, por favor— exigió—.
                Estaban en uno de los pequeños pueblos, "Veintitrés". El nombre era ese gracias a la cantidad de fundadores del mismo. Un joven se acercó a Parsén y le entregó lo que había pedido.
—¿Alguien tiene idea cuántas personas vivían acá?
                Las cincuenta personas que conformaban la ronda se observaron entre sí. Algunos respondieron "cien", y otros, "doscientos".
—Supongamos que eran ciento cincuenta. Entramos en la oscuridad, y sí, fue arriesgado, pero lo logramos. Poco a poco, fuimos tomando cada una de las vidas de este pueblucho. Sin piedad, sin distinciones; mujeres, hombres, los pocos niños que encontramos. Somos la fuerza de la verdad, los cimientos de la razón.
                Todos asentían. Se podía percibir la unidad que reinaba en el grupo, el sentimiento de comunidad, la fuerza de tener, todos y cada uno de ellos, los mismos motivos, los mismos ideales. En sus manos, sostenían antorchas. Formaban un círculo de fuego.
—Cuando se unieron a mí, a nosotros, ¿realmente pensaban que íbamos a lograrlo? Si me responden con un "si", no sé si sería capaz de creerles. Pero la fuerza de convicción se fue contagiando, penetró adentro de sus cabezas como un balazo en tiempos pasados. Como la luz en la oscuridad.
                Eran cincuenta y uno, y solían ser un "pueblucho", apenas en sus inicios. Pero se dieron cuenta que los unía algo más que la tierra que debían compartir, que el aire que debían respirar. No había mujeres, tampoco niños. Solo había hombres que llevaban a cabo una misión.
—No hace falta que lo repita, pero lo voy a hacer de todas maneras: Fuimos elegidos. Se nos otorgó una misión, y debemos cumplirla. Somos el error, materializado en personas. Somos algo que no debemos seguir siendo. El miedo no nos hace retroceder, la convicción nos une, como si fuésemos hermanos de sangre.
                Empezaban a asomar algunas sonrisas. Leves, casi imperceptibles, diminutas. Disimuladas. Pero ahí estaban. Sabían cómo continuaba el discurso: lo habían oído cientos de veces. Las pausas, los gestos, las frases, los gritos fascinaban a todos por igual.
—La lista dice que tenemos prendas de ropa y provisiones, sumándolas con las que ya teníamos, para vivir un año más. ¿Y saben qué? Vamos a cumplir nuestro objetivo mucho tiempo antes. Sin apurarnos, pero mientras antes, mejor.
                Tiró el trozo de papel al suelo. Escupió sobre él.
—Nuestra supervivencia, y la de todos aquellos que ahora mismo respiran, es un error. En Argentina quedan supervivientes, pero el sol se apagó por una razón. Somos los encargados de enmendar ese error.
                Todos gritaron al unísono. 
                Desde allí, se podía observar la punta del obelisco, más cerca de lo que realmente estaba. Inminente.

viernes, 4 de abril de 2014

Capítulo 1 - El juicio

—Cuénteme lo que pasó.
                El juicio inició a las pocas horas siguientes de la llegada de Juan. Aires estaba conmocionada, nadie tenía piedad con los asesinos, al igual que con los ladrones. Se llevó a cabo en el Salón del Consejo. Las ciudades tenían luz eléctrica en lugares específicos, se debía priorizar ya que los generadores eran escasos. Las casas estaban iluminadas con velas y lámparas de aceite, y las campanas de las iglesias marcaban la hora.
—Estaba de camino a Córdoba, con el objetivo de conocer cada pequeño pueblo en el camino hacia allá— dijo Juan—. Y después, quién sabe, a Entre Ríos...no tenía un destino fijo. Doblé en La Autopista y vi al cadáver. Me mareé, y no recuerdo nada más.
                Cuando la noche se hizo eterna, las olas de suicidio no pararon de aumentar. Fue cuestión de tiempo que las autoridades dejasen de existir, y las provincias fueron volviéndose ciudades, administradas por simples personas con un objetivo claro: Supervivencia, llevada a cabo con orden y prosperidad.
—¿Usted está diciendo que fue incriminado?
—Lo juro por Dios, si es que alguien lo recuerda.
La religión era cosa del pasado para algunos. Las iglesias solo cumplían la función de albergar gente, y nada más. Eran pequeñas comunidades.
—¿Recuerda que su padre, Máximo, es miembro de las Fuerzas Defensoras?
—Sí, lo recuerdo. Es el capitán, no solo un miembro.
— ¿Un padre capitán y un hijo asesino? ¿Siquiera pensó en cómo saldría parado su padre?
—No lo pensé, porque no hice nada. Soy inocente.
                Máximo se encontraba afuera, deambulando por la calle. No podía soportar la presión de ver a su hijo siendo acusado de un asesinato. ¿Su primogénito matando a una persona? Era imposible imaginárselo. Se alejaba más y más del Salón del Consejo, en un intento inútil de olvidar lo que estaba pasando tras esas puertas. Tenía 40 años pero su rostro siempre denotaba juventud...excepto en estos momentos. Miró hacia el obelisco, observándolo todo, decadente. Igual que su futuro.
                Se dirigió hacia el puesto de vigilancia norte, y se paró en el punto exacto en donde había despedido con un abrazo a su hijo. Pudo sentir la calidez del momento pasado por unos segundos, pero todo terminó por desvanecerse. En otra vida, tal vez estaría llorando. Se retiró del mundo por unos segundos, su mente viajó a otra parte, tal vez a otra galaxia, hasta que escuchó una voz.
—Cántero.
                Máximo no había notado la presencia del jefe de vigilancia, Cránade. Estaba en sus cuarenta pero aparentaba treinta, y era el encargado de vigilar la frontera norte. En el sur no había peligro alguno, solo quedaban pequeños pueblos que no representaban una amenaza. Ser capitán de las Fuerzas Especiales era un privilegio mucho más grande comparado con ser jefe de vigilancia, a pesar de ser puestos de trabajo con apenas un escalón de diferencia.
—Cránade. No estoy de humor— dijo de manera hosca—.
—Yo tampoco estaría de humor en tu lugar. ¿Querés hablar con Cruz? Es el que apresó a tu hijo, él y otro más, no me acuerdo quien era el otro. Después del juicio tiene que venir para acá.
—¿Para qué? No, gracias. — el silencio se apoderó de la conversación. Luego de unos segundos, repuso— ¿Vos qué harías en mi situación?
—No tengo idea. No tengo un hijo, y no espero tenerlo, creo que no puedo ayudarte en esto. Mi consejo sería inútil.
—¿Pero serías capaz de matar a alguien de tu propia familia, por tu deber?
—¿Por el deber? No, por el deber no.
                Las fronteras estaban vigiladas para prevenir problemas, los peligros fuera de las ciudades eran de conocimiento popular. Se contaban historias acerca de los Anarquistas, de los Ladrones, y, sobretodo, de los oscuros. Aquellos que quedaban a la deriva, en la oscuridad, durante mucho tiempo. Se decía que, al estar tanto tiempo sin luz, se volvían invisibles, y vagaban por las ciudades buscando morir. Otros comentaban que la oscuridad los absorbía, los desplazaba del mundo de los vivos.

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                El juicio estaba a punto de terminar, el consejo estaba decidiendo qué decisión tomar. La presión que sentía Juan era casi tan grande que podía materializarse. Miradas, gestos y murmullos conformaban la discusión en la mesa concejal, debajo del estrado en el que estaba ubicado el Juez. El acusado permanecía sentado, esposado, a la izquierda del mismo. La organización era extraña, al igual que el juicio en sí, debido a que los defensores y acusadores eran personas comunes. Cada bando exponía su versión de la historia, y el consejo definía si el acusado era culpable o no. El pueblo podía asistir o no, pero al ser el juicio del hijo del capitán de las Fuerzas, el Salón estaba atestado de gente.
                Las personas que integraban el consejo eran Garrido, Santaro, Pérsico, Manader, Pardo, y Pérez. Podían existir rivalidades por decisiones pasadas, por bandos tomados, por comentarios fuera de lugar, pero a la hora del juicio todos debían ponerse del lado de la justicia. Fernando Garrido fue sacerdote antes del apagón del sol, Santaro y Pérsico fueron ex-integrantes de alto rango en las Fuerzas Defensoras, lo que les otorgó un lugar en el Consejo al retirarse, Manader había sido expulsado de los Anarquistas y fue bien recibido en Aires como un gran miembro de la comunidad, y los últimos dos que estaban ubicados allí formaban parte del Consejo por un hecho que no les gustaba recordar: el asesinato de sus hijas. Nadie encontró al culpable, Aires se estremeció cuando ocurrió esto y en el Consejo consideraron prudente incluirlos a ambos en el mismo. A partir de ahí, la Ley de Talión se hizo presente en la ciudad, y la mano dura era constante en los juicios.
                Juan logró ver un rostro amigo entre tanta confusión y ojos acusadores: Leonardo Castilla. Eran amigos desde que tenían memoria, del tipo de amigos que uno puede contar para absolutamente todo. Pasaron mucho tiempo juntos cuando ocurrió el Suceso, su amistad se hizo fuerte como un muro de cemento. Eran partes fundamentales en la vida del otro. Juan, confiaba en que su amigo sabía leer labios, y pronunció las palabras "Soy inocente". Nunca se habían mentido, y ese no era el momento. Leonardo le creyó, o eso demostró en su rostro.
—La víctima, por lo que podemos saber, era un trabajador. Tenía un negocio de ropa, y se dirigía hacia aquí, Aires, luego de viajar por los pequeños pueblos. Lo viste bien vestido, montado en una buena bicicleta, y pensaste que debía tener plata.  Solo vos y él en el medio de la Autopista. ¿Por qué no? Las cosas salieron mal—dijo el acusador—.
—No, no fue así. Lo encontré en el piso, tirado, me incriminaron. No entiendo qué puedo hacer para que me crean.
                Pensó que se largaría a llorar. Una lágrima amagó con salir.
—Tenemos nuestra decisión, señor Juez— dijo Esteban Garrido, representando al Consejo—.
—Soy todo oídos.
—Creemos que es culpable.
—¿Y la sentencia?
—Córtenle las manos para que no mate más. Los pies para que no corra más. Y la lengua para que no hable más.
—Me parece justo— dijo el Juez—.