—¿Cuándo se llevará a cabo la sentencia?
Máximo seguía vagando por Aires, sin destino, con su mente en otra parte. Cada paso que daba representaba un desafío, y la impotencia lo golpeaba en cada exhalación. No quería imaginar lo que harían con su hijo, el mismo que tuvo en sus brazos hace ya muchos años. Tenían una buena relación, y, cada tanto, salían a cazar juntos. "¿Habré tenido algo que ver?", dijo para sus adentros. Sacó rápidamente ese pensamiento de su cabeza. "¿Y si es inocente?". Eso esperaba, eso creía. Pero, ¿quién querría inculpar a Juan, y por qué? Era solo un joven más, no tenía ningún talento especial, mucho menos tenía enemigos.
—En una semana— dijo Esteban Garrido, la voz del consejo—. Si no fuese por su padre, estaríamos cortando su cabeza ahora mismo. La justicia es igual para todos, pero creímos que, gracias a la importancia del capitán de las Fuerzas en nuestro pasado, en el pasado de todo Aires, debíamos ser un poco más sutiles.
Miles de murmullos corrían por el Salón. La mayoría estaba de acuerdo con la sentencia, sólo una pequeña parte del grupo reunido allí pensaba que la muerte debía caer sobre el acusado, y en ese mismo instante.
—Me parece justo, otra vez. Guardias, llévenlo a la Celda de la Espera. Luego de una semana, nos reuniremos todos aquí, otra vez.
Juan no pudo contener sus lágrimas. Se puso de rodillas y, con sus manos, cubrió su cabeza, como si sirviese de algo. Estaba destruido, roto por dentro, y pronto lo estaría por fuera. Casi pudo sentir el calor del hacha, cortando sus extremidades sin piedad. Tenía solo siete días por vivir, ya que casi nadie había logrado sobrevivir a esa condena, aplicada pocas veces tiempo atrás. Su respiración se entrecortaba, sentía más y más calor. Todo comenzó a tambalearse, el mundo daba vueltas y cambiaba de color. Se desmayó.
Despertó en su celda, con la puerta abierta, en la oscuridad. Había una linterna negra en el suelo, también negro. La levantó. Salíó al pasillo, y, con cautela, avanzó por él, extrañamente vacío. El silencio era demencial. Una ráfaga de viento mudo logró chocar contra él, jugó con su largo pelo y provocó que entrecierre los ojos. Caminó alrededor de veinte pasos, de la manera más lenta posible, con suma atención. Llegó al final del pasillo, esperando cruzarse con el guardia que vigilaba la puerta, pero no había ni puerta, ni guardia. Estaba fuera de la Celda de la Espera, solo, con su linterna. ¿Qué estaba pasando? La Celda se encontraba a las afueras de los límites de Aires, un territorio peligroso. Estuvo unos segundos parado allí, preguntándose qué hacer, cuando vio a su bicicleta, desplazándose sola por las calles vacías, prohibidas. Al segundo, se largó a correr, tratando de alcanzarla. Cada paso que daba lo alejaba un poco más, sus pasos quemaban, sus piernas ardían. Estiró sus manos en un intento inútil, y gritó con furia, como si sirviese de algo. La bicicleta se alejaba más y más, hasta llegar a tal punto que era inalcanzable con la visión.
Juan despertó, y, ésta vez, en la vida real. Su celda estaba cerrada. La celda en la que pasaría la última semana de su vida.
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El bar estaba ubicado a unas diez cuadras del Salón del Consejo, veinte cuadras atrás de la frontera norte. En su interior había una mesa de pool, que cumplía la función de una mesa normal, aparte de la típica barra y los bancos. Había pasado un día después del juicio. Si no fuese por el cantinero y dos personas más, el lugar estaría vacío. Ubicado a espaldas del cantinero, sobre las bebidas, había una TV. Un objeto del pasado.
—Cántero. Me dijo Cránade que me necesitabas— dijo Cruz, el guardia de las Fuerzas que apresó a su hijo, al entrar en el bar—.
—El jefe de vigilancia te mintió, creo que lo menos que necesito es un recordatorio viviente. Pero, ya que estás acá, conversemos.
Ambos pidieron un whiskey.
—No siento placer alguno al ser tu compañía, Máximo. Sabés como es la justicia con los asesinos.
—Sé muy bien como es la justicia con los asesinos— la ira tomaba fuerza en su voz—, pero mi hijo no es uno de ellos.
—¿No confiás en mi?— dijo con sarcasmo Cruz— Es una lástima. Pensaba que, quizás, podíamos ser amigos.
El capitán de las Fuerzas Defensoras golpeó la mesa, aunque deseaba golpear a la persona que tenía delante. La furia, cual fuego, consumía su cuerpo. Quedaron unos segundos observándose, en silencio. La tensión paralizaba la atmósfera. El cantinero estaba en la otra esquina de la barra, observando con atención, con temor.
—¿Cómo encontraste a mi hijo?
—¿Cuántas veces querés escucharlo? ¿No te cansás?
—Te hice una pregunta. Sos mi subordinado.
Cruz inspiró profundamente, exhaló, y luego de unos segundos, habló.
—Estaba patrullando, a caballo, por La Autopista, hacía rato ya. No pasaba nada, como de costumbre, ni un alma. Había niebla, y cuando la niebla me permitió hacerlo, vi un movimiento raro, a lo lejos. Resultó que era tu hijo. Recuerdo que había una bicicleta, y él estaba con un puñal en la mano, antes de dejar caer su linterna por razones que no sé. Cuando la linterna cayó, vi al cadáver por unos segundos. Apagué la mía y me acerqué en silencio, a oscuras. Lo poco que veía era gracias a la luna. Lo desmayé de un golpe en la cabeza, esperé a que pase una carreta de las Fuerzas y volví.
—No esperes que te crea. Eras el único testigo.
—Es matemática. Un tipo con un puñal, y otro tipo muerto, en el piso. No es difícil, ni siquiera para vos.
Máximo no respondió. Se limitó a observarlo, intentando controlarse. Inhaló profundamente, exhaló, y continuó hablando, con una sonrisa leve, forzada, en su rostro.
—Sos...un tipo interesante, Cruz. Tenés un puesto, digamos, de mierda. Y, sin embargo, nunca te quejaste. Ni una sola vez. Si, sos nuevo, llegaste hace poco, pero todos y cada uno de los que estuvieron en tu lugar vinieron a quejarse conmigo. Formás parte de las Fuerzas Defensoras, pero patrullás La Autopista, que es como si limpiases el baño cuando vamos a cagar. Cuando vamos a cagar los que tenemos puestos de verdad. Entonces, ¿qué querés en Aires?
—¿Qué quiero? Justicia. Orden. Quiero que, todos los que derramen sangre en esta ciudad, paguen de la misma manera. También quiero comida y cama, cuando las necesite. Techo. No tener hijos.
Las palabras cortaban el aire. Surgió el silencio, otra vez. Bebieron de sus vasos.
—Hay algo que me parece bastante...raro. Vos llegaste acá hace dos años, ¿no? No me respondas, me acuerdo bien. ¿Conocés a Pardo y Pérez? Si, los conocés. Debés acordarte de sus hijas, de cuando las mataron. No hay habitante en Aires que no se acuerde.
—Sí...pero no. No entiendo adónde querés llegar.
—Da la casualidad que, el mismo día que encontraron los cuerpos, fuiste ascendido a las Fuerzas. Las Fuerzas tienen varias ventajas, porque, bueno, arriesgamos nuestras vidas y todo eso. Sin nosotros no existe el orden, y es porque la gente nos respeta. No hace falta que te diga que los que integramos las Fuerzas somos intocables, injuiciables, lo sabés muy bien.
—¿Pensás que las maté? Sos ridículo. Es una casualidad que mueran en ese momento. Es mala suerte. Estás borracho, o confundido, querés escapar de la realidad. Y lo comprendo. Yo estaría así si mi hijo fuese un asesino.
Ni el cantinero más rápido de Aires hubiese podido evitar el golpe que recibió Cruz. Su ojo izquierdo quedó ciego por unos segundos, mientras caía al suelo e intentaba levantarse. Máximo trató de desenvainar su espada, pero recibió un botellazo en la cabeza, y cayó al suelo. Estando en el piso, arrodillado, con su mano izquierda, trató una línea recta hacia la nariz de Cruz, repetidas veces, hasta que el cantinero logró separarlos. El hombre que apresó a Juan estaba tranquilo, acostado en el suelo, mirando a Máximo, con una fina línea de sangre cayendo por su nariz. Este último estaba incontenible, con el rostro rojo de furia.
—Seis días— dijo Cruz.—. Aprovechá el tiempo que le queda.
Escupió sangre.
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Leonardo había conocido a Juan el mismo día que llegó a la ciudad, previo al apagón del sol. Desde el juicio, en el que su amigo le había dicho que era inocente, y en el mismo que lo condenaron a perder pies, manos, y lengua, había dormido poco y nada. Daba vueltas, en su cabeza, a la situación, ¿su amigo estaba mintiendo? ¿Tantas cosas pasadas por nada? En el caso de ser así, "¿cómo no me di cuenta que era un asesino?", decía para sus adentros. Pero no, era imposible. Juan era incapaz de lastimar a nadie, y, en ese caso extremo, le diría a él. Su...su amigo.
En el juicio, todos estaban a favor de la condena, excepto una persona. Pardo, el padre cuya hija fue asesinada, miraba al acusado, dubitativo. Mordía sus labios, entrecerraba sus ojos, molesto. Eran gestos casi imperceptibles, todas las demás personas estaban observando al acusado, deseosos de cortar su cabeza con apenas mirarlo, pero él no. Se mostraba ausente.
Leonardo habló con Pardo, al término del juicio en el Salón del Consejo, intentando pasar desapercibidos en la muchedumbre. El hombre cuya hija fue asesinada, dijo que no era seguro conversar allí. Lo citó a su casa.
—Sabés....a veces, siento que está en su habitación—dijo Pardo, cuando Leo llegó. Estaban sentados en el living, a la luz de las velas—. Puedo sentirla, olerla, incluso escucharla. No puedo mirar espejos por mucho tiempo, mucho menos permanecer a oscuras. Duermo con la luz prendida, y la puerta abierta de par en par. Bueno, no de par en par, pero la puerta abierta, ¿sabés?. No es fácil. No es nada fácil.
Leo hizo silencio. No sabía qué decir, dejó que fluyera el dolor de su acompañante, que llene la habitación, que salga de su cuerpo. Trató de evitar sentirse afectado.
—No hace falta que digas nada— agregó el hombre—, estoy hablando en voz alta. Cada vez es más difícil controlarlo. ¿Es incómodo, no?
—¿Qué cosa?
—Estar conmigo, hablar conmigo, compartir una habitación conmigo. Pero no soy yo, quiero decir, no soy yo el problema. Es un conjunto de cosas.
El joven no entendía. Por segunda vez, calló.
—Vi a Clara...muerta, en un charco de sangre. La encontré así, de un día para el otro, sin poder hacer nada. Nadie pudo hacer nada. Los juicios fueron muchísimos, pero ninguno concluyó en algo importante. Yo sigo sin saber quién fue la persona que mató a mi hija. Alguien la arrancó de mi vida, y no sé quién.
—¿No tenés nada para decirme?— dijo el joven, impaciente— Pensé que íbamos a hablar de mi amigo.
Dante Pardo estaba mirando hacia el suelo, pero al oír esas palabras, clavó sus ojos en la persona que tenía delante. Lo miró fijo durante unos segundos, sin expresión en su rostro.
—Creo...creo que si, tengo algo bastante interesante para decirte.
—¿Qué cosa?
Leonardo reflejaba confusión en su rostro.
—Tené cuidado. Aires parece más insegura cada día.
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