lunes, 28 de julio de 2014

Capítulo 8 - Acuerdo de prevención

                La niña que había observado, sin haber comprendido la mitad, lo sucedido en la casa de Dante Pardo, se encontraba en el balcón correspondiente a su departamento, cuando su madre se sentó a su lado. Había olvidado que debía haberse ido a acostar hace algunos minutos. 
                Su madre se llamaba Anahí. Anahí Maner. Tenía treinta y tantos, y vivía por su hija.
¿Por qué estás acá todavía, Sol?—dijo.
                Sol no respondió. Se incorporó y caminó hasta su habitación, para meterse en la cama e intentar dormir. Anahí se arrodilló a un costado de la misma y acarició la cabeza de su hija, hasta que ambas quedaron dormidas. Sol soñó con ella misma, sosteniendo un fósforo encendido que se apagaba lentamente, hasta esconderse en la más espesa oscuridad.
-
                El reloj marcó las siete de la mañana, pero Clara ya estaba despierta. Su imagen era la de una mujer que padecía cansancio, a pesar de haber dormido de manera excelente durante las últimas horas. Con su cuchara, dibujaba círculos en el café negro. Mauricio Rodriguez despertó sobresaltado, como si hubiese sufrido una pesadilla. Se besaron, con expresión indiferente, y cada uno inició el día(1)  a su manera. Tenían muy en claro que las próximas horas podían ser muchísimas cosas, excepto fáciles. En el caso de que la tormenta fuese real, debían actuar rápido y reducir las muertes al menor número posible. Se había establecido que el -denominado- acuerdo de prevención debía durar entre tres y siete días; pero ¿y si la tormenta llegaba después? ¿O en medio del proceso? Los resultados serían catastróficos. Era un plan que no podía fallar. Aires no se lo podía permitir.
                Clara subió al altillo. La gente común no lo sabía, pero existían restos de la sociedad moderna (desde pilas hasta electrodomésticos -inútiles-) ubicados en distintos puntos de seguridad de la Ciudad, protegidos con soldados de las Fuerzas Defensoras. Las reservas útiles llegaron a Aires gracias a los grupos de Exploradores (Miembros de las Fuerzas Defensoras enfocados únicamente en la recolección). Eran enviados en casos especiales-cuando el Gobernador lo pedía-a transitar las calles que no pertenecían a la Ciudad ni tampoco a las pequeñas ciudades; debían saquear los hogares y negocios que, en algún momento del pasado, pertenecieron a una persona común y corriente. Las reservas útiles podían ser utilizadas por aquellos que ocupaban cargos privilegiados en Aires, y también por las personas que requerían un objeto en particular para su oficio. La mujer del Gobernador tomó un par de pilas para introducirlas dentro del despertador y se retiró a su biblioteca, aunque no tenía interés en leer palabra alguna. Buscaba algo de paz antes de la tormenta.
                El gobernador de Aires se encontraba en la Sala Principal, mirando a través de la ventana. El movimiento, en la Ciudad, era nulo; nada extraño, considerando el horario. Se sentía arrepentido; pensaba que debía haber escrito las impresiones que tenía, con respecto al acuerdo de prevención, en su diario, pero ya era tarde. Un rugido emitido por su estómago le comunicó que debía desayunar, pero lo único que logró ingerir fue un pequeño sorbo de café. Los nervios comenzaban a repercutir en su cuerpo, y eso no era algo que podía suceder. 
                Máximo Cántero despertó minutos antes de oír la alarma del despertador. Desayunó y se vistió con su uniforme correspondiente. Había llegado al extremo de vivir en modo automático; se sentía incapaz cada vez que respiraba. Se acostumbró a la tristeza, se acostumbró a encerrarse dentro de su propio sótano, e ir a todas partes con el traje de depresión puesto sobre su piel. Dentro de su cabeza habitaba, sin descanso, la expresión en el rostro de Juan, noches atrás, cuando se vieron por última vez. Para aquellos que eran juzgados y penados con cualquier tipo de castigo, la ley permitía dos visitas: una de ellas días antes al castigo establecido, y una última visita horas antes de que este ocurra. En Aires, todos eran iguales ante la ley. Al Capitán de las Fuerzas Defensoras, en estas circunstancias, le resultaba algo difícil de cumplir. 
                Al despertar el día de hoy, se sintió diferente. Tomó su café mientras caminaba por toda la casa, incapaz de mantenerse quieto, como si fuese un niño pequeño. El acuerdo de prevención debía ponerse en marcha dentro de unas horas. Un plan ideado, en su mayoría, por él. Necesitaba una luz que ilumine su túnel, y esta era la oportunidad perfecta para lograrlo. Aunque podría ocurrir lo contrario; podía romper algunos de los pocos focos que quedaban en él. En todo caso, los nervios se sumaban a su cóctel de sentimientos. Terminó su café con lentitud.
-
                Media hora más tarde, todos los integrantes del Consejo Mayor se encontraban en la Sala Principal. El Gobernador, Cántero, Cránade, Clara y Palacios. Debían repasar los últimos detalles: el acuerdo de prevención estaba por volverse realidad.

—Nunca habíamos hecho nada como esto. Pero es algo que debe hacerse, por obligación. Es nuestra única opcióndijo Mauricio Planeamos cada detalle. Si todos hacen lo que tiene que hacer, nada debería salir mal. Los próximos días van a ser difíciles, eso no es ninguna noticia.
                Los integrantes del Consejo Mayor esperaban palabras que sean capaces de tranquilizarlos. Todos observaban a Mauricio mientras hablaba, excepto Clara; ella dirigía su mirada hacia el suelo. El Gobernador continuó.
Aires nació en las sombras, pero hoy es la llama que brinda calor a la vida de miles de personas. No es perfecta, está lejos de serlo en varios sentidos, pero ¿es necesaria la perfección cuando, incluso, el universo entero te da la espalda? ¿Es necesaria la perfección después de ver caminar a la muerte? Yo digo que no. Pero tampoco me conformo con lo mínimo: hoy vamos a demostrar por qué llevamos este lugar sobre nuestros hombros. 
-
                Máximo Cántero se subió a la plataforma ubicada delante del Obelisco. Cuando fue capaz de observar con atención, se percató de la magnitud de los hechos: Miles de soldados de las Fuerzas Defensoras, de manera extremadamente ordenada, sobre la avenida 9 de Julio. Se dividían en dos columnas, una sobre su izquierda, y otra sobre su derecha. Las columnas se dividían en bloques formados por cien soldados cada uno, y un superior, elegido por Máximo, los comandaba. "Miles de personas al mando de un hombre que no supo guiar a una sola", pensó el Capitán. "¿Qué pasa cuando las ganas y el amor no son suficientes?".
El acuerdo de prevención se pone en marcha ahora mismo— dijo por megáfono, luego de apagar cerebro y corazón.
                Los soldados se dieron vuelta de manera casi coreográfica y cada bloque marchó hacia el lugar donde debía ir. La Ciudad se veía como el interior de un hormiguero: el continuo movimiento parecía capaz de apagar todas las llamas de Aires. Era una suerte de caos en orden. Aquellos que debían ser mudados esperaban en la puerta de su hogar, portando grandes bolsos con todo aquello que se podía perder en el caso de que llueva. Así como era un plan difícil para los que ocupaban altos cargos en la Ciudad, también lo era para los ciudadanos comunes y corrientes. Debían convivir durante algunos días con completos desconocidos, comunicarse con ellos y, tal vez, sufrir maltratos. Era acostumbrarse, durante un corto período de tiempo, a una vida completamente diferente. 
                Los más chicos lloraban al ver a tanta gente en las calles, temían al descontrol. Los más grandes no lo hacían, pero también tenían miedo: era muy difícil que, gracias al azar, una familia que debía ser mudada, termine en el hogar de un conocido. Y temer a lo desconocido es algo tan humano como respirar.
                Durante unos segundos, Máximo pensó que Aires parecía tan débil como una rama de un árbol muerto, a punto de quebrarse. 
                Descendió de la plataforma y comenzó a hacer su recorrido por las calles, verificando que todo esté bien. Los únicos soldados que no se encontraban participando en el acuerdo de prevención eran los encargados de proteger las Fronteras, los puntos de reservas útiles, el hogar de todos los integrantes del Consejo Mayor y todas las patrullas acompañantes de estos mismos. Máximo pensaba que, cada joven que pasaba a su lado, tenía un aspecto demasiado familiar. Se sentía algo mareado. Frotó sus ojos con fuerza.
                El Gobernador de la Ciudad, Mauricio Rodriguez, se encontraba en la Sala Principal, observando, desde lejos, cómo se realizaba la reubicación de una parte de la población. Debía quedar a cargo de la Ciudad, en su despacho, tranquilo, lejos de la acción, y eso era algo que no le gustaba en lo más mínimo. Cruzar sus brazos era lo último que prefería hacer en estos casos, pero era el puesto que le había tocado. La paciencia no formaba parte de sus cualidades. 
                De un segundo para otro, sintió una leve presión sobre el pecho y se vio obligado a sentarse. Comprobó si su pulso estaba entre los parámetros correctos y se dedicó a respirar profundo durante unos minutos. Después, miró la palma de sus manos prestando suma atención; como si su vida dependiera de eso. Esto último era lo que le preocupaba: su vida, y el futuro de Aires. Temía que todo su esfuerzo haya sido en vano, y temía con el temor de cada uno de los habitantes. Temía por Aires, como si él fuese un niño haciendo una casa de naipes en pleno invierno, sobre el banco de una plaza vacía. 
                Odió un poco el gran reloj. Y a todos los demás también. El movimiento de las agujas era un continuo recordatorio del tiempo que se le escapaba de las manos, como si fuese arena que podía haber convertido en oro puro. Sintió que mientras miraba la Ciudad desde su ventana, la muerte se sentaba en su despacho a ocupar su lugar. 
                Daniel Cránade se encontraba en la frontera norte. Mientras se esté llevando a cabo el acuerdo de prevención no solo debía trabajar en esa zona, también tenía que hacerlo en las otras fronteras. Con su mano derecha sostenía una planilla; en la misma, escrita con lapicera azul, se hallaba una lista donde figuraban los nombres de las personas que salían y entraban de la Ciudad por el norte. En los días -noches- pasados, las jornadas laborales habían sido bastante tranquilas, sin nada fuera de lo habitual. Mientras vigilaba que todos los soldados cumplan su función, Daniel recordó al Capitán de las Fuerzas Defensoras, parado sobre la plataforma delante del obelisco, dando la orden de inicio. Pensó en Máximo. Máximo Cántero. El Primer Defensor de la Ciudad, la luz que nos protege, el hombre que es capaz de dejar clavada su espada en el viento. Daniel escupía en esas palabras. En la Primera Invasión lucharon codo a codo, pero los lazos que solían unirlos se desvanecieron en el aire. Durante unos segundos, dejó volar su imaginación. Se imaginó a él mismo, al mando de las Fuerzas Defensoras.

              Anahí Maner se encontraba en el lobby del edificio. Los bolsos en su espalda pesaban como mil piedras en una mochila, pero no tenía a nadie que los cargase por ella. Sol se aferraba a su cintura, temiendo extraviarse. El frío bailaba en las calles, pero dentro del lobby, al estar amontonada con varias personas más, esto no sucedía. 
                El gran reloj marcaba las 7 de la tarde. La niña había tenido un día tranquilo, no estuvo caracterizado por su inquietud. Grandes bloques de personas caminaban por las calles de la Ciudad, como animales en manada buscando su protección, mientras los soldados de las Fuerzas Defensoras los administraban. 
                Un soldado con rostro avejentado se acercó a la puerta del hotel. 
Mi nombre es Máximo Cántero—dijo. Hagan una fila; hombres a la derecha, mujeres y niños a la izquierda, y síganme. 
                Con timidez, todos empezaron a ordenarse. Las filas iban tomando su forma, hasta que Sol comenzó a llorar, abrazada a la cintura de su madre. El llanto parecía capaz de romper los vidrios de toda la Ciudad. Pataleaba con fuerza, con terror verdadero. Las otras personas en el lobby no sabían qué hacer; se miraban con intriga. El Capitán de las Fuerzas Defensoras se acercó a la niña pero solo logró que ésta grite con más fuerza. De la boca de la niña salían las palabras "no quiero ir con los monstruos".
                Mientras el descontrol reinaba dentro del hotel, afuera del mismo sucedía algo parecido. Un bloque se había detenido sobre la vereda de enfrente; el soldado que los guiaba estaba tardando demasiado. Había entrado en una casa y no había salido durante varios minutos. En las calles, el murmullo hacía presencia, y algunos no dudaban en sospechar. Varias familias se tomaban de las manos, mientras clavaban su mirada en la puerta del hogar.
                El soldado salió del lugar. Sin compañía. El bloque de personas no tardó en abalanzarse sobre él, agobiándolo con sus preguntas. Se abrió paso entre ellos y llegó a la puerta del hotel, donde Máximo Cántero esperaba a que una madre tranquilice a su hija.
—Capitán. Mientras escucha estas palabras, trate de poner su mejor cara de póker. No queremos asustar a nadie— dijo el soldado.
—Dígame.
—¿Recuerda que Leonardo Castilla no se encontraba en su casa? ¿Ni tampoco Alejandro Scerro?
—Si, me acuerdo. Trabajan juntos. No sé dónde estarán.
—Capitán, Scerro se encuentra en la casa de Dante Pardo. 
¡¿Qué hace ahí?!
—Ahora no hace nada, pero en algún momento de la tarde, asesinó a Dante. Y viceversa. Los dos están muertos. 
—Por lo tanto, tenemos problemas.
—Si, Capitán.
—Hay que manejar esto de la manera más disimulada posible. Cuando termines con este bloque, mandá a algún cadete confiable a preguntar a las Fronteras si Leonardo Castilla salió de la Ciudad. Lo más probable es que haya salido. Lo importante es saber en qué horario. Mandá a otro cadete al Centro de Operaciones, quiero saber si alguien vio o escuchó algo durante la tarde, o la noche; no podemos saber cuándo pasó todo eso. No puede ser que nadie haya visto nada.
—Está bien. Pero no podemos esperar a terminar de reubicar a todas las personas. Ahora, en este momento, tenemos que hacer algo, ¿no? ¿Capitán, qué hacemos?
¿Cómo que qué hacemos? Ahora hacemos silencio.

1: Algunas personas habían abandonado la costumbre de nombrar la palabra "día" luego del Incidente.

domingo, 6 de julio de 2014

Capítulo 7 - Renacimiento

                Una niña, de no más de siete años, miraba por la ventana de su deteriorado edificio. Estaba ubicada en el piso seis (eran doce en total), aunque se encontraba a una altura considerable. El paso del tiempo y el poco cuidado repercutieron en la construcción, tornándolo color gris. Esta niña solía sentarse en su balcón, a mirar el cielo, antes de dormir, mientras trataba de imaginar cómo era el "sol" del que tanto hablaba su madre. Dentro de su cabeza, lo imaginaba haciendo su aparición por el este, "el lado izquierdo del planeta", (así le había enseñado su progenitora) bañando con su luz todo aquello que su vista le permitía ver. Los árboles renacían, así como también las flores, vistiendo colores que las personas nacidas en la oscuridad no conocían, repletos de vida. La niña tampoco conocía estas cosas, lo que le otorgaba, a su imaginación, libertad sin límites. Las imaginaba de todas formas, colores y tamaños. Las calles se poblaban de personas felices, riendo y bailando sin cesar.
                Aunque, en la noche pasada, sus ojos estuvieron ocupados en otra tarea. 
Cinco minutos. Ni más ni menos— le había dicho su madre. Ella asintió.
                Se retiró al balcón, cuando escuchó ruidos, provenientes de la calle. 
                La niña veía, pero no entendía, lo que estaba sucediendo.Todavía era muy pequeña como para darse cuenta que una patrulla de las Fuerzas Defensoras galopaba hacia una casa aparentemente común y corriente, ubicada enfrente del edificio donde habitaba desde su nacimiento. No era la primera vez que los veía pasar. La niña tampoco se había percatado, pero la cuadra en donde vivía fue patrullada, de manera excesiva, durante la última semana. Una antorcha, encendida, yacía en la vereda. Sintió escalofríos, supo que algo extraño estaba sucediendo. 
                Galopaban formando una suerte de flecha; el jinete que iba a la cabeza portaba una antorcha en su mano izquierda, iluminando el camino. Vestía un uniforme distinto al de los demás: en lugar de predominar el color azul marino, con una franja blanca que trazaba una diagonal (de izquierda a derecha) sobre la casaca (azul marino), con botones blancos y botas -militares- altas (negras), era íntegramente azul. El fuego de la antorcha dejaba una estela sutil, como una huella en arena, a punto de ser borrada por el mar. La patrulla de las Fuerzas Defensoras estaba conformada por cinco hombres. La niña no lo comprendió al verlo, pero uno de ellos, sin bajarse del caballo, atravesó, con su espada, la espalda de un joven que parecía estar escondido. Murió sin notar su presencia. ¿Por qué los soldados de las Fuerzas Defensoras asesinando gente inocente? El jinete descendió del caballo, y subió el cadáver al mismo, cubriéndolo con una manta negra. Los otros cuatro integrantes de las Fuerzas Defensoras también descendieron de sus caballos, con velocidad y precisión casi milimétrica. La niña no logró observar esto, pero el jinete que iba a la cabeza (ahora, a pie) arrojó su antorcha al interior del hogar, a través de una ventana, iluminándolo. Luego, sacó su espada, y se adentró en la casa, a través de la ventana. Los otros tres integrantes de las Fuerzas Defensoras hicieron lo mismo. El asesino del joven aguardó, nervioso. 
                La niña tampoco sabía esto (era imposible que lo supiera), pero el soldado que estaba íntegramente vestido de azul era Cruz, el mismo que apresó a Juan Cántero. Cuando Cruz se adentró en el hogar de Dante Pardo, Leonardo Castilla ya no estaba allí.
                
                No sabía si fue a causa de los nervios, el miedo, la desesperación, o un cóctel de todos los anteriores, pero luego de salir por la ventana trasera de Dante Pardo, Leonardo Castilla corrió como nunca en su vida. Sus pies se movían sobre el asfalto gris, apoyándolos durante las milésimas necesarias para no perder el equilibrio y continuar, veloz como una lágrima al caer. Mientras corría, su mano derecha salpicaba pequeñas gotas de la sangre del anciano que acababa de asesinar, no sin antes mezclarse con su transpiración. 
                La casa de Dante Pardo estaba ubicada a, aproximadamente, treinta cuadras de la frontera oeste(era la frontera más cercana). Leonardo no pensaba ni emitía sonido alguno: era un robot, un conjunto de huesos y demás, configurado únicamente para desplazarse de la manera más rápida posible. Las pocas personas que cruzó, miraron extrañados al joven que alteraba la "normalidad" en las calles de Aires. Cuando sus piernas comenzaron a pedirle descanso, su cabeza se despejó. Fueron algunos segundos, suficientes para pensar con claridad. Llegó a la conclusión de que, posiblemente, Dante Pardo tenía razón: era hombre muerto. Había escapado de una emboscada, si, pero involucraba a las Fuerzas Defensoras -o una parte de ellas- y eso significaba que, al menos en Aires, nunca volvería a estar seguro. Sería buscado, encontrado y juzgado, ganándose el repudio de todos los habitantes de la ciudad, por asesinar al pobre anciano cuya hija había muerto. Estaba seguro que, si comentaba lo que realmente había sucedido, nadie le creería; al pueblo le interesa la verdad que más se amolda a lo que piensa. Leonardo suponía que todo esto ocurría por estar relacionado con Juan, pero seguía sin saber qué había hecho su amigo para ganarse tantos enemigos. ¿Por qué, las Fuerzas Defensoras, cuyo máximo líder era Máximo Cántero, querrían tenderle una trampa al hijo del jefe?¿O, tal vez, Máximo, por alguna razón, buscaba la muerte de su hijo? Eliminó todo pensamiento (absurdo o no) de su cabeza  y se dedicó a mantenerla en blanco, y, por lo tanto, a salvo, mientras continuaba escapando de su muerte. Muerte. La muerte, tan viva en estos días. 
                Cuando faltaban diez cuadras para llegar a la frontera, sus piernas empezaron a pedir ayuda, un poco más que la vez anterior. Respirar se volvía una tarea un poco complicada. Ya no corría a un ritmo rápido, el cansancio no se lo permitía. Estaba dejando todo atrás: viejas amistades, conocidos, enemigos, amores. No tenía familia, no sabía qué había sido de ellos, se había criado en un orfanato. Pero todo eso ya no importaba. A partir del momento en el que escapó del hogar de Dante Pardo, su pasado no debía significar nada; no existía, había desaparecido. Leonardo Castilla ya no existía.
                La frontera oeste se encontraba a una cuadra de distancia. Al divisarla, el joven buscó un lugar para esconderse, durante unos minutos, con el objetivo de recomponerse. Se percató de que ya nadie lo seguía: "¿Se habrán rendido?", pensó, extrañado. Cuando su ritmo cardíaco volvió a la normalidad, se acercó a los hombres que vigilaban la frontera oeste. 
                Las fronteras eran calles comunes y corrientes; los autos, abandonados e inútiles, fueron usados para crear una suerte de "muralla", la cual impedía la intrusión ilegal a la Ciudad. Se extendía alrededor de todo Aires, excepto en los puntos de entrada/salida. Los puntos en los que se podía salir y/o entrar de la ciudad eran cuatro, uno en cada punto cardinal. 
                El joven pensaba que era imposible que la noticia de su escape haya llegado antes que él. O eso deseaba. ¿Y si supieron dónde se dirigía y, de alguna manera, hicieron llegar la información antes que él llegue allí? ¿O, como plan B, antes de realizar la (fallida) emboscada, alertaron a los soldados de las fronteras, diciéndoles que no dejen pasar a un joven llamado "Leonardo Castilla"? Si eso pasó realmente, el joven se había dirigido a su propia muerte.
Identificación, por favor.
                Al entregar su documentación, respiró profundamente. Fijó toda su atención en los ojos del soldado de las Fuerzas Defensoras, buscando algún indicio, una prueba, una alarma. Una señal que comunique que, evidentemente, escapar fue inútil; que su muerte era algo inevitable. Un escalofrío recorrió su cuerpo, de pies a cabeza, de solo pensarlo. Los músculos de sus piernas se tensaron, duros como el cemento. La espera era un puñal clavándose en sus entrañas.
—¿Tiene pensado volver?dijo el soldado, aprobando su salida. 
                El joven que, en algún momento, fue Leonardo Castilla, sintió un alivio inmenso. Estaba a diez pasos de salvar su vida. Aunque sea, de momento. Una leve sonrisa se dibujó en su rostro, imperceptible para cualquier otra persona. 
Esa es una decisión que tengo que consultar con mi almohada, soldado—respondió.
                 Compró una antorcha y alquiló un viaje -a caballo- hacia el pueblo más cercano, cuyo nombre era Veláneo. Luego de recorrer algunos kilómetros, el joven rompió en llanto. Abrazaba cada lágrima; era una señal que le indicaba que seguía vivo. 
                En el viaje, miró un par de veces hacia atrás. Cuando oía susurros.