Una niña, de no más de siete años, miraba por la ventana de su deteriorado edificio. Estaba ubicada en el piso seis (eran doce en total), aunque se encontraba a una altura considerable. El paso del tiempo y el poco cuidado repercutieron en la construcción, tornándolo color gris. Esta niña solía sentarse en su balcón, a mirar el cielo, antes de dormir, mientras trataba de imaginar cómo era el "sol" del que tanto hablaba su madre. Dentro de su cabeza, lo imaginaba haciendo su aparición por el este, "el lado izquierdo del planeta", (así le había enseñado su progenitora) bañando con su luz todo aquello que su vista le permitía ver. Los árboles renacían, así como también las flores, vistiendo colores que las personas nacidas en la oscuridad no conocían, repletos de vida. La niña tampoco conocía estas cosas, lo que le otorgaba, a su imaginación, libertad sin límites. Las imaginaba de todas formas, colores y tamaños. Las calles se poblaban de personas felices, riendo y bailando sin cesar.
Aunque, en la noche pasada, sus ojos estuvieron ocupados en otra tarea.
—Cinco minutos. Ni más ni menos— le había dicho su madre. Ella asintió.
Se retiró al balcón, cuando escuchó ruidos, provenientes de la calle.
La niña veía, pero no entendía, lo que estaba sucediendo.Todavía era muy pequeña como para darse cuenta que una patrulla de las Fuerzas Defensoras galopaba hacia una casa aparentemente común y corriente, ubicada enfrente del edificio donde habitaba desde su nacimiento. No era la primera vez que los veía pasar. La niña tampoco se había percatado, pero la cuadra en donde vivía fue patrullada, de manera excesiva, durante la última semana. Una antorcha, encendida, yacía en la vereda. Sintió escalofríos, supo que algo extraño estaba sucediendo.
Galopaban formando una suerte de flecha; el jinete que iba a la cabeza portaba una antorcha en su mano izquierda, iluminando el camino. Vestía un uniforme distinto al de los demás: en lugar de predominar el color azul marino, con una franja blanca que trazaba una diagonal (de izquierda a derecha) sobre la casaca (azul marino), con botones blancos y botas -militares- altas (negras), era íntegramente azul. El fuego de la antorcha dejaba una estela sutil, como una huella en arena, a punto de ser borrada por el mar. La patrulla de las Fuerzas Defensoras estaba conformada por cinco hombres. La niña no lo comprendió al verlo, pero uno de ellos, sin bajarse del caballo, atravesó, con su espada, la espalda de un joven que parecía estar escondido. Murió sin notar su presencia. ¿Por qué los soldados de las Fuerzas Defensoras asesinando gente inocente? El jinete descendió del caballo, y subió el cadáver al mismo, cubriéndolo con una manta negra. Los otros cuatro integrantes de las Fuerzas Defensoras también descendieron de sus caballos, con velocidad y precisión casi milimétrica. La niña no logró observar esto, pero el jinete que iba a la cabeza (ahora, a pie) arrojó su antorcha al interior del hogar, a través de una ventana, iluminándolo. Luego, sacó su espada, y se adentró en la casa, a través de la ventana. Los otros tres integrantes de las Fuerzas Defensoras hicieron lo mismo. El asesino del joven aguardó, nervioso.
La niña tampoco sabía esto (era imposible que lo supiera), pero el soldado que estaba íntegramente vestido de azul era Cruz, el mismo que apresó a Juan Cántero. Cuando Cruz se adentró en el hogar de Dante Pardo, Leonardo Castilla ya no estaba allí.
No sabía si fue a causa de los nervios, el miedo, la desesperación, o un cóctel de todos los anteriores, pero luego de salir por la ventana trasera de Dante Pardo, Leonardo Castilla corrió como nunca en su vida. Sus pies se movían sobre el asfalto gris, apoyándolos durante las milésimas necesarias para no perder el equilibrio y continuar, veloz como una lágrima al caer. Mientras corría, su mano derecha salpicaba pequeñas gotas de la sangre del anciano que acababa de asesinar, no sin antes mezclarse con su transpiración.
La casa de Dante Pardo estaba ubicada a, aproximadamente, treinta cuadras de la frontera oeste(era la frontera más cercana). Leonardo no pensaba ni emitía sonido alguno: era un robot, un conjunto de huesos y demás, configurado únicamente para desplazarse de la manera más rápida posible. Las pocas personas que cruzó, miraron extrañados al joven que alteraba la "normalidad" en las calles de Aires. Cuando sus piernas comenzaron a pedirle descanso, su cabeza se despejó. Fueron algunos segundos, suficientes para pensar con claridad. Llegó a la conclusión de que, posiblemente, Dante Pardo tenía razón: era hombre muerto. Había escapado de una emboscada, si, pero involucraba a las Fuerzas Defensoras -o una parte de ellas- y eso significaba que, al menos en Aires, nunca volvería a estar seguro. Sería buscado, encontrado y juzgado, ganándose el repudio de todos los habitantes de la ciudad, por asesinar al pobre anciano cuya hija había muerto. Estaba seguro que, si comentaba lo que realmente había sucedido, nadie le creería; al pueblo le interesa la verdad que más se amolda a lo que piensa. Leonardo suponía que todo esto ocurría por estar relacionado con Juan, pero seguía sin saber qué había hecho su amigo para ganarse tantos enemigos. ¿Por qué, las Fuerzas Defensoras, cuyo máximo líder era Máximo Cántero, querrían tenderle una trampa al hijo del jefe?¿O, tal vez, Máximo, por alguna razón, buscaba la muerte de su hijo? Eliminó todo pensamiento (absurdo o no) de su cabeza y se dedicó a mantenerla en blanco, y, por lo tanto, a salvo, mientras continuaba escapando de su muerte. Muerte. La muerte, tan viva en estos días.
Cuando faltaban diez cuadras para llegar a la frontera, sus piernas empezaron a pedir ayuda, un poco más que la vez anterior. Respirar se volvía una tarea un poco complicada. Ya no corría a un ritmo rápido, el cansancio no se lo permitía. Estaba dejando todo atrás: viejas amistades, conocidos, enemigos, amores. No tenía familia, no sabía qué había sido de ellos, se había criado en un orfanato. Pero todo eso ya no importaba. A partir del momento en el que escapó del hogar de Dante Pardo, su pasado no debía significar nada; no existía, había desaparecido. Leonardo Castilla ya no existía.
La frontera oeste se encontraba a una cuadra de distancia. Al divisarla, el joven buscó un lugar para esconderse, durante unos minutos, con el objetivo de recomponerse. Se percató de que ya nadie lo seguía: "¿Se habrán rendido?", pensó, extrañado. Cuando su ritmo cardíaco volvió a la normalidad, se acercó a los hombres que vigilaban la frontera oeste.
Las fronteras eran calles comunes y corrientes; los autos, abandonados e inútiles, fueron usados para crear una suerte de "muralla", la cual impedía la intrusión ilegal a la Ciudad. Se extendía alrededor de todo Aires, excepto en los puntos de entrada/salida. Los puntos en los que se podía salir y/o entrar de la ciudad eran cuatro, uno en cada punto cardinal.
El joven pensaba que era imposible que la noticia de su escape haya llegado antes que él. O eso deseaba. ¿Y si supieron dónde se dirigía y, de alguna manera, hicieron llegar la información antes que él llegue allí? ¿O, como plan B, antes de realizar la (fallida) emboscada, alertaron a los soldados de las fronteras, diciéndoles que no dejen pasar a un joven llamado "Leonardo Castilla"? Si eso pasó realmente, el joven se había dirigido a su propia muerte.
—Identificación, por favor.
Al entregar su documentación, respiró profundamente. Fijó toda su atención en los ojos del soldado de las Fuerzas Defensoras, buscando algún indicio, una prueba, una alarma. Una señal que comunique que, evidentemente, escapar fue inútil; que su muerte era algo inevitable. Un escalofrío recorrió su cuerpo, de pies a cabeza, de solo pensarlo. Los músculos de sus piernas se tensaron, duros como el cemento. La espera era un puñal clavándose en sus entrañas.
—¿Tiene pensado volver?—dijo el soldado, aprobando su salida.
El joven que, en algún momento, fue Leonardo Castilla, sintió un alivio inmenso. Estaba a diez pasos de salvar su vida. Aunque sea, de momento. Una leve sonrisa se dibujó en su rostro, imperceptible para cualquier otra persona.
—Esa es una decisión que tengo que consultar con mi almohada, soldado—respondió.
Compró una antorcha y alquiló un viaje -a caballo- hacia el pueblo más cercano, cuyo nombre era Veláneo. Luego de recorrer algunos kilómetros, el joven rompió en llanto. Abrazaba cada lágrima; era una señal que le indicaba que seguía vivo.
En el viaje, miró un par de veces hacia atrás. Cuando oía susurros.
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