martes, 30 de diciembre de 2014

Capítulo 13 - Siempre dicen la verdad

               Anahí Maner volvía a su casa luego de una jornada laboral. Se encontraba exhausta, hace varios meses la Ciudad se había convertido en un caos: el asesinato del Gobernador provocó un revuelo enorme. La desaparición de Máximo Cántero también. Lo creían rehén, retenido en algún pueblucho, en penumbra, mientras sus secuestradores pensaban qué hacer con él. Las Fuerzas Defensoras y ambos Consejos trabajaban sin descanso; ningún crimen quedaba sin resolver, las patrullas rondaban las calles como nunca antes, y todos los días salían pelotones hacia las afueras de la Ciudad en búsqueda del Capitán. Pero volvían con las manos vacías, tan vacías como ese lugar en el alma donde se guarda la esperanza: la esperanza que tenían los habitantes de encontrarlo.


               Máximo se encontraba a oscuras, como rehén, pero estaba en una de las Celdas de la Espera, aguardando la decisión de Clara, o Cránade, o ambos. Quizás el Consejo Mayor entero estaba entrado de su situación. Era imposible saberlo. 

               No tenía nada que perder, su hijo ya no se encontraba en este mundo, (aunque solía escucharlo cuando cerraba sus ojos), había sido reemplazado en su puesto de trabajo (permanentemente) y, si lograba escapar, sería para vivir una vida de vagabundo. Los más altos cargos de una Ciudad habían sido atacados, uno muerto, el otro desparecido, y lo más obvio que podía hacer Clara era dar la alarma a las demás ciudades. Claro que corría un riesgo: si Máximo lograba escapar, podía contar la verdad a las autoridades de otras ciudades y crear un problema bastante incómodo. Al parecer, confiaba en los encargados de la vigilancia del ex-Capitán. De todas formas, si sobrevivía, debía mantenerse alejado de toda autoridad.

               Aún así, la idea de la muerte lo aterraba completamente, borraba todo rastro de tranquilidad en su cuerpo y  llenaba sus pulmones de aire que asfixiaba. Todo era mejor que la muerte.

               Anahí estaba cerrando la puerta de su departamento cuando vio a su hija correr a recibirla con un abrazo. La niñera era una mujer joven, que trabajaba cobrando menos de lo que debería. Era amiga de Ana. Luego del abrazo madre-hija, se saludaron con amabilidad.
               Soledad prácticamente vivió allí durante los últimos meses. Sol, la hija de Ana, la veía como una segunda madre. Comenzó siendo una niñera común y corriente, empezando a trabajar cuando Ana tomó el trabajo en el Consejo, pero luego se volvió indispensable en la familia Maner.
—¿Cómo te fue hoy?—dijo Soledad.
—Igual que ayer. Tratando de hacer las cosas bien. El problema está en si lo hago o no.
—¿Pasó algo en especial?
—Nada, lo mismo de siempre. Quieren culpables a toda costa. La gente del pueblo, las víctimas de los robos, quieren ver a alguien encerrado. Alguien muerto, si son más cínicos. Creo que inconscientemente saben que hicieron caer a un gil cualquiera, los del Consejo estoy seguro que sí, pero nadie abre la boca. Si seguimos así, en unos años vamos a ser veinte habitantes en todo Aires.
—Poco a poco vamos cambiando las cosas.
—Demasiado poco diría yo. 
               Sol se había ido a la pieza. Reconocía cuando debía retirarse. "Son cosas de grandes", le habían dicho una vez.
—Las cosas no van a quedar así, Ana.
               Salieron al balcón. 
              Enfrente del departamento se encontraba el lugar que, en algún momento, fue el hogar de Dante Pardo.
—¿Nada nuevo de tu parte?—dijo Anahí.
—Es posible. Por ahora no está nada confirmado. 
—Preferiría no saberlo, entonces. No quiero falsas esperanzas.
—Está bien, como quieras.
—Lo único que podemos hacer es esperar, ¿no?
—¿Qué?
—Me pareció raro que no lo hayas dicho. La frase esa. La decís siempre, no sé si te diste cuenta.
—Estaba esperando un poco más para decirlo.
               Ana estaba cansada de esperar. Quería actuar. Estaba cansada de ver pasar a la mentira, a la injusticia, a los secretos, por delante de sus ojos. Soledad era más cauta. La madre de Sol había esperado demasiado. Parecían haber pasado años desde que Soledad le contó lo que había dicho su hija. La Gobernadora había salido a aclarar que Dante había sido asesinado por un NN, pero ella sabía la verdad, sabía que una patrulla de las Fuerzas había irrumpido en su casa. Sabía que alguien había logrado escapar. Sabía que las Fuerzas Defensoras (quizás el gobierno entero) andaban en algo sucio. Cuando Soledad le informó de la existencia del Frente de Resistencia, ambas decidieron comunicar lo sucedido. Parecía haber pasado un siglo desde que comenzó a trabajar en el Consejo como infiltrada. Desde que formó parte de la creación del plan para destituir a Clara y a Cránade del Gobierno de Aires.

sábado, 20 de diciembre de 2014

Capítulo 12 - Ayuda


               La mesa parecía una representación física de la ironía.

               De un lado de la misma se encontraba Máximo. Del otro lado, Clara. Clara y su escopeta.
               La separación, es decir, el espacio entre ellos, era algo ficticio. Algo irreal. No podían estar mas cerca entre sí.
—Tenés un minuto para contarme todo— dijo Clara. Su tono era seco, sin denotar emoción alguna.
—Necesitaba hablar con él, a solas. Sabía que no me esperaba.
—Tenías razón.
—Supuse que la conversación iba a ser algo...acalorada. No quería interrupciones. Era algo que debía hablarse sin cortes, de un tirón. Y era importante estar a solas.
               No estaba mintiendo: tal vez estaba omitiendo hechos, pero nada inventado había salido de su boca. Crear una historia totalmente falsa habría sido mucho mas difícil, todavía se encontraba ebrio y su cabeza no paraba de latir. Estar concentrado en sus futuras palabras era su máxima prioridad.
—Me creía capaz de intuir la reacción del Gobernador. Iba a asustarse, a intentar alejarse de mi. Pensé y pensé hasta que supe dónde podía encontrarlo para hablar tranquilos. Primero pensé en la biblioteca.
—Conocés cada rincón de la casa. Me había olvidado de ese detalle.
—Sí.
—Tu función era protegerlo. Protegernos.
—Lo sé.
—Asesinado por su protector. Quién lo diría.
—Supongo que no voy a ser el empleado del mes, ¿no?—dijo él, sarcástico.
               No pretendía ser gracioso. Tampoco lo había sido. El rostro de Clara se había convertido en una roca, y su paciencia estaba abriendo la puerta de la Sala Principal, decidida a abandonar el salón.
               La cabeza de Máximo estaba en llamas. Debía concentrarse, pero el mareo golpeaba como una ola gigante a un barco indefenso en medio de una tormenta. No podía tener otro traspié. Volver a equivocarse no era una opción.
—Era difícil encontrarlo en la biblioteca. Estamos en plena madrugada. Después pensé en la terraza. Pero talvez había algún que otro guardia fumando o perdiendo el tiempo. Decidí esconderme en el baño, y esperar. 
—Sí...
—Cuando entró, sus ojos se abrieron de par en par. No intentó mediar palabra. Se abalanzó sobre mí, forcejeamos y caí al suelo. Intenté hablarle pero no contestaba. Estaba ciego, de furia, de terror, no lo sé. Me incorporé rápido, y, para cuando se abalanzó sobre mi, yo ya había sacado la espada. Tenía que protegerme. Términó clavada en su pecho.
—¿Dijo algo él?
—No. Nada.
—¿No tenés nada mas para agregar?
—Sí. Fue un accidente. Y que no quiero morir, por favor. Si es posible.
               Clara entró en modo decisión. Máximo lo notó en su rostro, era una expresión que reconocía de las reuniones del Consejo Mayor. Se quedaba en silencio y esperaba a que todos hablaran antes que ella. Esperaba al silencio, al agotamiento de ideas, generalmente decía la última palabra. Era una mujer inteligente. Eso había beneficiado a la Ciudad hasta ahora, pero a Máximo no le gustaba en estos momentos: sabía cuál sería la decisión de una mujer inteligente. Una mujer inteligente lo asesinaría.
               No sería de un escopetazo ahí mismo. Sería una ejecución, nada demasiado formal, a puertas cerradas, talvez esta misma noche. Máximo tenía una idea de la relación entre ella y el Gobernador, no eran capaces de matar por amor. Cántero no había matado a su marido, había matado al Gobernador de la Ciudad de Aires. Y ambos eran capaces de matar por ella.
               La escopeta miraba al Capitán, recostada sobre la mesa con expresión relajada.
—El pueblo —dijo Clara— no lo puede saber. La gente común no lo puede saber. Sería un desastre que se enteren de esto. "Los altos cargos de la Ciudad se están matando entre sí". Esto no sale de acá. 
               Era extraño. Por un momento, Máximo pensó que estaba hablando en tono interrogante, haciéndolo partícipe de lo que decía hacer, dándole lugar en la opinión. Vio la esperanza de sobrevivir una noche más. 
               Parecía oír el mismo tono de voz que en las reuniones del Consejo.
               Clara abrió los ojos de par en par. Se había percatado de algo.
—No podés morir. Ahora sos el Gobernador de Aires.
               Máximo se sorprendió. Respiró profundamente, y el oxígeno que entró en su cuerpo lo tranquilizó. 
—¿Qué hacernos con el cuerpo y qué comunicamos al resto de los mortales?—agregó ella.
               Respiró profundamente, por segunda vez. Pensó en su hijo, en la justicia, en miles de cosas y en ninguna en particular. Pensó que estos últimos 8 dias habían sido los peores de su vida, pero finalmente encontraba algo de luz.
               Pensó. Su cabeza seguía dando vueltas, pero la tranquilidad que le brindaron las palabras de Clara sirvieron para concentrarse.
—Podemos decir que viajó. Comunicamos que salió de viaje. Había conflictos en las fronteras, otra vez, como hace una semana. Después emitimos un comunicado, explicando que los atacaron y él no volvió.
—¿Los atacaron?
—A su pelotón.
—Eso significaría involucrar a más gente. —Salió solo, a medianoche. Cuando salieron a buscarlo los guardias, ya estaba muerto.
               Clara consideró la idea. 
—Vos te encargás de llevar el cuerpo—agregó ella.
—No hay problema.
—Llevá un carromato. 
—¿Ahora tiene que ser?
—Ya.
               El Capitán de las Fuerzas Defensoras tuvo una idea. Pensó en escapar. Dejar todo atrás. Comenzar una nueva vida, alejada de la Ciudad de Aires, la más importante en estos dias, la que tanto le costó formar. En el camino lo decidiría, tenía varias horas de viaje hasta llegar al lugar de los conflictos en las afueras de Aires.
—Antes de la diez de la mañana te quiero acá—dijo Clara.
               Máximo asintió.
               Respiró profundamente. El mareo era controlable. Los nervios comenzaban a abandonar su cuerpo. Después de tanta oscuridad, había logrado encontrar algo de luz. Quizás no era necesario escapar, quizás todo se estaba encaminando naturalmente, quizás la tormenta ya había pasado. Vio un futuro tranquilo. La última semana parecía haber durado meses, meses de sufrimiento y dolor. 
               Se levantó de la mesa. 
               Caminó hacia la puerta. 
               Todo estaba bien, todo estaba en calma. Todo estaba demasiado bien. 
               El silencio era voraz. Su mano derecha encontró el picaporte frio de la puerta. Sintió que le había dado corriente.
               La puerta, al abrirse, rechinó con bravura.
               Máximo se giró hacia su izquierda, antes de salir, para dirigirle una última mirada de agradecimiento a Clara. Un gesto formal y necesario. Ella, tranquilamente, estaba en todo su derecho de matarlo ahí mismo. Y no lo hizo. Quizás por los momentos vividos, quizás en beneficio de la Ciudad, quizás porque no era lo suficientemente fuerte como para acabar con la vida de una persona. En fin, era lo menos que podía hacer. Pero ella no estaba a allí. Estaba detrás suyo.
               Cuando el Capitán lo notó, ya era demasiado tarde. Ella le propinó un golpe con la escopeta y Máximo cayó al suelo, desmayado.
              Cránade se encontraba del otro lado de la puerta.
—Máximo Cántero, estás bajo arresto— dijo.
—Y gracias por la ayuda, Máximo —agregó Clara.

domingo, 14 de diciembre de 2014

Capítulo 11 - Tenemos que hablar

                La cera de las velas se derretía con la lentitud de alguien que espera algo que no va a pasar. 
                Una resurrección, por ejemplo. 
                La sangre se extendía por el blanco piso del baño del hombre muerto. Sin saberlo, hace unos instantes y hasta quién sabe cuándo, los habitantes de la Ciudad estaban viviendo en anarquía. Máximo dejó caer la espada y logró realizar una acción que no había hecho en las últimas horas: pensar con claridad. ¿¡Qué había hecho!?
                Con esfuerzo, puso al cadáver dentro de la bañera, para evitar que la sangre pase por debajo de la puerta y sea capaz de alertar a cualquier guardia que camine cerca de allí. Costó, y mucho, el Gobernador no era una persona delgada, estaba bastante lejos de serlo. 
                Ahora ya no era nada. 
                Debió mantenerse aferrado a la pared, sus piernas parecían tener ganas de ceder. Se mojó la cabeza y miró al espejo durante unos segundos. ¿Qué iba a hacer ahora? Seguía sintiendo un leve zumbido en sus oídos; su corazón latía con la fuerza del galope del caballo más veloz del mundo corriendo por su vida. Se miró, pero, en el reflejo, no se encontró. ¿O si?
                Había asesinado a un hombre. Un hombre que, en algún momento del pasado, fue su compañero, su amigo, su conciencia, su aliento. Su estructura. Hace siete días atrás, cuando se quedó de brazos cruzados y mirando desde lejos, cuando decidió no intervenir en el conflicto de su hijo, ocurrió una metamorfosis. Desde ese momento, el Gobernador se convirtió en otra cosa. Se convirtió en asesino, en ladrón de felicidad, en ciego a elección. Su presencia no era más que un recordatorio de un futuro que no va a ser y cada palabra suya era un obstáculo para su no-pensar: se había convertido en un traidor. Y los traidores merecen morir. ¿O no? 
                Rompió en llanto. Su cabeza se partía en dos, se abría al medio y afloraban tantos sentimientos a la vez que ninguno se podía separar y distinguir con claridad, se unían y fundían en una mezcla extraña, densa, incomprensible. Una mezcla oscura.
                Volvían las dudas, como olas de un mar intranquilo, férreo, que amenazaba con inundar la ciudad. ¿Qué decir? ¿Qué decirle al Consejo Mayor? ¿Qué decirle a Clara? ¿Qué decirle al pueblo? Había roto aquellas reglas que no se podían romper y seguir todo igual, aquellas en las que había creído hasta hace unos momentos atrás, aquellas reglas que se había impuesto él mismo. Máximo Cántero era un asesino. Máximo Cántero era un asesino, pero era inteligente, y entendía qué era lo peor. Lo peor no era haberse emborrachado. Lo peor no era haber entrado en la casa del ex-Gobernador. Lo peor no era asesinar a quien había sido su amigo; esconderse en su baño, aguardar, y asesinarlo. Lo peor podría haber sido la muerte de su hijo; podría, pero no. Lo peor no fue clavar la espada en su pecho, vaciarle el alma, baldear el suelo con su sangre y pisarla hasta manchar sus propios pies. Lo peor de todo es que no se sentía mal por hacerlo.
                Rompiendo el silencio, sucedió algo que lo arrancó de su nebulosa mental: escuchó pasos del otro lado de la puerta. 
                ¿Los soldados? Eran sus subordinados. ¿Clara? Ella sí era un problema. Clara era un problema de los grandes, no solo por ser la mujer (viuda) del cadáver dentro de la bañera, también era una persona inteligente. Máximo pensó qué debía hacer con ella; en realidad, pensó si debía asesinarla o no, pero esto último quedó en segundo lugar en el podio de sus prioridades mentales; existía algo de lo que no se había percatado. Los soldados no eran sus únicos subordinados. Aquel que le seguía al cargo de Gobernador, aquel que debía asumir cuando este muriese, era el Capitán de las Fuerzas Defensoras. Todos eran sus subordinados. Todos estaban bajo su poder. 
                Máximo Cántero: mal padre, asesino, y actual Gobernador de la Ciudad de Aires.

                Los pasos se desvanecieron.
                Lavó sus manos y su cara, ambas repletas de sangre. El uniforme se había pegado a su piel y sus piernas parecían tener que soportar una tonelada sobre ellas. Tomó su espada y la limpió también. Respiró, trató de calmarse, se habló a sí mismo dentro de su cabeza. Pero la voz que escuchó no provino de su cabeza.
No trates de hacer nada raro. Tenés diez segundos para salir. 
Clara estaba del otro lado de la puerta, con una escopeta en sus manos.
                Máximo no respondió. 
                Silencio. 
Diezdijo ella. 
                La cabeza de Máximo empezó a trabajar con todas sus fuerzas. ¿Debía agarrar la espada?
Nueve. 
                No. ¿Estará sola?
Ocho. 
                No podía saberlo. ¿Qué debía decir?
Siete. 
                Fue un accidente. 
Seis. 
                Sí. Fue un accidente, estaba en shock y todo pasó muy rápido.
Cinco. 
                Estaba demasiado en shock.
Cuatro. 
                ¿Iba a morir?
Tres. 
                No tenía interés en hacerlo.
Dos. 
                Ningún interés. 
Uno. 
                Máximo abrió la puerta con lentitud, y luego levantó sus manos. Evidentemente, era Clara, y tenía una escopeta.
Caminá despacio—dijo la mujer. 
                Ella retrocedió, él la siguió, dando un paso cada dos segundos.
—¿Está muerto?—agregó.
—Las cosas salieron mal. Nunca fue mi intención. 
                La conversación era pausada. El silencio invadía rápidamente todo el lugar, llenando cada espacio, cada rincón.
Dame tu espada. 
Está en el baño. 
—¿Hiciste todo con tu espada? 
Sí. Fue un accidente. 
Me imagino. 
                Clara no creía en las mentiras de Máximo. 
—¿Qué vas a hacer?dijo él. 
—¿Qué? 
—¿Qué vas a hacer conmigo? 
Estoy considerando las posibilidades. 
Podés hacerlo sin apuntarme. 
—¿Es una orden? 
Era una pregunta. 
Mi respuesta es negativa, Capitán. 
                No había soldados en ningún lado. No se percibía ningún tipo de movimiento. No se oían pasos. Era extraño. ¿Dónde estaban todos? 
                Una gota de sangre del brazo del Gobernador cayó al suelo, creado un sonido leve, casi imperceptible, pero suficiente para interrumpir el silencio ensordecedor. 
                Máximo se sorprendió. Clara ni se inmutó.
 Tenemos muchas cosas para hablar, Máximodijo Clara—. Y tenemos todo el tiempo del mundo para hacerlo. Mucho tiempo. Hasta que salga el sol. 
                Se dirigieron a la Sala Principal.

domingo, 14 de septiembre de 2014

Capítulo 10 - "Y allí me refugiaré"

                En algún lugar dentro del mundo de los vivos, un nuevo sol se asomaba. Un sol irreal, ficticio, pero sol al con. El cielo negro y, anteriormente, muerto, estaba poblado de soles irreales, la mayoría de ellos pequeños, lo que le daba a éste algo especial. Eran difíciles de distinguir, la oscuridad atenuaba la luz de los mismos, pero aquellos que miraban con especial atención podían encontrarlos ahí. 
                Las nubes, como agujeros negros que absorbían la claridad, eran incapaces de atenuar la luz de este nuevo sol; pero se encontraba bajo peligro. Existía algo que lo podía destruir: una lluvia. No una lluvia común y corriente, sino una lluvia que nace desde el suelo y se eleva hasta lo más alto, arrasándolo todo a su paso.
                


                Una bolsa de nylon era arrastrada por la calle. No tenía rumbo alguno, no tenía vida propia; el viento se había apoderado de ella y sobrevolaba entre los edificios y las casas de la Ciudad. El Capitán de las Fuerzas Defensoras la vio pasar por delante de la puerta de su casa, mientras intentaba despejarse, perdiendo el tiempo en su terraza. ¿El tiempo? Como arena en sus manos. ¿Dormir? ¿Qué es eso ahora? Lo sabía. Hoy era el día. Tenía los ojos cansados, ojeras que parecían tatuadas y un dolor de cabeza de magnitud gigantesca, adormecedor. Con movimientos arrastrados se dirigió hacia el interior de su hogar, donde miró su reloj. Decidió que era hora de cambiarse y dirigirse hacia el centro de operaciones. ¿Era posible pensar teniendo la cabeza en mil pedazos?

                La tarde de trabajo fue un suplicio. Escuchaba las palabras vacías de personas sin problemas y se sentía ajeno a la realidad. Veía el movimiento lento de humanos que parecían no moverse nunca más; sus bocas y gestos, víctimas de la vida sin sol. Todos aquellos que abrían su boca y pedían una solución parecían tener el mismo rostro, la misma voz... y la misma luz: ninguna luz. No era el mejor día en la vida de Máximo Cántero, porque Máximo Cántero parecía no estar vivo. Era material para pesadilla del peor guión. Hola, qué tal, ¿cuál es su nombre y su problema? El mío es Máximo Cántero. Mi problema es la muerte, y no tiene solución. Las preguntas iban y venían; todos lo miraban con expresión lastimosa, lamentándose por él. Hablaba en un tono sin vida, mientras dirigía su mirada hacia el suelo, evitando cualquier contacto visual. Los días anteriores había vivido en modo automático, pero hoy debía enfrentar la realidad, y la realidad era un choque de continentes desconocidos, antaño separados por océanos gigantes, provocando sismos capaces de eliminar el planeta entero.
                Poco a poco, como gotas de lluvia -ácida- inundando un callejón vacío, el tiempo pasó. La gente ya había entrado y salido de sus casas, ya había transitado las calles, ya había pisado el asfalto de la Ciudad y respirado el aire ya-no-tan-contaminado. Nadie parecía moverse por sí mismo, todos parecían ser movidos por una fuerza mayor, como piezas de ajedrez; un tipo de ajedrez en el que era imposible ganar una partida. Hoy, Juan Cántero debía ser castigado.
                La Celda de la Espera no era una sola celda. La información que el pueblo conocía no era nada precisa, mucho menos su ubicación. Eran cinco celdas (los castigados nunca llegaban a saber esto) repartidas alrededor de las afueras de la Ciudad. Esto era así, en parte, con el objetivo de que siempre haya una celda vacía, pero también por motivos de seguridad. Al ser ignoradas por los ojos del pueblo escatimaban en recursos para protegerlas, es decir, nunca había más de dos guardias por celda, y solo se encontraban allí con la finalidad de evitar el escape del prisionero. Solo unos pocos integrantes de las Fuerzas Defensoras conocían la ubicación de las cinco celdas: aquellos que ocupaban un cargo bastante alto, aquellos en los que se podía confiar plenamente. Máximo las conocía.
                El Capitán de las Fuerzas Defensoras volvió a su hogar, luego de una tarde de trabajo. Si alguna persona le preguntaba qué había hecho en las últimas horas, no hubiera sabido qué responder. Tomó un café con la soledad y esperó a que pase el tiempo. Algunas lágrimas mojaron la mesa.
                Debía ser una ceremonia sencilla.
                Hombres y mujeres se amontonaban delante del Obelisco. Una patrulla enfilaba hacia una de las Celdas de la Espera (la única ocupada). Incluso los pájaros habían detenido su vuelo para dedicar toda su atención al evento por suceder; detectando cada movimiento. El viaje era largo y la patrulla debía pasar desapercibida el mayor tiempo posible, con la intención de evitar problemas en el trayecto. El suelo desgastado de las calles de la Ciudad hacía vibrar al carromato, levantando polvareda a su paso. Dentro del mismo, dos soldados con frentes sudadas, miradas sin cruzarse y ninguna palabra pronunciada en particular. Media hora después, llegaron. Cargaron al vivo-muerto y volvieron. 
                Vallas de seguridad, blancas como la pureza, separaban a la plataforma protagonista del evento, donde sucedería toda la acción, de las personas; de los curiosos, los morbosos, y algunos pocos (la minoría) que se dirigían allí en busca de un acto de justicia. La situación entera y su atmósfera correspondiente se podían definir en una simple oración: Miles de ojos vampiros a la espera. 
                El obelisco, a espaldas de la plataforma, parecía algo vulgar.




¿Estás preparado, Máximo?
—¿Y vos?
—¿Yo qué?
¿Estás preparado para arruinarme?
                El Gobernador no se inmutó. Respondió, impasible.
—Hay cosas que se tienen que hacer. Hay cosas que son irreversibles.
—Estás haciendo algo increíble. Algo difícil. Estás haciendo que las palabras tengan el mismo peso que el aire.
—No empecemos. 
—Vos fuiste el que empezó.
No, tu hijo empezó.
                El carromato que trasladaba a Juan Cántero se encontraba cada vez más cerca.
—Después de esto no podemos seguir jugando a ser amigos.
En algún momento quisiste que el lema de las Fuerzas Defensoras fuera "La noche me aguarda, y allí me refugiaré". Terminamos a las piñas. 
—No cambies de tema.
—A lo que voy es que sé que no sos de quedarte cruzado de brazos. Espero que no hagas ninguna estupidez.
—No te preocupes, no voy a hacer ninguna estupidez.
No creo que sea necesario vigilarte, ¿no?
                Alguien golpeó la puerta e ingresó a la Sala Principal. Se dirigió, de manera excesivamente formal, hacia el Gobernador.
Ya está todo listo.
                Por ley, el Capitán de las Fuerzas Defensoras debía transportar al prisionero hacia el obelisco. La ironía golpeaba violentamente el rostro de Máximo Cántero, haciéndolo sangrar.
                Salió del hogar del Gobernador y se dirigió al carromato, pero padre e hijo no podían comunicarse. La única conexión existente ocurrió mientras subía al carromato; fue una mirada fugaz, húmeda y arrasadora, efímera y eterna a la vez. Encerraron al universo en un puente visual y pedían al tiempo, le rogaban, quedarse ahí. Pero nada mágico sucedió. Máximo subió al carromato sabiendo que era la última vez que vería a su hijo con vida. La impotencia consumió su cuerpo en un segundo, sintió que podía llegar a perder el control. Emprendió el corto viaje hacia el obelisco. Cuando llegó a destino, dándole la espalda al evento, Máximo salió corriendo. Corrió porque sí, porque tenía todas las razones del universo, del universo oscuro y abandonado, porque podía, porque era lo único que podía hacer, porque, en el caso de ser posible, le hubiera gustado llegar al borde del planeta y observar la galaxia, las estrellas y todo lo demás, olvidándose que al único lugar donde llegaría, sería al mismo punto donde empezó. Hay cosas que son irreversibles. Corrió haciéndose camino entre los curiosos, los ojos-de-vampiro, los que acudían al evento sin saber qué pasaba, a contramano del mundo. Corrió hasta entrar a un bar.
                Juan Cántero estaba atado a una silla sobre la plataforma, una suerte de escenario para el evento a suceder. El Gobernador, megáfono en mano, habló.
Estamos en presencia de un acto de justicia. La justicia no tiene límites, y en nuestra Ciudad, se aplica de igual manera para todos. El hombre sentado a mis espaldas no es un ladrón cualquiera, es el hijo del Capitán de las Fuerzas Defensoras, como ustedes sabrán. Pero no solo es "hijo de", también es un asesino.  
                Se creó un leve murmullo entre el público. 
—Estamos en presencia de un acto de justicia.
                Una especie de telón apareció en el escenario. El Gobernador se ubicó delante del mismo, dejando al verdugo y a Cántero hijo a solas, invisibles; y pasó lo que tenía que pasar.



                Madrugada fría, seca. La gente común dormía en sus camas, manteniendo una vela prendida y con fuego calentando su habitación. Algunos durmieron felices, otros no tanto, pero muy pocos ignoraban la noticia actual destacada: el hijo del Capitán de las Fuerzas Defensoras estaba muerto.

                Sentado el banco de madera más astillado, en el rincón menos iluminado, en el bar más alejado del obelisco, se encontraba Máximo Cántero. Una mosca daba vueltas alrededor de su cabeza. Su vaso se vaciaba y se llenaba a los pocos minutos.
                Hombres y mujeres entraban y salían del lugar, ignorando su existencia y la explosión del universo. Reían, se besaban, conversaban, llenaban silencios incómodos con palabras estúpidas y se sentían bien. La mosca seguía allí.
                Juan Cántero estaba muerto. El mundo seguía allí. Y eso lo enfermaba. ¿Cómo continúa esta historia? ¿Por qué el mundo sigue igual, impasible y ciego? ¿Por qué Juan había asesinado a alguien? Un ejército de preguntas abrió fuego contra su cerebro, fusilando, a la vez, a su corazón. Pensó en la vertiente de casualidades que conformaban al universo y meditó durante unos minutos, retorciéndose cada vez más dentro de una espiral de preguntas sin responder y respuestas sin sentido. Los minutos se habían convertido en horas, y cada último vaso se convertía en un el próximo. 
                Máximo no se quedaba cruzado de brazos. El Capitán de las Fuerzas Defensoras salió del bar. 
                Pensaba hacer algo que ya había hecho en el pasado, pero con una leve modificación de los hechos. Esta vez, la ironía jugaba para su equipo, e incluso parecía llevar la cinta de capitán. Caminó a paso lento pero decidido, intentó evitar tambalearse y lo consiguió. Saludó con la cabeza a quien fuera necesario y dejó mostrar algunas de las sonrisas más falsas logradas en toda su vida. Entró al lugar como si estuviera en su propia casa, rodeado de conocidos y subordinados, pero ningún amigo. Conocía cada rincón, cada ruido y cada rutina de vigilancia, aunque esto era innecesario: su estadía allí era más que aceptada. Era partícipe y protagonista de una situación irónica pero las sonrisas verdaderas estaban en el sótano de su cabeza, hoy; se encontraba tan solo como se podía estar. Se escondió y esperó. Hay cosas que son irreversibles. 
—¡¿Qué hacés acá?!— dijo el Gobernador, después de ingresar al baño y encontrarse con Máximo Cántero. 
—La justicia no existe y el mundo es un quilombo— dijo Máximo. Acto seguido, su espada atravesó el pecho del Gobernador de la Ciudad de Aires.
                "La noche me aguarda, y allí me refugiaré", repitió reiteradas veces.

miércoles, 20 de agosto de 2014

Capítulo 9 - Espejando

                La reunión estaba por terminar.
Entonces, el acuerdo de prevención fue llevado a cabo de forma exitosadijo Máximo. Cientos de familias fueron trasladadas temporalmente, a favor de su protección. Como Capitán, debo decir que los soldados están contentos por su labor, aunque también sienten mucho cansancio. Esperemos que hoy sea un día tranquilo. 
                El informe de Máximo Cántero debía ser escuchado por los integrantes del Consejo Mayor, y luego transmitido a los voceros, que deberían comunicar las noticias a los habitantes de la Ciudad. 
Si no hay nada más que decir, todos pueden volver a sus lugares— dijo el Gobernador.
                La Sala Principal se fue vaciando. Pasados algunos segundos, dentro de la misma solo quedaron el Capitán y Mauricio. 
—Gobernador, tenemos que hablar—dijo Máximo.
—Hablemos entonces.
En realidad, hay algo que tengo que contarle acerca de ayer.
—¿Qué pasó?
—Dos muertos. 
—¿Qué?
—Dos muertos y alguien que escapó de la Ciudad. Todavía estamos tratando de descifrar qué pasó con claridad.
                El viento golpeó la ventana de la Sala Principal, como si intentara colarse dentro del lugar. Mauricio escogió sus palabras con la lentitud de una jugada de ajedrez. 
—Quiero repasar los hechos, Máximo. Dos muertos y un fugitivo en mi Ciudad, mientras se lleva a cabo una medida de seguridad a cargo de soldados bajo tu supervisión. 
—Si, así fue.
                El Gobernador se tomó su tiempo en responder. 
La muerte es natural, tan natural como la vida. Tan natural como los problemas. Y el problema no es que hayas actuado como actuaste, el problema es que hayas actuado. Que hayas actuado vos. 
—No había tiempo para reunir al Consejo y discutir. Era una decisión que debía tomarse en el momento. 
No entendés. No estoy hablando de reunir a ningún Consejo. Yo soy el Consejo. Yo soy la Ciudad.
                El rostro de Máximo reflejaba confusión.
¿Seguís sin entender? Tu error fue ignorarme, Capitán.
                El Gobernador de Aires intentaba dominar sus miedos. Pensó que lo estaba logrando. Pero lo único que hacía era esconderlos debajo de la alfombra.
Quiero una explicación—continuó el Gobernador. Una explicación que me contente.
—No podíamos hacer nada más que esperar a que termine el acuerdo de prevención. Con la cantidad de personas en las calles, dar esa noticia hubiese derivado en un caos absoluto.
—No tenés la autoridad para decir cómo actuar en esos momentos.
—No había tiempo para reunir a los del consejo y discutirlo a fondo. Era algo que tenía que ser instantáneo.
No hacía falta ningún consejo, ya te lo dije. Mandabas a algún cadete a preguntarme qué hacer y yo te decía qué carajo hacer. Sos el Capitán de las Fuerzas Defensoras, no gobernás la Ciudad.
—¿Qué hubiese hecho en mi lugar?—respondió Máximo.
—Yo no le hubiese mentido al pueblo.
—No le mentí a nadie.
—Ocultaste información. Es exactamente lo mismo.
—Sigue sin responder a mi pregunta.
—No tengo por qué responder. Es más, puedo dejarte sin trabajo en cualquier momento. Puedo echarte de la Ciudad. Y sin embargo, lo único que hago es decirte que actuaste mal.
—¿Entonces?
—Entonces no quiero que se repita. Yo soy el encargado de tomar las decisiones importantes de la Ciudad. Y esa decisión era importante.
Está bien, Gobernador. No va a volver a pasar. Pero tiene saber que no está discutiendo conmigo. Usted está discutiendo consigo mismo.
                Mauricio llevó sus manos hacia su cabello canoso, acariciando su cabeza. Durante unos segundos, le dio la espalda a Máximo. 
—¿Qué hacemos ahora?— dijo el Gobernador.
—¿Qué hacemos con qué?
—Con los huecos. Los cabos sueltos. Los fallos de tu plan.
No te entiendo.
Las personas dejan huecos, Máximo. Vos tendrías que saberlo muy bien.
                Mauricio volvió a ponerse frente a frente con su compañero.
Tenemos tiempo para pensar—respondió Máximo, algo golpeado.
Eso es exactamente lo que te faltó: pensar. El horario de trabajo de Dante estaría empezando ahora mismo. Sus compañeros de trabajo van a notar su ausencia. Lo mismo con los otros dos. Amigos, familia, ese tipo de cosas que tiene la gente común.
                Mauricio Rodriguez se puso, definitivamente, el traje de Gobernador de la Ciudad. Comenzó a caminar por la Sala Principal, mientras comenzaba a revisar posibles soluciones dentro de los cajones de su cabeza. 
Todos pueden faltar a un día de trabajo. Tenemos un día más para pensar—respondió Máximo.
—Dante no. Dante es, bah, mejor dicho, era, él solo. Le guste o no, vivía para trabajar. Era su vida.  No tenía amigos, tenía compañeros de trabajo. Su mujer murió gracias al cáncer y su hija murió gracias a que nosotros no lo impedimos. Igual que él.
—¿Tenés alguna idea?
—Es inútil que informemos lo que pasó. Además, las Fuerzas quedarían mal paradas. Y eso no le conviene a nadie.
—¿Entonces?
—Entonces tenés que hacer volver a Clara, Palacios y a Cránade. Estas cosas se resuelven en familia, ¿no?
                Cuando todos los integrantes del Consejo Mayor se encontraron dentro de la Sala Principal, se realizó la segunda reunión en un mismo día, lo cual no era habitual. El tiempo estaba en contra y todos lo sabían. Comenzaron a debatir, comentando posibles soluciones con la rapidez de una bala y la eficacia nula de un avión de papel. Al pasar alrededor de veinte minutos y ninguna idea buena o posible (la resurrección, por ejemplo), Clara, quien se había mantenido casi al margen, tranquila, callada, habló. Y entonces, los demás callaron.

                Su aspecto imponente no se veía afectado por el paso del tiempo; el Salón del Consejo fue una de las primeras construcciones del Gobierno de Mauricio Rodriguez, y se mantenía tan firme como el día de su inauguración. Espacioso, de estructura fina y formalidad simple, era el lugar donde el Consejo, juez mediante, se encargaba de dictaminar la culpabilidad de sospechosos de crímenes, y, en el caso de ser culpable el acusado, decidir un castigo. Era visible a cuadras de distancia, pintado de color blanco como el papel. 
                Al entrar, las personas sentían una tensión extraña dentro y fuera de su cuerpo. No era una exageración decir que se erizaban pieles y las voces solían bajar de tono. "Es lo que provoca la justicia", decían los más ancianos.
                "¿Dónde está Dante y por qué no llega?" era la pregunta que se hacían, en bucle, los integrantes del Consejo. La imaginación golpeaba las puertas de la cabeza de más de uno, porque el ser humano siempre pretende ser superhumano: inventar la verdad cuando ésta es imposible de conocer; tenerlo todo cubierto, estar siempre preparado, y, por sobre todas las cosas, ignorar la mortalidad. En parte, lo supieron sin saber.
                Un soldado de las Fuerzas Defensoras abrió la puerta principal del Salón y cruzó el pasillo, con rostro inexpresivo. Se dirigió a la habitación donde los integrantes del Consejo descansan, entre juicio y juicio; había una mujer detrás de él; siguiéndolo. Le costaba seguir el ritmo apresurado del hombre, o eso parecía demostrar su respiración, algo agitada. El soldado presentó a la mujer, ignorando esas palabras difíciles que tuvo que aprender para ingresar a las Fuerzas.
Me envían desde el Consejo Mayor. Ella es Anahí Maner, y será el reemplazo de Dante Pardo. 
¿Qué pasó con Dante?—preguntó Esteban Garrido, quien solía ser una suerte de "líder" del consejo.
Anahí fue la responsable de la idea base del acuerdo de prevención—continuó el soldado, ignorando la pregunta.
—No pienso trabajar si no me dicen dónde está Dante. 
                Anahí sentía a la incomodidad golpeándola en la cara. No sabía qué había pasado con Dante, porque, simplemente, no sabía quién era. Esteban miraba al soldado con tanta desconfianza como intriga, anhelaba la verdad. Los integrantes del Consejo eran conscientes de que su amistad era lo único que tenía Dante, además del dolor.
                El soldado conocía la verdad, pero no recordaba haber preguntado si estaba autorizado a decirla. Había escuchado con atención detalles que prefería omitir y escenas que intentaba no imaginar. Una hora atrás, cuando le fue comunicado que debía dirigirse a la casa del Gobernador, con el objetivo de realizar una tarea importante, se sorprendió: nunca había destacado en las Fuerzas, ni por su físico, ni por su inteligencia. 
                Debía tomar una decisión. El Gobernador había puesto su confianza en él, incluso se comunicó con él personalmente; no podía permitirse una equivocación. ¿Tenía el valor para dar una noticia así, tan cruda, tan real? ¿Cómo lo tomarían los compañeros de Dante? Las palabras se amontonaban en su garganta, impidiendo el paso de una en particular. Al cabo de segundos, que parecieron décadas, sus pensamientos se ordenaron.
Dante Pardo está prófugo, y es el principal sospechoso del asesinato de dos jóvenes—respondió.

lunes, 28 de julio de 2014

Capítulo 8 - Acuerdo de prevención

                La niña que había observado, sin haber comprendido la mitad, lo sucedido en la casa de Dante Pardo, se encontraba en el balcón correspondiente a su departamento, cuando su madre se sentó a su lado. Había olvidado que debía haberse ido a acostar hace algunos minutos. 
                Su madre se llamaba Anahí. Anahí Maner. Tenía treinta y tantos, y vivía por su hija.
¿Por qué estás acá todavía, Sol?—dijo.
                Sol no respondió. Se incorporó y caminó hasta su habitación, para meterse en la cama e intentar dormir. Anahí se arrodilló a un costado de la misma y acarició la cabeza de su hija, hasta que ambas quedaron dormidas. Sol soñó con ella misma, sosteniendo un fósforo encendido que se apagaba lentamente, hasta esconderse en la más espesa oscuridad.
-
                El reloj marcó las siete de la mañana, pero Clara ya estaba despierta. Su imagen era la de una mujer que padecía cansancio, a pesar de haber dormido de manera excelente durante las últimas horas. Con su cuchara, dibujaba círculos en el café negro. Mauricio Rodriguez despertó sobresaltado, como si hubiese sufrido una pesadilla. Se besaron, con expresión indiferente, y cada uno inició el día(1)  a su manera. Tenían muy en claro que las próximas horas podían ser muchísimas cosas, excepto fáciles. En el caso de que la tormenta fuese real, debían actuar rápido y reducir las muertes al menor número posible. Se había establecido que el -denominado- acuerdo de prevención debía durar entre tres y siete días; pero ¿y si la tormenta llegaba después? ¿O en medio del proceso? Los resultados serían catastróficos. Era un plan que no podía fallar. Aires no se lo podía permitir.
                Clara subió al altillo. La gente común no lo sabía, pero existían restos de la sociedad moderna (desde pilas hasta electrodomésticos -inútiles-) ubicados en distintos puntos de seguridad de la Ciudad, protegidos con soldados de las Fuerzas Defensoras. Las reservas útiles llegaron a Aires gracias a los grupos de Exploradores (Miembros de las Fuerzas Defensoras enfocados únicamente en la recolección). Eran enviados en casos especiales-cuando el Gobernador lo pedía-a transitar las calles que no pertenecían a la Ciudad ni tampoco a las pequeñas ciudades; debían saquear los hogares y negocios que, en algún momento del pasado, pertenecieron a una persona común y corriente. Las reservas útiles podían ser utilizadas por aquellos que ocupaban cargos privilegiados en Aires, y también por las personas que requerían un objeto en particular para su oficio. La mujer del Gobernador tomó un par de pilas para introducirlas dentro del despertador y se retiró a su biblioteca, aunque no tenía interés en leer palabra alguna. Buscaba algo de paz antes de la tormenta.
                El gobernador de Aires se encontraba en la Sala Principal, mirando a través de la ventana. El movimiento, en la Ciudad, era nulo; nada extraño, considerando el horario. Se sentía arrepentido; pensaba que debía haber escrito las impresiones que tenía, con respecto al acuerdo de prevención, en su diario, pero ya era tarde. Un rugido emitido por su estómago le comunicó que debía desayunar, pero lo único que logró ingerir fue un pequeño sorbo de café. Los nervios comenzaban a repercutir en su cuerpo, y eso no era algo que podía suceder. 
                Máximo Cántero despertó minutos antes de oír la alarma del despertador. Desayunó y se vistió con su uniforme correspondiente. Había llegado al extremo de vivir en modo automático; se sentía incapaz cada vez que respiraba. Se acostumbró a la tristeza, se acostumbró a encerrarse dentro de su propio sótano, e ir a todas partes con el traje de depresión puesto sobre su piel. Dentro de su cabeza habitaba, sin descanso, la expresión en el rostro de Juan, noches atrás, cuando se vieron por última vez. Para aquellos que eran juzgados y penados con cualquier tipo de castigo, la ley permitía dos visitas: una de ellas días antes al castigo establecido, y una última visita horas antes de que este ocurra. En Aires, todos eran iguales ante la ley. Al Capitán de las Fuerzas Defensoras, en estas circunstancias, le resultaba algo difícil de cumplir. 
                Al despertar el día de hoy, se sintió diferente. Tomó su café mientras caminaba por toda la casa, incapaz de mantenerse quieto, como si fuese un niño pequeño. El acuerdo de prevención debía ponerse en marcha dentro de unas horas. Un plan ideado, en su mayoría, por él. Necesitaba una luz que ilumine su túnel, y esta era la oportunidad perfecta para lograrlo. Aunque podría ocurrir lo contrario; podía romper algunos de los pocos focos que quedaban en él. En todo caso, los nervios se sumaban a su cóctel de sentimientos. Terminó su café con lentitud.
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                Media hora más tarde, todos los integrantes del Consejo Mayor se encontraban en la Sala Principal. El Gobernador, Cántero, Cránade, Clara y Palacios. Debían repasar los últimos detalles: el acuerdo de prevención estaba por volverse realidad.

—Nunca habíamos hecho nada como esto. Pero es algo que debe hacerse, por obligación. Es nuestra única opcióndijo Mauricio Planeamos cada detalle. Si todos hacen lo que tiene que hacer, nada debería salir mal. Los próximos días van a ser difíciles, eso no es ninguna noticia.
                Los integrantes del Consejo Mayor esperaban palabras que sean capaces de tranquilizarlos. Todos observaban a Mauricio mientras hablaba, excepto Clara; ella dirigía su mirada hacia el suelo. El Gobernador continuó.
Aires nació en las sombras, pero hoy es la llama que brinda calor a la vida de miles de personas. No es perfecta, está lejos de serlo en varios sentidos, pero ¿es necesaria la perfección cuando, incluso, el universo entero te da la espalda? ¿Es necesaria la perfección después de ver caminar a la muerte? Yo digo que no. Pero tampoco me conformo con lo mínimo: hoy vamos a demostrar por qué llevamos este lugar sobre nuestros hombros. 
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                Máximo Cántero se subió a la plataforma ubicada delante del Obelisco. Cuando fue capaz de observar con atención, se percató de la magnitud de los hechos: Miles de soldados de las Fuerzas Defensoras, de manera extremadamente ordenada, sobre la avenida 9 de Julio. Se dividían en dos columnas, una sobre su izquierda, y otra sobre su derecha. Las columnas se dividían en bloques formados por cien soldados cada uno, y un superior, elegido por Máximo, los comandaba. "Miles de personas al mando de un hombre que no supo guiar a una sola", pensó el Capitán. "¿Qué pasa cuando las ganas y el amor no son suficientes?".
El acuerdo de prevención se pone en marcha ahora mismo— dijo por megáfono, luego de apagar cerebro y corazón.
                Los soldados se dieron vuelta de manera casi coreográfica y cada bloque marchó hacia el lugar donde debía ir. La Ciudad se veía como el interior de un hormiguero: el continuo movimiento parecía capaz de apagar todas las llamas de Aires. Era una suerte de caos en orden. Aquellos que debían ser mudados esperaban en la puerta de su hogar, portando grandes bolsos con todo aquello que se podía perder en el caso de que llueva. Así como era un plan difícil para los que ocupaban altos cargos en la Ciudad, también lo era para los ciudadanos comunes y corrientes. Debían convivir durante algunos días con completos desconocidos, comunicarse con ellos y, tal vez, sufrir maltratos. Era acostumbrarse, durante un corto período de tiempo, a una vida completamente diferente. 
                Los más chicos lloraban al ver a tanta gente en las calles, temían al descontrol. Los más grandes no lo hacían, pero también tenían miedo: era muy difícil que, gracias al azar, una familia que debía ser mudada, termine en el hogar de un conocido. Y temer a lo desconocido es algo tan humano como respirar.
                Durante unos segundos, Máximo pensó que Aires parecía tan débil como una rama de un árbol muerto, a punto de quebrarse. 
                Descendió de la plataforma y comenzó a hacer su recorrido por las calles, verificando que todo esté bien. Los únicos soldados que no se encontraban participando en el acuerdo de prevención eran los encargados de proteger las Fronteras, los puntos de reservas útiles, el hogar de todos los integrantes del Consejo Mayor y todas las patrullas acompañantes de estos mismos. Máximo pensaba que, cada joven que pasaba a su lado, tenía un aspecto demasiado familiar. Se sentía algo mareado. Frotó sus ojos con fuerza.
                El Gobernador de la Ciudad, Mauricio Rodriguez, se encontraba en la Sala Principal, observando, desde lejos, cómo se realizaba la reubicación de una parte de la población. Debía quedar a cargo de la Ciudad, en su despacho, tranquilo, lejos de la acción, y eso era algo que no le gustaba en lo más mínimo. Cruzar sus brazos era lo último que prefería hacer en estos casos, pero era el puesto que le había tocado. La paciencia no formaba parte de sus cualidades. 
                De un segundo para otro, sintió una leve presión sobre el pecho y se vio obligado a sentarse. Comprobó si su pulso estaba entre los parámetros correctos y se dedicó a respirar profundo durante unos minutos. Después, miró la palma de sus manos prestando suma atención; como si su vida dependiera de eso. Esto último era lo que le preocupaba: su vida, y el futuro de Aires. Temía que todo su esfuerzo haya sido en vano, y temía con el temor de cada uno de los habitantes. Temía por Aires, como si él fuese un niño haciendo una casa de naipes en pleno invierno, sobre el banco de una plaza vacía. 
                Odió un poco el gran reloj. Y a todos los demás también. El movimiento de las agujas era un continuo recordatorio del tiempo que se le escapaba de las manos, como si fuese arena que podía haber convertido en oro puro. Sintió que mientras miraba la Ciudad desde su ventana, la muerte se sentaba en su despacho a ocupar su lugar. 
                Daniel Cránade se encontraba en la frontera norte. Mientras se esté llevando a cabo el acuerdo de prevención no solo debía trabajar en esa zona, también tenía que hacerlo en las otras fronteras. Con su mano derecha sostenía una planilla; en la misma, escrita con lapicera azul, se hallaba una lista donde figuraban los nombres de las personas que salían y entraban de la Ciudad por el norte. En los días -noches- pasados, las jornadas laborales habían sido bastante tranquilas, sin nada fuera de lo habitual. Mientras vigilaba que todos los soldados cumplan su función, Daniel recordó al Capitán de las Fuerzas Defensoras, parado sobre la plataforma delante del obelisco, dando la orden de inicio. Pensó en Máximo. Máximo Cántero. El Primer Defensor de la Ciudad, la luz que nos protege, el hombre que es capaz de dejar clavada su espada en el viento. Daniel escupía en esas palabras. En la Primera Invasión lucharon codo a codo, pero los lazos que solían unirlos se desvanecieron en el aire. Durante unos segundos, dejó volar su imaginación. Se imaginó a él mismo, al mando de las Fuerzas Defensoras.

              Anahí Maner se encontraba en el lobby del edificio. Los bolsos en su espalda pesaban como mil piedras en una mochila, pero no tenía a nadie que los cargase por ella. Sol se aferraba a su cintura, temiendo extraviarse. El frío bailaba en las calles, pero dentro del lobby, al estar amontonada con varias personas más, esto no sucedía. 
                El gran reloj marcaba las 7 de la tarde. La niña había tenido un día tranquilo, no estuvo caracterizado por su inquietud. Grandes bloques de personas caminaban por las calles de la Ciudad, como animales en manada buscando su protección, mientras los soldados de las Fuerzas Defensoras los administraban. 
                Un soldado con rostro avejentado se acercó a la puerta del hotel. 
Mi nombre es Máximo Cántero—dijo. Hagan una fila; hombres a la derecha, mujeres y niños a la izquierda, y síganme. 
                Con timidez, todos empezaron a ordenarse. Las filas iban tomando su forma, hasta que Sol comenzó a llorar, abrazada a la cintura de su madre. El llanto parecía capaz de romper los vidrios de toda la Ciudad. Pataleaba con fuerza, con terror verdadero. Las otras personas en el lobby no sabían qué hacer; se miraban con intriga. El Capitán de las Fuerzas Defensoras se acercó a la niña pero solo logró que ésta grite con más fuerza. De la boca de la niña salían las palabras "no quiero ir con los monstruos".
                Mientras el descontrol reinaba dentro del hotel, afuera del mismo sucedía algo parecido. Un bloque se había detenido sobre la vereda de enfrente; el soldado que los guiaba estaba tardando demasiado. Había entrado en una casa y no había salido durante varios minutos. En las calles, el murmullo hacía presencia, y algunos no dudaban en sospechar. Varias familias se tomaban de las manos, mientras clavaban su mirada en la puerta del hogar.
                El soldado salió del lugar. Sin compañía. El bloque de personas no tardó en abalanzarse sobre él, agobiándolo con sus preguntas. Se abrió paso entre ellos y llegó a la puerta del hotel, donde Máximo Cántero esperaba a que una madre tranquilice a su hija.
—Capitán. Mientras escucha estas palabras, trate de poner su mejor cara de póker. No queremos asustar a nadie— dijo el soldado.
—Dígame.
—¿Recuerda que Leonardo Castilla no se encontraba en su casa? ¿Ni tampoco Alejandro Scerro?
—Si, me acuerdo. Trabajan juntos. No sé dónde estarán.
—Capitán, Scerro se encuentra en la casa de Dante Pardo. 
¡¿Qué hace ahí?!
—Ahora no hace nada, pero en algún momento de la tarde, asesinó a Dante. Y viceversa. Los dos están muertos. 
—Por lo tanto, tenemos problemas.
—Si, Capitán.
—Hay que manejar esto de la manera más disimulada posible. Cuando termines con este bloque, mandá a algún cadete confiable a preguntar a las Fronteras si Leonardo Castilla salió de la Ciudad. Lo más probable es que haya salido. Lo importante es saber en qué horario. Mandá a otro cadete al Centro de Operaciones, quiero saber si alguien vio o escuchó algo durante la tarde, o la noche; no podemos saber cuándo pasó todo eso. No puede ser que nadie haya visto nada.
—Está bien. Pero no podemos esperar a terminar de reubicar a todas las personas. Ahora, en este momento, tenemos que hacer algo, ¿no? ¿Capitán, qué hacemos?
¿Cómo que qué hacemos? Ahora hacemos silencio.

1: Algunas personas habían abandonado la costumbre de nombrar la palabra "día" luego del Incidente.