domingo, 14 de diciembre de 2014

Capítulo 11 - Tenemos que hablar

                La cera de las velas se derretía con la lentitud de alguien que espera algo que no va a pasar. 
                Una resurrección, por ejemplo. 
                La sangre se extendía por el blanco piso del baño del hombre muerto. Sin saberlo, hace unos instantes y hasta quién sabe cuándo, los habitantes de la Ciudad estaban viviendo en anarquía. Máximo dejó caer la espada y logró realizar una acción que no había hecho en las últimas horas: pensar con claridad. ¿¡Qué había hecho!?
                Con esfuerzo, puso al cadáver dentro de la bañera, para evitar que la sangre pase por debajo de la puerta y sea capaz de alertar a cualquier guardia que camine cerca de allí. Costó, y mucho, el Gobernador no era una persona delgada, estaba bastante lejos de serlo. 
                Ahora ya no era nada. 
                Debió mantenerse aferrado a la pared, sus piernas parecían tener ganas de ceder. Se mojó la cabeza y miró al espejo durante unos segundos. ¿Qué iba a hacer ahora? Seguía sintiendo un leve zumbido en sus oídos; su corazón latía con la fuerza del galope del caballo más veloz del mundo corriendo por su vida. Se miró, pero, en el reflejo, no se encontró. ¿O si?
                Había asesinado a un hombre. Un hombre que, en algún momento del pasado, fue su compañero, su amigo, su conciencia, su aliento. Su estructura. Hace siete días atrás, cuando se quedó de brazos cruzados y mirando desde lejos, cuando decidió no intervenir en el conflicto de su hijo, ocurrió una metamorfosis. Desde ese momento, el Gobernador se convirtió en otra cosa. Se convirtió en asesino, en ladrón de felicidad, en ciego a elección. Su presencia no era más que un recordatorio de un futuro que no va a ser y cada palabra suya era un obstáculo para su no-pensar: se había convertido en un traidor. Y los traidores merecen morir. ¿O no? 
                Rompió en llanto. Su cabeza se partía en dos, se abría al medio y afloraban tantos sentimientos a la vez que ninguno se podía separar y distinguir con claridad, se unían y fundían en una mezcla extraña, densa, incomprensible. Una mezcla oscura.
                Volvían las dudas, como olas de un mar intranquilo, férreo, que amenazaba con inundar la ciudad. ¿Qué decir? ¿Qué decirle al Consejo Mayor? ¿Qué decirle a Clara? ¿Qué decirle al pueblo? Había roto aquellas reglas que no se podían romper y seguir todo igual, aquellas en las que había creído hasta hace unos momentos atrás, aquellas reglas que se había impuesto él mismo. Máximo Cántero era un asesino. Máximo Cántero era un asesino, pero era inteligente, y entendía qué era lo peor. Lo peor no era haberse emborrachado. Lo peor no era haber entrado en la casa del ex-Gobernador. Lo peor no era asesinar a quien había sido su amigo; esconderse en su baño, aguardar, y asesinarlo. Lo peor podría haber sido la muerte de su hijo; podría, pero no. Lo peor no fue clavar la espada en su pecho, vaciarle el alma, baldear el suelo con su sangre y pisarla hasta manchar sus propios pies. Lo peor de todo es que no se sentía mal por hacerlo.
                Rompiendo el silencio, sucedió algo que lo arrancó de su nebulosa mental: escuchó pasos del otro lado de la puerta. 
                ¿Los soldados? Eran sus subordinados. ¿Clara? Ella sí era un problema. Clara era un problema de los grandes, no solo por ser la mujer (viuda) del cadáver dentro de la bañera, también era una persona inteligente. Máximo pensó qué debía hacer con ella; en realidad, pensó si debía asesinarla o no, pero esto último quedó en segundo lugar en el podio de sus prioridades mentales; existía algo de lo que no se había percatado. Los soldados no eran sus únicos subordinados. Aquel que le seguía al cargo de Gobernador, aquel que debía asumir cuando este muriese, era el Capitán de las Fuerzas Defensoras. Todos eran sus subordinados. Todos estaban bajo su poder. 
                Máximo Cántero: mal padre, asesino, y actual Gobernador de la Ciudad de Aires.

                Los pasos se desvanecieron.
                Lavó sus manos y su cara, ambas repletas de sangre. El uniforme se había pegado a su piel y sus piernas parecían tener que soportar una tonelada sobre ellas. Tomó su espada y la limpió también. Respiró, trató de calmarse, se habló a sí mismo dentro de su cabeza. Pero la voz que escuchó no provino de su cabeza.
No trates de hacer nada raro. Tenés diez segundos para salir. 
Clara estaba del otro lado de la puerta, con una escopeta en sus manos.
                Máximo no respondió. 
                Silencio. 
Diezdijo ella. 
                La cabeza de Máximo empezó a trabajar con todas sus fuerzas. ¿Debía agarrar la espada?
Nueve. 
                No. ¿Estará sola?
Ocho. 
                No podía saberlo. ¿Qué debía decir?
Siete. 
                Fue un accidente. 
Seis. 
                Sí. Fue un accidente, estaba en shock y todo pasó muy rápido.
Cinco. 
                Estaba demasiado en shock.
Cuatro. 
                ¿Iba a morir?
Tres. 
                No tenía interés en hacerlo.
Dos. 
                Ningún interés. 
Uno. 
                Máximo abrió la puerta con lentitud, y luego levantó sus manos. Evidentemente, era Clara, y tenía una escopeta.
Caminá despacio—dijo la mujer. 
                Ella retrocedió, él la siguió, dando un paso cada dos segundos.
—¿Está muerto?—agregó.
—Las cosas salieron mal. Nunca fue mi intención. 
                La conversación era pausada. El silencio invadía rápidamente todo el lugar, llenando cada espacio, cada rincón.
Dame tu espada. 
Está en el baño. 
—¿Hiciste todo con tu espada? 
Sí. Fue un accidente. 
Me imagino. 
                Clara no creía en las mentiras de Máximo. 
—¿Qué vas a hacer?dijo él. 
—¿Qué? 
—¿Qué vas a hacer conmigo? 
Estoy considerando las posibilidades. 
Podés hacerlo sin apuntarme. 
—¿Es una orden? 
Era una pregunta. 
Mi respuesta es negativa, Capitán. 
                No había soldados en ningún lado. No se percibía ningún tipo de movimiento. No se oían pasos. Era extraño. ¿Dónde estaban todos? 
                Una gota de sangre del brazo del Gobernador cayó al suelo, creado un sonido leve, casi imperceptible, pero suficiente para interrumpir el silencio ensordecedor. 
                Máximo se sorprendió. Clara ni se inmutó.
 Tenemos muchas cosas para hablar, Máximodijo Clara—. Y tenemos todo el tiempo del mundo para hacerlo. Mucho tiempo. Hasta que salga el sol. 
                Se dirigieron a la Sala Principal.

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