martes, 30 de diciembre de 2014

Capítulo 13 - Siempre dicen la verdad

               Anahí Maner volvía a su casa luego de una jornada laboral. Se encontraba exhausta, hace varios meses la Ciudad se había convertido en un caos: el asesinato del Gobernador provocó un revuelo enorme. La desaparición de Máximo Cántero también. Lo creían rehén, retenido en algún pueblucho, en penumbra, mientras sus secuestradores pensaban qué hacer con él. Las Fuerzas Defensoras y ambos Consejos trabajaban sin descanso; ningún crimen quedaba sin resolver, las patrullas rondaban las calles como nunca antes, y todos los días salían pelotones hacia las afueras de la Ciudad en búsqueda del Capitán. Pero volvían con las manos vacías, tan vacías como ese lugar en el alma donde se guarda la esperanza: la esperanza que tenían los habitantes de encontrarlo.


               Máximo se encontraba a oscuras, como rehén, pero estaba en una de las Celdas de la Espera, aguardando la decisión de Clara, o Cránade, o ambos. Quizás el Consejo Mayor entero estaba entrado de su situación. Era imposible saberlo. 

               No tenía nada que perder, su hijo ya no se encontraba en este mundo, (aunque solía escucharlo cuando cerraba sus ojos), había sido reemplazado en su puesto de trabajo (permanentemente) y, si lograba escapar, sería para vivir una vida de vagabundo. Los más altos cargos de una Ciudad habían sido atacados, uno muerto, el otro desparecido, y lo más obvio que podía hacer Clara era dar la alarma a las demás ciudades. Claro que corría un riesgo: si Máximo lograba escapar, podía contar la verdad a las autoridades de otras ciudades y crear un problema bastante incómodo. Al parecer, confiaba en los encargados de la vigilancia del ex-Capitán. De todas formas, si sobrevivía, debía mantenerse alejado de toda autoridad.

               Aún así, la idea de la muerte lo aterraba completamente, borraba todo rastro de tranquilidad en su cuerpo y  llenaba sus pulmones de aire que asfixiaba. Todo era mejor que la muerte.

               Anahí estaba cerrando la puerta de su departamento cuando vio a su hija correr a recibirla con un abrazo. La niñera era una mujer joven, que trabajaba cobrando menos de lo que debería. Era amiga de Ana. Luego del abrazo madre-hija, se saludaron con amabilidad.
               Soledad prácticamente vivió allí durante los últimos meses. Sol, la hija de Ana, la veía como una segunda madre. Comenzó siendo una niñera común y corriente, empezando a trabajar cuando Ana tomó el trabajo en el Consejo, pero luego se volvió indispensable en la familia Maner.
—¿Cómo te fue hoy?—dijo Soledad.
—Igual que ayer. Tratando de hacer las cosas bien. El problema está en si lo hago o no.
—¿Pasó algo en especial?
—Nada, lo mismo de siempre. Quieren culpables a toda costa. La gente del pueblo, las víctimas de los robos, quieren ver a alguien encerrado. Alguien muerto, si son más cínicos. Creo que inconscientemente saben que hicieron caer a un gil cualquiera, los del Consejo estoy seguro que sí, pero nadie abre la boca. Si seguimos así, en unos años vamos a ser veinte habitantes en todo Aires.
—Poco a poco vamos cambiando las cosas.
—Demasiado poco diría yo. 
               Sol se había ido a la pieza. Reconocía cuando debía retirarse. "Son cosas de grandes", le habían dicho una vez.
—Las cosas no van a quedar así, Ana.
               Salieron al balcón. 
              Enfrente del departamento se encontraba el lugar que, en algún momento, fue el hogar de Dante Pardo.
—¿Nada nuevo de tu parte?—dijo Anahí.
—Es posible. Por ahora no está nada confirmado. 
—Preferiría no saberlo, entonces. No quiero falsas esperanzas.
—Está bien, como quieras.
—Lo único que podemos hacer es esperar, ¿no?
—¿Qué?
—Me pareció raro que no lo hayas dicho. La frase esa. La decís siempre, no sé si te diste cuenta.
—Estaba esperando un poco más para decirlo.
               Ana estaba cansada de esperar. Quería actuar. Estaba cansada de ver pasar a la mentira, a la injusticia, a los secretos, por delante de sus ojos. Soledad era más cauta. La madre de Sol había esperado demasiado. Parecían haber pasado años desde que Soledad le contó lo que había dicho su hija. La Gobernadora había salido a aclarar que Dante había sido asesinado por un NN, pero ella sabía la verdad, sabía que una patrulla de las Fuerzas había irrumpido en su casa. Sabía que alguien había logrado escapar. Sabía que las Fuerzas Defensoras (quizás el gobierno entero) andaban en algo sucio. Cuando Soledad le informó de la existencia del Frente de Resistencia, ambas decidieron comunicar lo sucedido. Parecía haber pasado un siglo desde que comenzó a trabajar en el Consejo como infiltrada. Desde que formó parte de la creación del plan para destituir a Clara y a Cránade del Gobierno de Aires.

sábado, 20 de diciembre de 2014

Capítulo 12 - Ayuda


               La mesa parecía una representación física de la ironía.

               De un lado de la misma se encontraba Máximo. Del otro lado, Clara. Clara y su escopeta.
               La separación, es decir, el espacio entre ellos, era algo ficticio. Algo irreal. No podían estar mas cerca entre sí.
—Tenés un minuto para contarme todo— dijo Clara. Su tono era seco, sin denotar emoción alguna.
—Necesitaba hablar con él, a solas. Sabía que no me esperaba.
—Tenías razón.
—Supuse que la conversación iba a ser algo...acalorada. No quería interrupciones. Era algo que debía hablarse sin cortes, de un tirón. Y era importante estar a solas.
               No estaba mintiendo: tal vez estaba omitiendo hechos, pero nada inventado había salido de su boca. Crear una historia totalmente falsa habría sido mucho mas difícil, todavía se encontraba ebrio y su cabeza no paraba de latir. Estar concentrado en sus futuras palabras era su máxima prioridad.
—Me creía capaz de intuir la reacción del Gobernador. Iba a asustarse, a intentar alejarse de mi. Pensé y pensé hasta que supe dónde podía encontrarlo para hablar tranquilos. Primero pensé en la biblioteca.
—Conocés cada rincón de la casa. Me había olvidado de ese detalle.
—Sí.
—Tu función era protegerlo. Protegernos.
—Lo sé.
—Asesinado por su protector. Quién lo diría.
—Supongo que no voy a ser el empleado del mes, ¿no?—dijo él, sarcástico.
               No pretendía ser gracioso. Tampoco lo había sido. El rostro de Clara se había convertido en una roca, y su paciencia estaba abriendo la puerta de la Sala Principal, decidida a abandonar el salón.
               La cabeza de Máximo estaba en llamas. Debía concentrarse, pero el mareo golpeaba como una ola gigante a un barco indefenso en medio de una tormenta. No podía tener otro traspié. Volver a equivocarse no era una opción.
—Era difícil encontrarlo en la biblioteca. Estamos en plena madrugada. Después pensé en la terraza. Pero talvez había algún que otro guardia fumando o perdiendo el tiempo. Decidí esconderme en el baño, y esperar. 
—Sí...
—Cuando entró, sus ojos se abrieron de par en par. No intentó mediar palabra. Se abalanzó sobre mí, forcejeamos y caí al suelo. Intenté hablarle pero no contestaba. Estaba ciego, de furia, de terror, no lo sé. Me incorporé rápido, y, para cuando se abalanzó sobre mi, yo ya había sacado la espada. Tenía que protegerme. Términó clavada en su pecho.
—¿Dijo algo él?
—No. Nada.
—¿No tenés nada mas para agregar?
—Sí. Fue un accidente. Y que no quiero morir, por favor. Si es posible.
               Clara entró en modo decisión. Máximo lo notó en su rostro, era una expresión que reconocía de las reuniones del Consejo Mayor. Se quedaba en silencio y esperaba a que todos hablaran antes que ella. Esperaba al silencio, al agotamiento de ideas, generalmente decía la última palabra. Era una mujer inteligente. Eso había beneficiado a la Ciudad hasta ahora, pero a Máximo no le gustaba en estos momentos: sabía cuál sería la decisión de una mujer inteligente. Una mujer inteligente lo asesinaría.
               No sería de un escopetazo ahí mismo. Sería una ejecución, nada demasiado formal, a puertas cerradas, talvez esta misma noche. Máximo tenía una idea de la relación entre ella y el Gobernador, no eran capaces de matar por amor. Cántero no había matado a su marido, había matado al Gobernador de la Ciudad de Aires. Y ambos eran capaces de matar por ella.
               La escopeta miraba al Capitán, recostada sobre la mesa con expresión relajada.
—El pueblo —dijo Clara— no lo puede saber. La gente común no lo puede saber. Sería un desastre que se enteren de esto. "Los altos cargos de la Ciudad se están matando entre sí". Esto no sale de acá. 
               Era extraño. Por un momento, Máximo pensó que estaba hablando en tono interrogante, haciéndolo partícipe de lo que decía hacer, dándole lugar en la opinión. Vio la esperanza de sobrevivir una noche más. 
               Parecía oír el mismo tono de voz que en las reuniones del Consejo.
               Clara abrió los ojos de par en par. Se había percatado de algo.
—No podés morir. Ahora sos el Gobernador de Aires.
               Máximo se sorprendió. Respiró profundamente, y el oxígeno que entró en su cuerpo lo tranquilizó. 
—¿Qué hacernos con el cuerpo y qué comunicamos al resto de los mortales?—agregó ella.
               Respiró profundamente, por segunda vez. Pensó en su hijo, en la justicia, en miles de cosas y en ninguna en particular. Pensó que estos últimos 8 dias habían sido los peores de su vida, pero finalmente encontraba algo de luz.
               Pensó. Su cabeza seguía dando vueltas, pero la tranquilidad que le brindaron las palabras de Clara sirvieron para concentrarse.
—Podemos decir que viajó. Comunicamos que salió de viaje. Había conflictos en las fronteras, otra vez, como hace una semana. Después emitimos un comunicado, explicando que los atacaron y él no volvió.
—¿Los atacaron?
—A su pelotón.
—Eso significaría involucrar a más gente. —Salió solo, a medianoche. Cuando salieron a buscarlo los guardias, ya estaba muerto.
               Clara consideró la idea. 
—Vos te encargás de llevar el cuerpo—agregó ella.
—No hay problema.
—Llevá un carromato. 
—¿Ahora tiene que ser?
—Ya.
               El Capitán de las Fuerzas Defensoras tuvo una idea. Pensó en escapar. Dejar todo atrás. Comenzar una nueva vida, alejada de la Ciudad de Aires, la más importante en estos dias, la que tanto le costó formar. En el camino lo decidiría, tenía varias horas de viaje hasta llegar al lugar de los conflictos en las afueras de Aires.
—Antes de la diez de la mañana te quiero acá—dijo Clara.
               Máximo asintió.
               Respiró profundamente. El mareo era controlable. Los nervios comenzaban a abandonar su cuerpo. Después de tanta oscuridad, había logrado encontrar algo de luz. Quizás no era necesario escapar, quizás todo se estaba encaminando naturalmente, quizás la tormenta ya había pasado. Vio un futuro tranquilo. La última semana parecía haber durado meses, meses de sufrimiento y dolor. 
               Se levantó de la mesa. 
               Caminó hacia la puerta. 
               Todo estaba bien, todo estaba en calma. Todo estaba demasiado bien. 
               El silencio era voraz. Su mano derecha encontró el picaporte frio de la puerta. Sintió que le había dado corriente.
               La puerta, al abrirse, rechinó con bravura.
               Máximo se giró hacia su izquierda, antes de salir, para dirigirle una última mirada de agradecimiento a Clara. Un gesto formal y necesario. Ella, tranquilamente, estaba en todo su derecho de matarlo ahí mismo. Y no lo hizo. Quizás por los momentos vividos, quizás en beneficio de la Ciudad, quizás porque no era lo suficientemente fuerte como para acabar con la vida de una persona. En fin, era lo menos que podía hacer. Pero ella no estaba a allí. Estaba detrás suyo.
               Cuando el Capitán lo notó, ya era demasiado tarde. Ella le propinó un golpe con la escopeta y Máximo cayó al suelo, desmayado.
              Cránade se encontraba del otro lado de la puerta.
—Máximo Cántero, estás bajo arresto— dijo.
—Y gracias por la ayuda, Máximo —agregó Clara.

domingo, 14 de diciembre de 2014

Capítulo 11 - Tenemos que hablar

                La cera de las velas se derretía con la lentitud de alguien que espera algo que no va a pasar. 
                Una resurrección, por ejemplo. 
                La sangre se extendía por el blanco piso del baño del hombre muerto. Sin saberlo, hace unos instantes y hasta quién sabe cuándo, los habitantes de la Ciudad estaban viviendo en anarquía. Máximo dejó caer la espada y logró realizar una acción que no había hecho en las últimas horas: pensar con claridad. ¿¡Qué había hecho!?
                Con esfuerzo, puso al cadáver dentro de la bañera, para evitar que la sangre pase por debajo de la puerta y sea capaz de alertar a cualquier guardia que camine cerca de allí. Costó, y mucho, el Gobernador no era una persona delgada, estaba bastante lejos de serlo. 
                Ahora ya no era nada. 
                Debió mantenerse aferrado a la pared, sus piernas parecían tener ganas de ceder. Se mojó la cabeza y miró al espejo durante unos segundos. ¿Qué iba a hacer ahora? Seguía sintiendo un leve zumbido en sus oídos; su corazón latía con la fuerza del galope del caballo más veloz del mundo corriendo por su vida. Se miró, pero, en el reflejo, no se encontró. ¿O si?
                Había asesinado a un hombre. Un hombre que, en algún momento del pasado, fue su compañero, su amigo, su conciencia, su aliento. Su estructura. Hace siete días atrás, cuando se quedó de brazos cruzados y mirando desde lejos, cuando decidió no intervenir en el conflicto de su hijo, ocurrió una metamorfosis. Desde ese momento, el Gobernador se convirtió en otra cosa. Se convirtió en asesino, en ladrón de felicidad, en ciego a elección. Su presencia no era más que un recordatorio de un futuro que no va a ser y cada palabra suya era un obstáculo para su no-pensar: se había convertido en un traidor. Y los traidores merecen morir. ¿O no? 
                Rompió en llanto. Su cabeza se partía en dos, se abría al medio y afloraban tantos sentimientos a la vez que ninguno se podía separar y distinguir con claridad, se unían y fundían en una mezcla extraña, densa, incomprensible. Una mezcla oscura.
                Volvían las dudas, como olas de un mar intranquilo, férreo, que amenazaba con inundar la ciudad. ¿Qué decir? ¿Qué decirle al Consejo Mayor? ¿Qué decirle a Clara? ¿Qué decirle al pueblo? Había roto aquellas reglas que no se podían romper y seguir todo igual, aquellas en las que había creído hasta hace unos momentos atrás, aquellas reglas que se había impuesto él mismo. Máximo Cántero era un asesino. Máximo Cántero era un asesino, pero era inteligente, y entendía qué era lo peor. Lo peor no era haberse emborrachado. Lo peor no era haber entrado en la casa del ex-Gobernador. Lo peor no era asesinar a quien había sido su amigo; esconderse en su baño, aguardar, y asesinarlo. Lo peor podría haber sido la muerte de su hijo; podría, pero no. Lo peor no fue clavar la espada en su pecho, vaciarle el alma, baldear el suelo con su sangre y pisarla hasta manchar sus propios pies. Lo peor de todo es que no se sentía mal por hacerlo.
                Rompiendo el silencio, sucedió algo que lo arrancó de su nebulosa mental: escuchó pasos del otro lado de la puerta. 
                ¿Los soldados? Eran sus subordinados. ¿Clara? Ella sí era un problema. Clara era un problema de los grandes, no solo por ser la mujer (viuda) del cadáver dentro de la bañera, también era una persona inteligente. Máximo pensó qué debía hacer con ella; en realidad, pensó si debía asesinarla o no, pero esto último quedó en segundo lugar en el podio de sus prioridades mentales; existía algo de lo que no se había percatado. Los soldados no eran sus únicos subordinados. Aquel que le seguía al cargo de Gobernador, aquel que debía asumir cuando este muriese, era el Capitán de las Fuerzas Defensoras. Todos eran sus subordinados. Todos estaban bajo su poder. 
                Máximo Cántero: mal padre, asesino, y actual Gobernador de la Ciudad de Aires.

                Los pasos se desvanecieron.
                Lavó sus manos y su cara, ambas repletas de sangre. El uniforme se había pegado a su piel y sus piernas parecían tener que soportar una tonelada sobre ellas. Tomó su espada y la limpió también. Respiró, trató de calmarse, se habló a sí mismo dentro de su cabeza. Pero la voz que escuchó no provino de su cabeza.
No trates de hacer nada raro. Tenés diez segundos para salir. 
Clara estaba del otro lado de la puerta, con una escopeta en sus manos.
                Máximo no respondió. 
                Silencio. 
Diezdijo ella. 
                La cabeza de Máximo empezó a trabajar con todas sus fuerzas. ¿Debía agarrar la espada?
Nueve. 
                No. ¿Estará sola?
Ocho. 
                No podía saberlo. ¿Qué debía decir?
Siete. 
                Fue un accidente. 
Seis. 
                Sí. Fue un accidente, estaba en shock y todo pasó muy rápido.
Cinco. 
                Estaba demasiado en shock.
Cuatro. 
                ¿Iba a morir?
Tres. 
                No tenía interés en hacerlo.
Dos. 
                Ningún interés. 
Uno. 
                Máximo abrió la puerta con lentitud, y luego levantó sus manos. Evidentemente, era Clara, y tenía una escopeta.
Caminá despacio—dijo la mujer. 
                Ella retrocedió, él la siguió, dando un paso cada dos segundos.
—¿Está muerto?—agregó.
—Las cosas salieron mal. Nunca fue mi intención. 
                La conversación era pausada. El silencio invadía rápidamente todo el lugar, llenando cada espacio, cada rincón.
Dame tu espada. 
Está en el baño. 
—¿Hiciste todo con tu espada? 
Sí. Fue un accidente. 
Me imagino. 
                Clara no creía en las mentiras de Máximo. 
—¿Qué vas a hacer?dijo él. 
—¿Qué? 
—¿Qué vas a hacer conmigo? 
Estoy considerando las posibilidades. 
Podés hacerlo sin apuntarme. 
—¿Es una orden? 
Era una pregunta. 
Mi respuesta es negativa, Capitán. 
                No había soldados en ningún lado. No se percibía ningún tipo de movimiento. No se oían pasos. Era extraño. ¿Dónde estaban todos? 
                Una gota de sangre del brazo del Gobernador cayó al suelo, creado un sonido leve, casi imperceptible, pero suficiente para interrumpir el silencio ensordecedor. 
                Máximo se sorprendió. Clara ni se inmutó.
 Tenemos muchas cosas para hablar, Máximodijo Clara—. Y tenemos todo el tiempo del mundo para hacerlo. Mucho tiempo. Hasta que salga el sol. 
                Se dirigieron a la Sala Principal.