Silencio.
Silencio extenso, pesado, silencio de muerte. Silencio de deducción, de análisis, de introspección. Silencio porque nadie hablaba; porque nadie quería escuchar.
La Sala Principal estaba en silencio.
Clara miraba por el ventanal. Cránade prefería perder la vista en el suelo. Suárez, el soldado que había asesinado a Cántero, les daba la espalda, mirando hacia la blanca pared. Ya no lloraba, quizás se había cansado o estaba juntando fuerzas para hacerlo más tarde. Habían pasado dos horas desde su encuentro con la muerte; su uniforme seguía pintado con la sangre de Máximo y la de su compañero. No lo había notado, pero su rostro estaba igual. Como su conciencia.
No habían dormido. Se encontraban allí desde la medianoche. Eso no hacía más que empeorar la situación.
Debían decidir qué hacer. Suárez no, Clara y Cránade debían decidir qué hacer con el soldado. No era momento de discusiones, de reproches, de "te dije qué's..." y "al final tenía razón", las prioridades se habían ordenado solas y ésta era la principal.
—Quiero escuchar todo de nuevo —dijo Clara, sin darse vuelta.
—¿Otra vez? —reprochó Suárez, también sin darse vuelta.
—Ahora mismo pienso que hay que matarte. Acá mismo. Capaz, si me contás todo de nuevo me hacés cambiar de opinión. Como vos quieras.
Cránade oía con atención.
—Eh...llegamos al lugar y entra él, yo espero afuera. Entra con la comida. Yo...vigilo, no se podía ver mucho. No sé si me desconcentré un segundo, o qué paso, no me acuerdo muy bien...pero escucho un grito y entro, y ya había pasado todo, el otro lo apuñalaba con no sé qué cosa, y lo miro, saco la espada, y se la clavo en el pecho, por entre los barrotes. Al principio no podía sacar la espada, miro el piso y había sangre por todos lados, no sabia de quién de los dos era, ni podía distinguir, y... cuando traté de ayudarlo ya estaba muerto.
Era la primera vez que lo decía sin, al llegar el final de la historia, romper en llanto.
—¿Quisiste ayudar al otro soldado?
—Sí, pero no podía hacer nada.
—Se complica sobrevivir cuando ya perdiste veinte litros de sangre. Tendrías que haberlo acompañado.
Suárez asiente en silencio. Sabe que es culpable.
—¿Hace cuanto que estás en las Fuerzas?
—Era mi primer día.
—El debut soñado, imagino.
Cránade sabía que esa pregunta, tarde o temprano, iba a aparecer. Era, indirectamente, un reto hacia él. Él y su batalla, su numeroso ejército. Si así eran los soldados que iban a combatir, el resultado sería pésimo. No lo toleraba. No toleraba el fracaso, la equivocación, ni tampoco la subestimación de Clara.
El enemigo no iba a esperar demasiado. Al no recibir respuesta, supone el Capitán, ya debían estar preparando sus tropas. Entrenándose. Planeando tácticas para entrar a la Ciudad. O quizás no. Quizás no planeaban nada, quizás eran salvajes que actuaban sin pensar, que creían que Aires era un pueblucho como los que solían atacar, que iba a ser algo simple, que lo que sí planeaban era cómo dividirse las mujeres que iban a violar o si era conveniente prender fuego toda la Ciudad. Y también estaba el asunto del acuerdo de prevención. Todas pérdidas de tiempo, todas desventajas, todas situaciones incómodas que tenía que resolver, parecía que el mundo se ponía en su contra y la suerte le daba la espalda, dejándolo a oscuras. Estos días iban a ser muy largos.
Clara lo miró. Su rostro no denotaba una expresión muerta, quería decir algo. Cránade entendió el mensaje. Era la única vía posible. Suárez seguía en su mundo, y no pudo defenderse cuando Cránade comenzó a asfixiarlo.
Silencio extenso, pesado, silencio de muerte. Silencio de deducción, de análisis, de introspección. Silencio porque nadie hablaba; porque nadie quería escuchar.
La Sala Principal estaba en silencio.
Clara miraba por el ventanal. Cránade prefería perder la vista en el suelo. Suárez, el soldado que había asesinado a Cántero, les daba la espalda, mirando hacia la blanca pared. Ya no lloraba, quizás se había cansado o estaba juntando fuerzas para hacerlo más tarde. Habían pasado dos horas desde su encuentro con la muerte; su uniforme seguía pintado con la sangre de Máximo y la de su compañero. No lo había notado, pero su rostro estaba igual. Como su conciencia.
No habían dormido. Se encontraban allí desde la medianoche. Eso no hacía más que empeorar la situación.
Debían decidir qué hacer. Suárez no, Clara y Cránade debían decidir qué hacer con el soldado. No era momento de discusiones, de reproches, de "te dije qué's..." y "al final tenía razón", las prioridades se habían ordenado solas y ésta era la principal.
—Quiero escuchar todo de nuevo —dijo Clara, sin darse vuelta.
—¿Otra vez? —reprochó Suárez, también sin darse vuelta.
—Ahora mismo pienso que hay que matarte. Acá mismo. Capaz, si me contás todo de nuevo me hacés cambiar de opinión. Como vos quieras.
Cránade oía con atención.
—Eh...llegamos al lugar y entra él, yo espero afuera. Entra con la comida. Yo...vigilo, no se podía ver mucho. No sé si me desconcentré un segundo, o qué paso, no me acuerdo muy bien...pero escucho un grito y entro, y ya había pasado todo, el otro lo apuñalaba con no sé qué cosa, y lo miro, saco la espada, y se la clavo en el pecho, por entre los barrotes. Al principio no podía sacar la espada, miro el piso y había sangre por todos lados, no sabia de quién de los dos era, ni podía distinguir, y... cuando traté de ayudarlo ya estaba muerto.
Era la primera vez que lo decía sin, al llegar el final de la historia, romper en llanto.
—¿Quisiste ayudar al otro soldado?
—Sí, pero no podía hacer nada.
—Se complica sobrevivir cuando ya perdiste veinte litros de sangre. Tendrías que haberlo acompañado.
Suárez asiente en silencio. Sabe que es culpable.
—¿Hace cuanto que estás en las Fuerzas?
—Era mi primer día.
—El debut soñado, imagino.
Cránade sabía que esa pregunta, tarde o temprano, iba a aparecer. Era, indirectamente, un reto hacia él. Él y su batalla, su numeroso ejército. Si así eran los soldados que iban a combatir, el resultado sería pésimo. No lo toleraba. No toleraba el fracaso, la equivocación, ni tampoco la subestimación de Clara.
El enemigo no iba a esperar demasiado. Al no recibir respuesta, supone el Capitán, ya debían estar preparando sus tropas. Entrenándose. Planeando tácticas para entrar a la Ciudad. O quizás no. Quizás no planeaban nada, quizás eran salvajes que actuaban sin pensar, que creían que Aires era un pueblucho como los que solían atacar, que iba a ser algo simple, que lo que sí planeaban era cómo dividirse las mujeres que iban a violar o si era conveniente prender fuego toda la Ciudad. Y también estaba el asunto del acuerdo de prevención. Todas pérdidas de tiempo, todas desventajas, todas situaciones incómodas que tenía que resolver, parecía que el mundo se ponía en su contra y la suerte le daba la espalda, dejándolo a oscuras. Estos días iban a ser muy largos.
Clara lo miró. Su rostro no denotaba una expresión muerta, quería decir algo. Cránade entendió el mensaje. Era la única vía posible. Suárez seguía en su mundo, y no pudo defenderse cuando Cránade comenzó a asfixiarlo.
El mediodía estaba a unos metros, y en las calles se respiraba con agitación, incluso antes de que comience el procedimiento. Todo era movimiento, adrenalina, expectación. Mientras algunos estaban cómodos y, por lo tanto, infelices al irse, la gran mayoría no se había adaptado al lugar que le había tocado. Los prejuicios de ambas partes terminaron por separarlos e hicieron de la convivencia algo difícil, sin que falten discusiones o incluso peleas físicas. Ahora, las cosas iban a volver a la normalidad, pensaban los ciudadanos de Aires, ignorando el gran peligro en el que se encontraban, sin saber que podrían conocer a la muerte en un futuro cercano.
Las Fuerzas Defensoras eran mucho más grandes que la primera vez que se celebró el acuerdo de prevención. Ahora debía deshacerse; por lógica, tendría que ser más simple, todos sabían adónde se dirigían y nadie debería quejarse. Los soldados eran muchos más y las fronteras eran la máxima preocupación. Se cerraron tres de ellas, dejando una única libre. En los últimos meses se habían logrado remodelaciones en éstas, construyendo paredes y un techo (parecía un túnel) para que sean aún más reconocibles para los que deseaban ingresar y, a la vez, ingresen con una buena imagen del lugar. Existía un procedimiento establecido en caso de emergencia.
Anahí era la única en su edificio, junto con su hija y Soledad. Había llegado a un acuerdo con Cántero para que así sea, luego del escándalo que había armado Sol; cuando intentaban salir lloraba desconsoladamente, como si hubiese existido en ella un dolor físico muy grande. Ahora, su madre lo entendía todo. Había desayunado un café, y luego otro, y luego otro más. Este día cambiaría el resto de su vida y era consciente de eso. No había podido dormir ni cenar la noche anterior, había sufrido algún que otro mareo y sentía que su corazón trabajaba acelerado desde hace varios días. Su hija había notado su comportamiento extraño y ella había contestado que estaba todo bien, que no se preocupe, que la amaba con todo su corazón y que a su madre no le pasaría nada, reteniendo lágrimas. Soledad lo había notado y llevó a su hija al dormitorio, a distraerla con sus juguetes.
Las Fuerzas Defensoras eran mucho más grandes que la primera vez que se celebró el acuerdo de prevención. Ahora debía deshacerse; por lógica, tendría que ser más simple, todos sabían adónde se dirigían y nadie debería quejarse. Los soldados eran muchos más y las fronteras eran la máxima preocupación. Se cerraron tres de ellas, dejando una única libre. En los últimos meses se habían logrado remodelaciones en éstas, construyendo paredes y un techo (parecía un túnel) para que sean aún más reconocibles para los que deseaban ingresar y, a la vez, ingresen con una buena imagen del lugar. Existía un procedimiento establecido en caso de emergencia.
Anahí era la única en su edificio, junto con su hija y Soledad. Había llegado a un acuerdo con Cántero para que así sea, luego del escándalo que había armado Sol; cuando intentaban salir lloraba desconsoladamente, como si hubiese existido en ella un dolor físico muy grande. Ahora, su madre lo entendía todo. Había desayunado un café, y luego otro, y luego otro más. Este día cambiaría el resto de su vida y era consciente de eso. No había podido dormir ni cenar la noche anterior, había sufrido algún que otro mareo y sentía que su corazón trabajaba acelerado desde hace varios días. Su hija había notado su comportamiento extraño y ella había contestado que estaba todo bien, que no se preocupe, que la amaba con todo su corazón y que a su madre no le pasaría nada, reteniendo lágrimas. Soledad lo había notado y llevó a su hija al dormitorio, a distraerla con sus juguetes.
Mediodía. Las Fuerzas Defensoras estaban ubicadas en su lugar. La formación era sublime. Si algo sabían los soldados era mantener apariencias. Cuando Clara dio la orden, desde una plataforma delante del Obelisco, el piso comenzó a temblar, a causa de la marcha. Anahí también temblaba.
Cránade comandaba su patrulla. Si había algo que no tenía era paciencia, y debía medirse mucho más, delante de los cuidados, luego de su episodio en el Centro de Comunicaciones. Las personas lo trataban con respeto, pero no sabía si era a causa del miedo que generaba.
Las calles estaban repletas y en constante movimiento, había algunos desmayos y personas que se perdían entre la multitud, el ruido mezclado de voces, gritos, pasos y puertas abriéndose y cerrándose llenaba la Ciudad, y las Fuerzas Defensoras se encargaban de todo. Se había planeado específicamente que los soldados más veteranos manejen las patrullas, así se evitaba el desorden, pero no todos, porque debían guardar personal experimentado para la frontera.
Más soldados no significaba más seguridad. Clara lo tenía bien sabido y Cránade se empecinaba en no entenderlo, pero lo ocurrido con Máximo Cántero lo había dejado bien claro. Tener un ejército más numeroso no aseguraba una victoria. Nada aseguraba una victoria. Cuando asumió, Clara había acelerado un poco el entrenamiento necesario para entrar a las Fuerzas, y, en parte, funcionó, pero luego Máximo comenzó a reclutar soldados a mansalva y había logrado algo que parecía imposible: debilitar a las Fuerzas Defensoras.
El ruido era constante. Anahí estaba en el balcón del departamento observándolo todo; en las calles parecía haber una masa espesa derritiéndose, la gente empujándose, impacientes, pensando en si mismos, con apuro pero sin sentido. Estaba allí arriba pero se sentía en el medio del océano, luchando contra olas gigantes que trataban de derrumbarla; cómo anhelaba un cigarrillo, el humo y su tranquilidad, cómo necesitaba una mentira que le brinde seguridad, un "todo va a salir bien" que incluso podía llegar a creer. Se creía excluida del paso del tiempo, pensaba que se encontraba ajena al mismo, en un planeta donde todo se había detenido y el movimiento que veía era producto de su imaginación. El tiempo pasaba, demasiado lento para su gusto, pero lo hacía. Quizás el motivo de la magnitud de sus nervios residía en el hecho de que nada dependía de ella, su trabajo ya estaba hecho, había colaborado muchísimo para que esto funcione correctamente y si no lo hacía, no solo sería una decepción; sería una catástrofe. Solo podía esperar.
Sonó el timbre. Una vez. Al cabo de unos segundos ocurrió de nuevo, pero esta vez fueron dos timbrazos. Cortos. Repitiendo la fórmula, luego de unos segundos, otros dos timbrazos cortos. La piel de Anahí se tornó pálida. Esperó un instante. Intentó retomar un ritmo cardíaco apropiado, pero no lo logró y bajó a abrir.
Cuando lo vio, a través del vidrio de la puerta del lobby, no pudo evitar sonreír. No supo si era a causa de la felicidad o de los nervios. El joven no se veía tan joven, parecía avejentado, y la barba desprolija potenciaba esto. Llevaba un bolso a sus espaldas y una mochila en su brazo derecho. Parecía cansado, molesto; parecía muchas cosas excepto nervioso. Anahí abrió la puerta y se presentaron. Subieron al departamento, por las escaleras, inmersos en un silencio incómodo, escuchando únicamente el bullicio que había afuera.
—¿No tuviste ningún problema? —dijo Ana, luego de entrar. El joven-no-tan-joven apoyó la mochila en el suelo.
—No, ninguno. Los documentos que me hizo llegar Mario eran de muy buena calidad. Ni dudaron. En la frontera, digo.
—¿Y acá, adentro de la Ciudad?
—Se me complicó un poco el tema de la ubicación. No sabía cómo llegar, no sé si es por el quilombo que hay afuera, no se puede caminar casi, si todo cambió mucho desde que me fui o si fue cosa mía, si me olvidé de las calles y eso. Sacando eso, todo perfecto.
Hablaba en tono tranquilo, pausado, vago. No parecía ser timidez, ni nervios (ni hablar de temor), al fin y al cabo, era la persona que iba a definir la operación. Era extraño.
Desde que había escuchado el timbre, Soledad se había parado detrás de la puerta del dormitorio (donde jugaba con Sol). Estaba expectante, ansiosa por conocer al joven. Oyó la conversación y, cuando no pudo esperar más, le dijo a Sol que la espere unos segundos, que no salga de la pieza, que tenía que hablar algo con su mamá. Salió del dormitorio y caminó hacia donde estaba Anahí; cuando vio al joven notó lo mismo que ella, y tuvo la misma impresión. No era miedo ni temor.
—Ella es Soledad —dijo Anahí, el joven la saludó—. Como ya debés saber —dijo Ana, dirigiéndose a la niñera—, él es Leonardo Castilla.
Cránade comandaba su patrulla. Si había algo que no tenía era paciencia, y debía medirse mucho más, delante de los cuidados, luego de su episodio en el Centro de Comunicaciones. Las personas lo trataban con respeto, pero no sabía si era a causa del miedo que generaba.
Las calles estaban repletas y en constante movimiento, había algunos desmayos y personas que se perdían entre la multitud, el ruido mezclado de voces, gritos, pasos y puertas abriéndose y cerrándose llenaba la Ciudad, y las Fuerzas Defensoras se encargaban de todo. Se había planeado específicamente que los soldados más veteranos manejen las patrullas, así se evitaba el desorden, pero no todos, porque debían guardar personal experimentado para la frontera.
Más soldados no significaba más seguridad. Clara lo tenía bien sabido y Cránade se empecinaba en no entenderlo, pero lo ocurrido con Máximo Cántero lo había dejado bien claro. Tener un ejército más numeroso no aseguraba una victoria. Nada aseguraba una victoria. Cuando asumió, Clara había acelerado un poco el entrenamiento necesario para entrar a las Fuerzas, y, en parte, funcionó, pero luego Máximo comenzó a reclutar soldados a mansalva y había logrado algo que parecía imposible: debilitar a las Fuerzas Defensoras.
El ruido era constante. Anahí estaba en el balcón del departamento observándolo todo; en las calles parecía haber una masa espesa derritiéndose, la gente empujándose, impacientes, pensando en si mismos, con apuro pero sin sentido. Estaba allí arriba pero se sentía en el medio del océano, luchando contra olas gigantes que trataban de derrumbarla; cómo anhelaba un cigarrillo, el humo y su tranquilidad, cómo necesitaba una mentira que le brinde seguridad, un "todo va a salir bien" que incluso podía llegar a creer. Se creía excluida del paso del tiempo, pensaba que se encontraba ajena al mismo, en un planeta donde todo se había detenido y el movimiento que veía era producto de su imaginación. El tiempo pasaba, demasiado lento para su gusto, pero lo hacía. Quizás el motivo de la magnitud de sus nervios residía en el hecho de que nada dependía de ella, su trabajo ya estaba hecho, había colaborado muchísimo para que esto funcione correctamente y si no lo hacía, no solo sería una decepción; sería una catástrofe. Solo podía esperar.
Sonó el timbre. Una vez. Al cabo de unos segundos ocurrió de nuevo, pero esta vez fueron dos timbrazos. Cortos. Repitiendo la fórmula, luego de unos segundos, otros dos timbrazos cortos. La piel de Anahí se tornó pálida. Esperó un instante. Intentó retomar un ritmo cardíaco apropiado, pero no lo logró y bajó a abrir.
Cuando lo vio, a través del vidrio de la puerta del lobby, no pudo evitar sonreír. No supo si era a causa de la felicidad o de los nervios. El joven no se veía tan joven, parecía avejentado, y la barba desprolija potenciaba esto. Llevaba un bolso a sus espaldas y una mochila en su brazo derecho. Parecía cansado, molesto; parecía muchas cosas excepto nervioso. Anahí abrió la puerta y se presentaron. Subieron al departamento, por las escaleras, inmersos en un silencio incómodo, escuchando únicamente el bullicio que había afuera.
—¿No tuviste ningún problema? —dijo Ana, luego de entrar. El joven-no-tan-joven apoyó la mochila en el suelo.
—No, ninguno. Los documentos que me hizo llegar Mario eran de muy buena calidad. Ni dudaron. En la frontera, digo.
—¿Y acá, adentro de la Ciudad?
—Se me complicó un poco el tema de la ubicación. No sabía cómo llegar, no sé si es por el quilombo que hay afuera, no se puede caminar casi, si todo cambió mucho desde que me fui o si fue cosa mía, si me olvidé de las calles y eso. Sacando eso, todo perfecto.
Hablaba en tono tranquilo, pausado, vago. No parecía ser timidez, ni nervios (ni hablar de temor), al fin y al cabo, era la persona que iba a definir la operación. Era extraño.
Desde que había escuchado el timbre, Soledad se había parado detrás de la puerta del dormitorio (donde jugaba con Sol). Estaba expectante, ansiosa por conocer al joven. Oyó la conversación y, cuando no pudo esperar más, le dijo a Sol que la espere unos segundos, que no salga de la pieza, que tenía que hablar algo con su mamá. Salió del dormitorio y caminó hacia donde estaba Anahí; cuando vio al joven notó lo mismo que ella, y tuvo la misma impresión. No era miedo ni temor.
—Ella es Soledad —dijo Anahí, el joven la saludó—. Como ya debés saber —dijo Ana, dirigiéndose a la niñera—, él es Leonardo Castilla.
El pueblo más cercano era minúsculo. Llegó y lo primero que hizo fue cerciorarse de que no lo siguieran. No había escuchado ningún indicio de que estuviera siendo seguido mientras cabalgaba hacia allí, pero quería estar seguro.
Tenía una mancha de sangre en la zapatilla derecha. Cuando lo notó, pensó en la suerte que tuvo en la frontera: si el guardia lo hubiese notado, en estos momentos estaría en un calabozo, y más adelante, probablemente, muerto. Ahora, no solo había tenido suerte en la frontera, había tenido una suerte infernal al no haber sido atrapado mientras se dirigía hacia allí.
El lugar estaba compuesto por no más de seis cuadras a la redonda. Parecía un lugar de esos que había a un costado de la ruta, entre dos ciudades grandes, donde aquellos que viajaban de una a otra paraban para descansar, comer algo y seguir su rumbo. Supuso que se conocerían todos con todos. Le pareció raro que nadie lo haya recibido, y en el lugar reinaba un silencio mortal. Quizás su suerte no era tanta.
Trataba de evitar el recuerdo pero era imposible. Era una piedra imposible de rodear, una roca gigante que deberá cargar consigo para siempre, un punto negro en sus ojos que le molestará para ver, un susurro en sus oídos que le impedirá oír el silencio. Una mancha de sangre en su conciencia que se había adherido con tanta fuerza que se tornó indeleble. Suspiró.
Había asesinado a una persona. Había asesinado a una persona y no había tenido tiempo para pensarlo, tiempo para considerar lo que había hecho, lo que significaba. Juan era inocente. Conoció la verdad pero debió pagar el precio. Una deuda que, en realidad, nunca terminará de pagar. Estaba solo, a la deriva, en un pueblo vacío -evitó pensar en "un pueblo muerto"-, tenía hambre y sed, estaba cansado y sucio, pero del tipo de suciedad que uno no se puede librar tan fácilmente, de ese tipo de suciedad cuyo terreno es la cabeza. El recuerdo se había incrustado como los dientes de una serpiente venenosa.
Dante Pardo estaba muerto, pero una parte de él también.
De pronto, le pareció escuchar un ruido. Ruido constante, como un murmullo. Quizás siempre estuvo allí, pero él estaba apartado de la realidad, metido en su mundo. Caminó por la calle. Las antorchas combatían lastimosamente la oscuridad, parecían morir y renacer al instante, lo que dificultaba divisar de manera correcta cualquier cosa que se encuentre a una cuadra de distancia. Disminuyó la velocidad de sus pasos y se agachó un poco, como escondiéndose, aunque en realidad no tenía idea idea de lo que hacía. Llegando a la esquina el volumen se acrecentaba, parecían ser voces, muchas voces, todas masculinas, pero no podía distinguir nada de lo que decían, tampoco donde estaban. Sabía que estaban cerca. Pensó que era una reunión, un Consejo tal vez, o directamente una cena con todos los habitantes del lugar (que no podían ser muchos), como una suerte de banquete. Quizás esto último era lo menos posible; su cabeza no lograba pensar con claridad.
Cuando se acercaba más y más al lugar donde provenían las voces, Leonardo habló, presentándose y preguntando donde estaban. Nadie contestó. Las voces se apagaron. Suponía que estaban a la vuelta de la esquina, pero no podía estar seguro. El eco, la oscuridad, la desorientación e incluso su cabeza podían haberlo confundido. Algo ocurrió en su cabeza, no era una idea ni una suposición, era una certeza del tamaño del planeta: no debía haber entrado allí. Parado en el medio de la calle, las antorchas iluminando poco y nada las paredes donde estaban incrustadas, y poco más: era un panorama desalentador. Consideró dar la vuelta y salir, pero, ¿a dónde? Llevó sus manos a la cara, como cubriéndose. Cada vez dolía más.
Una flecha de fuego aterrizó delante de él, tomándolo por sorpresa. Cuando intento darse vuelta y correr, chocó contra un hombre que estaba detrás suyo, como esperándolo. ¿Hace cuanto estaba allí? Sintió temor otra vez. Es demasiado enfrentarse a la muerte una vez en la vida, es obsceno dos en una misma noche. No sabía si él la buscaba o ella a él.
El hombre lo golpeó en la cabeza. Estaba en el piso, mareado, había recibido otro golpe estando en el suelo y todo lo que veía parecía surreal. Las sombras lo rodearon; formaron un círculo y en el centro estaba él. Alguien, aparentemente el líder, se abrió paso entre todos y se agachó para hablarle. Llevaba consigo una antorcha y Leo pudo observar su rostro: uno de sus ojos estaba completamente en blanco. El joven que se encontraba en el suelo tenía algo asumido, una conclusión que sacaba de las experiencias de esta noche: primero, la muerte se empecinó en encontrarlo, lo saludó y luego siguió su rumbo. Quizás, ahora, se había arrepentido, y había vuelto a encontrarlo para cobrar el precio de mirarla a los ojos. Los conocía, sabía quienes eran, por eso temblaba tan fuerte, por eso sus ojos estaban abiertos de par en par, por eso algunas lágrimas inundaron la antesala de sus ojos. Tuvo una idea, una última idea quizás, algo que lo mataba o lo salvaba.
—¿Quién sos? —dijo el líder de la Secta Los Últimos.
—Un hijo de Dios. Soy un hijo de Dios.
Sostener la mirada fue sostener en mundo con sus brazos. Luego, el silencio lo asesinó. Los segundos eran disparos. Morir y esperar tienen muchas cosas en común.
—No estabas acá. No sos de acá. ¿Qué buscás, hijo de Dios?
—A ustedes. Los estuve buscando. Quiero unirme —dijo Leonardo Castilla.
Tenía una mancha de sangre en la zapatilla derecha. Cuando lo notó, pensó en la suerte que tuvo en la frontera: si el guardia lo hubiese notado, en estos momentos estaría en un calabozo, y más adelante, probablemente, muerto. Ahora, no solo había tenido suerte en la frontera, había tenido una suerte infernal al no haber sido atrapado mientras se dirigía hacia allí.
El lugar estaba compuesto por no más de seis cuadras a la redonda. Parecía un lugar de esos que había a un costado de la ruta, entre dos ciudades grandes, donde aquellos que viajaban de una a otra paraban para descansar, comer algo y seguir su rumbo. Supuso que se conocerían todos con todos. Le pareció raro que nadie lo haya recibido, y en el lugar reinaba un silencio mortal. Quizás su suerte no era tanta.
Trataba de evitar el recuerdo pero era imposible. Era una piedra imposible de rodear, una roca gigante que deberá cargar consigo para siempre, un punto negro en sus ojos que le molestará para ver, un susurro en sus oídos que le impedirá oír el silencio. Una mancha de sangre en su conciencia que se había adherido con tanta fuerza que se tornó indeleble. Suspiró.
Había asesinado a una persona. Había asesinado a una persona y no había tenido tiempo para pensarlo, tiempo para considerar lo que había hecho, lo que significaba. Juan era inocente. Conoció la verdad pero debió pagar el precio. Una deuda que, en realidad, nunca terminará de pagar. Estaba solo, a la deriva, en un pueblo vacío -evitó pensar en "un pueblo muerto"-, tenía hambre y sed, estaba cansado y sucio, pero del tipo de suciedad que uno no se puede librar tan fácilmente, de ese tipo de suciedad cuyo terreno es la cabeza. El recuerdo se había incrustado como los dientes de una serpiente venenosa.
Dante Pardo estaba muerto, pero una parte de él también.
De pronto, le pareció escuchar un ruido. Ruido constante, como un murmullo. Quizás siempre estuvo allí, pero él estaba apartado de la realidad, metido en su mundo. Caminó por la calle. Las antorchas combatían lastimosamente la oscuridad, parecían morir y renacer al instante, lo que dificultaba divisar de manera correcta cualquier cosa que se encuentre a una cuadra de distancia. Disminuyó la velocidad de sus pasos y se agachó un poco, como escondiéndose, aunque en realidad no tenía idea idea de lo que hacía. Llegando a la esquina el volumen se acrecentaba, parecían ser voces, muchas voces, todas masculinas, pero no podía distinguir nada de lo que decían, tampoco donde estaban. Sabía que estaban cerca. Pensó que era una reunión, un Consejo tal vez, o directamente una cena con todos los habitantes del lugar (que no podían ser muchos), como una suerte de banquete. Quizás esto último era lo menos posible; su cabeza no lograba pensar con claridad.
Cuando se acercaba más y más al lugar donde provenían las voces, Leonardo habló, presentándose y preguntando donde estaban. Nadie contestó. Las voces se apagaron. Suponía que estaban a la vuelta de la esquina, pero no podía estar seguro. El eco, la oscuridad, la desorientación e incluso su cabeza podían haberlo confundido. Algo ocurrió en su cabeza, no era una idea ni una suposición, era una certeza del tamaño del planeta: no debía haber entrado allí. Parado en el medio de la calle, las antorchas iluminando poco y nada las paredes donde estaban incrustadas, y poco más: era un panorama desalentador. Consideró dar la vuelta y salir, pero, ¿a dónde? Llevó sus manos a la cara, como cubriéndose. Cada vez dolía más.
Una flecha de fuego aterrizó delante de él, tomándolo por sorpresa. Cuando intento darse vuelta y correr, chocó contra un hombre que estaba detrás suyo, como esperándolo. ¿Hace cuanto estaba allí? Sintió temor otra vez. Es demasiado enfrentarse a la muerte una vez en la vida, es obsceno dos en una misma noche. No sabía si él la buscaba o ella a él.
El hombre lo golpeó en la cabeza. Estaba en el piso, mareado, había recibido otro golpe estando en el suelo y todo lo que veía parecía surreal. Las sombras lo rodearon; formaron un círculo y en el centro estaba él. Alguien, aparentemente el líder, se abrió paso entre todos y se agachó para hablarle. Llevaba consigo una antorcha y Leo pudo observar su rostro: uno de sus ojos estaba completamente en blanco. El joven que se encontraba en el suelo tenía algo asumido, una conclusión que sacaba de las experiencias de esta noche: primero, la muerte se empecinó en encontrarlo, lo saludó y luego siguió su rumbo. Quizás, ahora, se había arrepentido, y había vuelto a encontrarlo para cobrar el precio de mirarla a los ojos. Los conocía, sabía quienes eran, por eso temblaba tan fuerte, por eso sus ojos estaban abiertos de par en par, por eso algunas lágrimas inundaron la antesala de sus ojos. Tuvo una idea, una última idea quizás, algo que lo mataba o lo salvaba.
—¿Quién sos? —dijo el líder de la Secta Los Últimos.
—Un hijo de Dios. Soy un hijo de Dios.
Sostener la mirada fue sostener en mundo con sus brazos. Luego, el silencio lo asesinó. Los segundos eran disparos. Morir y esperar tienen muchas cosas en común.
—No estabas acá. No sos de acá. ¿Qué buscás, hijo de Dios?
—A ustedes. Los estuve buscando. Quiero unirme —dijo Leonardo Castilla.
—¿Estás nervioso? —dijo Anahí. La pregunta tomó por sorpresa a Leo, quien parecía estar distraído.
—No. Sí.
—¿Eh?
—Un poco. Pero estuve peor.
Ana lo observó sacar algo que tenía pegado a su pecho, debajo de la remera, escondido. Era un reloj. No tenía la hora correcta. Él lo miró con suma atención. Luego abrió su mochila, y, ahora moviéndose con algo de rapidez, comenzó a vaciarla. Hizo lo mismo con su bolso. Un par de camperas llamaron la atención de Anahí, bastante bonitas. Leonardo tomó esas mismas.
—¿Tenés un cuchillo? —le dijo a la mujer.
Ella asintió. Fue a la cocina, volvió y se lo entregó. Leonardo lo clavó en distintas prendas dobladas y sacó lo que tenían dentro. Todo estaba casi tan cerca que podía tocarlo.
—No. Sí.
—¿Eh?
—Un poco. Pero estuve peor.
Ana lo observó sacar algo que tenía pegado a su pecho, debajo de la remera, escondido. Era un reloj. No tenía la hora correcta. Él lo miró con suma atención. Luego abrió su mochila, y, ahora moviéndose con algo de rapidez, comenzó a vaciarla. Hizo lo mismo con su bolso. Un par de camperas llamaron la atención de Anahí, bastante bonitas. Leonardo tomó esas mismas.
—¿Tenés un cuchillo? —le dijo a la mujer.
Ella asintió. Fue a la cocina, volvió y se lo entregó. Leonardo lo clavó en distintas prendas dobladas y sacó lo que tenían dentro. Todo estaba casi tan cerca que podía tocarlo.
Clara miraba por el ventanal. No sabía si era una costumbre de su marido que ella había apropiado, o si era algo propio del cristal, una especie de secreto que intentaba comunicar a quien se encontraba allí, una mano a aquellos que buscaban algo de tranquilidad. Solo que esta vez, a través del cristal, Clara observaba las calles repletas, oía el ruido del desorden. Oía los gritos de niños y ancianos, de asustados y de aburridos, de soldados y de soldaditos. Se oía en todos lados, en cada rincón de la Ciudad, todo estaba en movimiento, todo estaba cambiante, nada estaba en su lugar.
De pronto, le pareció oír algo distinto. Algo que rompía con la monotonía auditiva, y no solo le pareció a ella sino también al resto de las personas que se encontraban en la calle. Lo que era un desorden ordenado, se volvió un caos: todos comenzaron a correr. La imagen del descontrol era como un mar revuelto, nadie sabía dónde ir. Ahora, los gritos eran de terror, y el llanto entrecortado manifestaba lo que no podían expresar con sus alaridos. Cuando la segunda bomba explotó, todos pensaron que iban a morir.
Reinaba el descontrol. Los soldados no sabían qué hacer, algunos tenían tanto miedo como los ciudadanos, incluso más. No tenían protocolo para esto, era algo impensado, así que las Fuerzas Defensoras se dividieron en dos grupos: los que se quedaron con los ciudadanos y los que corrieron, espada en mano, hacia los lugares donde habían ocurrido las explosiones. Cada segundo que pasaba mientras se dirigían allí era un segundo perdido, pensaban, se dirigían a batallar, a una guerra, a defender a su Ciudad. El momento había llegado. Corrían y corrían; detenerse no era una opción. Las bombas habían explotado en dos de las tres fronteras cerradas. Era una buena estrategia, hacerlos vulnerables por todos lados, crear confusión.
Cuando el primer grupo de soldados llegó a la frontera oeste, supieron que algo andaba mal. No se encontraron con lo que esperaban, y eso era para agradecer, pero tampoco eran buenas noticias. No había escombros por todos lados, todo estaba en su lugar. Había sido una bomba de estruendo. Una en cada frontera. Una distracción.
Al cabo de unos minutos, Cránade y Cruz recibieron órdenes: debían dirigirse a hablar con Clara. Quería detalles de lo que había ocurrido y necesitaban tranquilizar a la población para continuar con el procedimiento. Ambos se dirigieron hacia allí.
En las escaleras de entrada al hogar de la Gobernadora había alrededor de veinte soldados, espada en mano, a la espera. Les habían notificado que había sido una bomba de estruendo, pero aún así era motivo de preocupación. Ella era la máxima prioridad.
Ambos caminaron con aires de superioridad, saludaron con indiferencia, subieron por la entrada y abrieron las puertas del lugar. Les habían comunicado que estaba en la Sala Principal. Era la única persona dentro de la casa, y eso se podía apreciar en el silencio que reinaba. Las paredes parecían acallar el bullicio de afuera. Se dirigieron hacia la Sala Principal. Cránade abrió la puerta y apenas pudo mantenerse en pie cuando vio a Clara sentada en la silla de la punta de la mesa, y a Leonardo Castilla (presunto cadáver) detrás de ella, con su mano sosteniendo un puñal y este último besando el cuello de la mujer.
Seguía sin poder creerlo. No podía hacer nada. Una tonelada de desconcierto lo abofeteó. Cruz se encontraba igual de perplejo.
—Siéntense. Cállense. Hablen cuando se los pido. O ella muere.
De su espalda colgaba una mochila. El Capitán de las Fuerzas Defensoras hizo lo que le fue ordenado, al igual que Cruz.
—Clara, te tengo que poner al tanto de algunas cosas. Quién soy yo, por ejemplo.
Ella asintió tanto como se lo permitió.
—Soy Leonardo Castilla y todas las personas que conocí están muertas. Fui amigo de Juan Cántero y soy el asesino de Dante Pardo. Fui llevado hacia una trampa, donde trataron de matarme, y tuve que hacerlo yo para sobrevivir. Dante fue el asesino del NN en la ruta, él era el asesino de su hija. Juan era inocente. Cruz y Cránade arreglaron todo para culpar al hijo de Máximo, para ascender en su puesto de las Fuerzas Defensoras, sedientos de poder, sabiendo que la debilidad más grande del Capitán era su hijo.
Cuando Clara escuchó ruidos en la biblioteca y se dirigió hacia allí, cuando notó el hoyo en el piso e intentó huir (porque ahí entendió lo que sucedía), cuando Leonardo Castilla, sucio por el ascenso dentro del túnel terminado apenas hace días atrás, la agarró del cuello, tapó su boca para que no grite y la llevó hasta la Sala Principal, donde le ordenó que mande a llamar a Cránade y a Cruz, lo que menos se imaginaba era un situación así. Las palabras que decía el joven encajaban con los hechos, todas eran posibles, quizás, todas eran verdad. Era una imagen que había observado pero siempre a oscuras, y este tal Leonardo fue el encargado de iluminarlo todo. Siempre había sospechado de Cránade, pero estos últimos meses en colaboración habían despejado sus dudas. Ahora, ¿qué buscaba Castilla? ¿Qué pretendía allí? ¿Matarlos a todos? ¿Por qué le decía eso?
—No tienen idea de las cosas que tuve que hacer para sobrevivir afuera. ¿Ese "grupo de locos" que ustedes dicen? Se hacen llamar Los Últimos. Son una secta religiosa que se encarga de, básicamente, asesinar. Nada más. Es lo único que hacemos. La leyenda es real, y lo viví en carne propia.
Los tres escuchaban con atención. Ninguno podía moverse, acababan de confirmar que ese hombre estaba loco de verdad. Eran inmunes a sus acusaciones de asesino. Todos lo eran en ese salón.
—Existe una falacia instalada en la sociedad que defiende que, para los asesinos, la primera víctima es la peor. Le genera pesadillas, noches de insomnio, paranoia, locura temporal. A medida que su número de víctimas aumenta, él o ella se va acostumbrando a matar, a terminar con una vida. Nunca escuché algo tan falso como eso. Es todo al revés, siempre es peor, siempre duele más.
Hizo silencio. Los miró. Buscó alguna reacción, cualquiera que sea. No encontró nada. Continuó.
—La secta tenía algunos infiltrados, gente como yo. Con infiltrados me refiero a personas que tuvieron que unirse para no morir. Uno de ellos se ofreció como voluntario para infiltrarse acá, para ver cómo estaban las cosas. Habíamos hablado un par de veces de escapar, de hacer la nuestra, pero era muy complicado. Este tipo se entera del Frente de Resistencia, que es precisamente eso, un Frente de Resistencia, y me lo dice en una de sus salidas. Lo uso como paloma mensajera. Le digo que todo el asunto con Máximo y su hijo fue una conspiración por parte de un sector dentro de las Fuerzas Defensoras, y él se los comunica a ellos, que tenían un poco de información al respecto. Entraron a tu casa —se dirigió a Cruz— y encontraron la ropa que usaste el día que pasó todo el tema de Dante. Te vio una nenita desde un balcón, pelotudo de mierda.
Cránade era pura furia. Cruz lo había engañado. Era un inútil.
—El túnel fue construido de a poco, total, no teníamos apuro. El Frente de Resistencia es más hablar que hacer, pero lo hicieron. Necesitaba una distracción para volver a entrar acá, eso sí. A la ciudad, digo. Esperé a que se descontrolen un poco las cosas, con ustedes al poder podía pasar en cualquier momento. Los soldados de las fronteras podían estar avisados, así que me cercioré de que, con el tema del acuerdo de prevención, fueran reemplazados por otros.
La paciencia de Cránade se empezaba a agotar. Todo había sucedido mientras él estaba en el cargo, y no había tenido la menor sospecha. Se sentía un inútil. Cruz seguía escuchando con atención.
—¿Máximo está muerto, no? —pregunta Leo.
Los otros tres cruzaron miradas, buscando qué responder.
—Qué obvios que son.
Leonardo corrió el puñal del cuello de Clara y, en un movimiento rápido, lo clavó en su mano izquierda. La sangre manchó el alfombrado del suelo. Tapó su boca para acallar los gritos de dolor. Volvió a colocar el puñal en su cuello. Cránade y Cruz ahora estaban parados, y amenazaban con sacar su espada.
—Los de la secta mataban a todo ser humano que veían porque pensaban que, nuestra supervivencia, era un error. Que Dios quiso que el sol se apague para nosotros por una razón, porque nos quería muertos. Le habíamos fallado y nos quería muertos. Los que sobrevivimos, los que todavía respiramos, somos errores de Dios, y tienen que ser corregidos.
Clara lloraba del dolor. De su mano seguía brotando sangre.
—Están locos. No es un error de Dios que sigamos vivos. Lo que sí puedo creer es que sea un error que nosotros 4 sigamos vivos. Somos cuatro mierdas. Ustedes me mataron a mi. Ahora voy a devolverles el favor.
Sacó un interruptor de su bolsillo y se quedó mirando a Cránade y a Cruz. No entendían, todavía. Sus neuronas no habían hecho sinapsis. No habían logrado la conexión, o tal vez no creían que fuera capaz.
Cuando Clara vio el interruptor, al lado de su cabeza, comenzó a moverse para todos lados, a forcejear, intentando escapar. Ella se había percatado. Leonardo Castilla apretó el interruptor y la bomba casera que había en su mochila explotó, reduciendo a pedazos a las cuatro personas dentro de la habitación, dejando el hogar entero de Clara en ruinas.
Leonardo por fin encontraba paz.
De pronto, le pareció oír algo distinto. Algo que rompía con la monotonía auditiva, y no solo le pareció a ella sino también al resto de las personas que se encontraban en la calle. Lo que era un desorden ordenado, se volvió un caos: todos comenzaron a correr. La imagen del descontrol era como un mar revuelto, nadie sabía dónde ir. Ahora, los gritos eran de terror, y el llanto entrecortado manifestaba lo que no podían expresar con sus alaridos. Cuando la segunda bomba explotó, todos pensaron que iban a morir.
Reinaba el descontrol. Los soldados no sabían qué hacer, algunos tenían tanto miedo como los ciudadanos, incluso más. No tenían protocolo para esto, era algo impensado, así que las Fuerzas Defensoras se dividieron en dos grupos: los que se quedaron con los ciudadanos y los que corrieron, espada en mano, hacia los lugares donde habían ocurrido las explosiones. Cada segundo que pasaba mientras se dirigían allí era un segundo perdido, pensaban, se dirigían a batallar, a una guerra, a defender a su Ciudad. El momento había llegado. Corrían y corrían; detenerse no era una opción. Las bombas habían explotado en dos de las tres fronteras cerradas. Era una buena estrategia, hacerlos vulnerables por todos lados, crear confusión.
Cuando el primer grupo de soldados llegó a la frontera oeste, supieron que algo andaba mal. No se encontraron con lo que esperaban, y eso era para agradecer, pero tampoco eran buenas noticias. No había escombros por todos lados, todo estaba en su lugar. Había sido una bomba de estruendo. Una en cada frontera. Una distracción.
Al cabo de unos minutos, Cránade y Cruz recibieron órdenes: debían dirigirse a hablar con Clara. Quería detalles de lo que había ocurrido y necesitaban tranquilizar a la población para continuar con el procedimiento. Ambos se dirigieron hacia allí.
En las escaleras de entrada al hogar de la Gobernadora había alrededor de veinte soldados, espada en mano, a la espera. Les habían notificado que había sido una bomba de estruendo, pero aún así era motivo de preocupación. Ella era la máxima prioridad.
Ambos caminaron con aires de superioridad, saludaron con indiferencia, subieron por la entrada y abrieron las puertas del lugar. Les habían comunicado que estaba en la Sala Principal. Era la única persona dentro de la casa, y eso se podía apreciar en el silencio que reinaba. Las paredes parecían acallar el bullicio de afuera. Se dirigieron hacia la Sala Principal. Cránade abrió la puerta y apenas pudo mantenerse en pie cuando vio a Clara sentada en la silla de la punta de la mesa, y a Leonardo Castilla (presunto cadáver) detrás de ella, con su mano sosteniendo un puñal y este último besando el cuello de la mujer.
Seguía sin poder creerlo. No podía hacer nada. Una tonelada de desconcierto lo abofeteó. Cruz se encontraba igual de perplejo.
—Siéntense. Cállense. Hablen cuando se los pido. O ella muere.
De su espalda colgaba una mochila. El Capitán de las Fuerzas Defensoras hizo lo que le fue ordenado, al igual que Cruz.
—Clara, te tengo que poner al tanto de algunas cosas. Quién soy yo, por ejemplo.
Ella asintió tanto como se lo permitió.
—Soy Leonardo Castilla y todas las personas que conocí están muertas. Fui amigo de Juan Cántero y soy el asesino de Dante Pardo. Fui llevado hacia una trampa, donde trataron de matarme, y tuve que hacerlo yo para sobrevivir. Dante fue el asesino del NN en la ruta, él era el asesino de su hija. Juan era inocente. Cruz y Cránade arreglaron todo para culpar al hijo de Máximo, para ascender en su puesto de las Fuerzas Defensoras, sedientos de poder, sabiendo que la debilidad más grande del Capitán era su hijo.
Cuando Clara escuchó ruidos en la biblioteca y se dirigió hacia allí, cuando notó el hoyo en el piso e intentó huir (porque ahí entendió lo que sucedía), cuando Leonardo Castilla, sucio por el ascenso dentro del túnel terminado apenas hace días atrás, la agarró del cuello, tapó su boca para que no grite y la llevó hasta la Sala Principal, donde le ordenó que mande a llamar a Cránade y a Cruz, lo que menos se imaginaba era un situación así. Las palabras que decía el joven encajaban con los hechos, todas eran posibles, quizás, todas eran verdad. Era una imagen que había observado pero siempre a oscuras, y este tal Leonardo fue el encargado de iluminarlo todo. Siempre había sospechado de Cránade, pero estos últimos meses en colaboración habían despejado sus dudas. Ahora, ¿qué buscaba Castilla? ¿Qué pretendía allí? ¿Matarlos a todos? ¿Por qué le decía eso?
—No tienen idea de las cosas que tuve que hacer para sobrevivir afuera. ¿Ese "grupo de locos" que ustedes dicen? Se hacen llamar Los Últimos. Son una secta religiosa que se encarga de, básicamente, asesinar. Nada más. Es lo único que hacemos. La leyenda es real, y lo viví en carne propia.
Los tres escuchaban con atención. Ninguno podía moverse, acababan de confirmar que ese hombre estaba loco de verdad. Eran inmunes a sus acusaciones de asesino. Todos lo eran en ese salón.
—Existe una falacia instalada en la sociedad que defiende que, para los asesinos, la primera víctima es la peor. Le genera pesadillas, noches de insomnio, paranoia, locura temporal. A medida que su número de víctimas aumenta, él o ella se va acostumbrando a matar, a terminar con una vida. Nunca escuché algo tan falso como eso. Es todo al revés, siempre es peor, siempre duele más.
Hizo silencio. Los miró. Buscó alguna reacción, cualquiera que sea. No encontró nada. Continuó.
—La secta tenía algunos infiltrados, gente como yo. Con infiltrados me refiero a personas que tuvieron que unirse para no morir. Uno de ellos se ofreció como voluntario para infiltrarse acá, para ver cómo estaban las cosas. Habíamos hablado un par de veces de escapar, de hacer la nuestra, pero era muy complicado. Este tipo se entera del Frente de Resistencia, que es precisamente eso, un Frente de Resistencia, y me lo dice en una de sus salidas. Lo uso como paloma mensajera. Le digo que todo el asunto con Máximo y su hijo fue una conspiración por parte de un sector dentro de las Fuerzas Defensoras, y él se los comunica a ellos, que tenían un poco de información al respecto. Entraron a tu casa —se dirigió a Cruz— y encontraron la ropa que usaste el día que pasó todo el tema de Dante. Te vio una nenita desde un balcón, pelotudo de mierda.
Cránade era pura furia. Cruz lo había engañado. Era un inútil.
—El túnel fue construido de a poco, total, no teníamos apuro. El Frente de Resistencia es más hablar que hacer, pero lo hicieron. Necesitaba una distracción para volver a entrar acá, eso sí. A la ciudad, digo. Esperé a que se descontrolen un poco las cosas, con ustedes al poder podía pasar en cualquier momento. Los soldados de las fronteras podían estar avisados, así que me cercioré de que, con el tema del acuerdo de prevención, fueran reemplazados por otros.
La paciencia de Cránade se empezaba a agotar. Todo había sucedido mientras él estaba en el cargo, y no había tenido la menor sospecha. Se sentía un inútil. Cruz seguía escuchando con atención.
—¿Máximo está muerto, no? —pregunta Leo.
Los otros tres cruzaron miradas, buscando qué responder.
—Qué obvios que son.
Leonardo corrió el puñal del cuello de Clara y, en un movimiento rápido, lo clavó en su mano izquierda. La sangre manchó el alfombrado del suelo. Tapó su boca para acallar los gritos de dolor. Volvió a colocar el puñal en su cuello. Cránade y Cruz ahora estaban parados, y amenazaban con sacar su espada.
—Los de la secta mataban a todo ser humano que veían porque pensaban que, nuestra supervivencia, era un error. Que Dios quiso que el sol se apague para nosotros por una razón, porque nos quería muertos. Le habíamos fallado y nos quería muertos. Los que sobrevivimos, los que todavía respiramos, somos errores de Dios, y tienen que ser corregidos.
Clara lloraba del dolor. De su mano seguía brotando sangre.
—Están locos. No es un error de Dios que sigamos vivos. Lo que sí puedo creer es que sea un error que nosotros 4 sigamos vivos. Somos cuatro mierdas. Ustedes me mataron a mi. Ahora voy a devolverles el favor.
Sacó un interruptor de su bolsillo y se quedó mirando a Cránade y a Cruz. No entendían, todavía. Sus neuronas no habían hecho sinapsis. No habían logrado la conexión, o tal vez no creían que fuera capaz.
Cuando Clara vio el interruptor, al lado de su cabeza, comenzó a moverse para todos lados, a forcejear, intentando escapar. Ella se había percatado. Leonardo Castilla apretó el interruptor y la bomba casera que había en su mochila explotó, reduciendo a pedazos a las cuatro personas dentro de la habitación, dejando el hogar entero de Clara en ruinas.
Leonardo por fin encontraba paz.
Anahí escuchó la explosión y comenzó a llorar. Quizás de los nervios acumulados, quizás del terror que le tenía al futuro, quizás porque lo había logrado, porque esa explosión significaba que sí, que los más altos cargos estaban muertos, quizás era eso, el asunto de la muerte, que se sentía mal por sentirse bien, que se odiaba a sí misma y en lo que se había convertido pero era necesario, que su esfuerzo había dado frutos, que en unos minutos iba a escuchar otra explosión y que sería la muerte de los tipos de la secta, que el amigo de Leonardo había hecho lo mismo...quizás solo tenía ganas de llorar.
¿Qué le espera a su futuro? ¿Será parte del Consejo que dirigirá Aires, como habían arreglado? ¿Confiará la gente en ellos? ¿Lo entenderán, aún así después de tomar el poder de la manera en la que lo tomaron? ¿Habrán resistido las paredes del salón de reservas? Eso esperaba. Luego de un abrazo entre lágrimas con Soledad y su hija (que no entendía el motivo del llanto) salió de su departamento y se dirigió al Obelisco. El resto de integrantes del Frente de Resistencia allí la esperaba.
Quizás también lloraba porque ayudó a la muerte y ella le dijo "nos vemos".
¿Qué le espera a su futuro? ¿Será parte del Consejo que dirigirá Aires, como habían arreglado? ¿Confiará la gente en ellos? ¿Lo entenderán, aún así después de tomar el poder de la manera en la que lo tomaron? ¿Habrán resistido las paredes del salón de reservas? Eso esperaba. Luego de un abrazo entre lágrimas con Soledad y su hija (que no entendía el motivo del llanto) salió de su departamento y se dirigió al Obelisco. El resto de integrantes del Frente de Resistencia allí la esperaba.
Quizás también lloraba porque ayudó a la muerte y ella le dijo "nos vemos".