"Estamos locos" pensaba Ana todas las mañanas, cuando salía al balcón unos segundos y miraba las calles de la Ciudad. Las patrullas de las Fuerzas Defensoras avanzaban con precisión casi coreográfica, como si fueran actores de una película. Quién sabe qué tan rápido responderán, qué tan fieles serán, qué difíciles de vencer, qué tan difíciles de gobernar. Las preguntas formaban una nube en su cabeza que ella disipaba tomándose un café. El primero del día (noche).
El Frente de Resistencia existía desde la muerte del difunto Gobernador. Fue creado por un grupo de personas que perdieron la confianza en el Gobierno en algún momento del pasado, y lo ocurrido fue el disparador necesario para unirlos. Se mantenían ocultos, su lugar de reunión y sus reuniones se realizaban en secreto, no sabían cómo reaccionaría el Gobierno si se enterase y tampoco querían saberlo. No eran más de mil, sin preparación para combates, sin ideas acerca de estrategias de guerra, algunos siquiera sin estado físico. Lo que tenían era impotencia, iniciativa, inteligencia. Y también tenían a una infiltrada en el Consejo, que colaboró en la creación de un plan para destituir a Clara y a Cránade del poder.
Su hija se despertó y la saludó en modo automático, portando en su rostro las marcas del colchón. "Estamos locos. Es una ventaja. Nosotros estamos locos, pero ellos están muertos", pensó.
Miró su reloj. Tenía tiempo. Se bañó durante largo rato, intentando eliminar sus nervios, o esconderlos hasta que lo único que tenga que hacer sea esperar. Para actuar necesitaba tener su cabeza en blanco. Hoy le esperaba un día laboral agitado, más que de costumbre. Se preparó con pulcritud. Su hija la observaba maquillarse, denotando asombro infantil. Cuando terminó, el ruido del timbre rompió el silencio. Seguido de un ring, luego de unos segundos, sonaron otros tres. Al cabo de unos minutos, Soledad entró en el departamento.
—¿Estás lista, Concejala? —dijo, en tono irónico, la niñera.
—Siempre. Como los boy scouts.
—Escuchame, boy scout, todo va a salir bien.
Ana se sintió desnuda. ¿Tanto la había vendido su tono de voz? Intentó fijar las palabras de Soledad en su cabeza, como para restarle dificultad al asunto del que debería ocuparse más tarde. Las repitió un par de veces. Casi se las creyó.
Sol apareció corriendo y saludó con un abrazo y un beso a su niñera, dejando una mancha de labial en el cachete de esta última, evidenciando que no había aparecido antes por estar jugando con la cartera de su madre. La madre, antes de salir, se despidió con ternura. De ambas.
Anahí llegó al Salón del Consejo mucho antes que sus compañeros. De todas formas, se iría antes de tiempo.
En el Centro de Comunicaciones, el lugar donde se realizaban los pedidos al Gobierno, reinaba un ambiente extraño. Apenas había movimiento, y esto contrastaba con lo ocurrido en los últimos meses. ¿Dónde estaban todos? Las paredes miraban, expectantes, al vacío salón. Los soldados de las Fuerzas Defensoras cruzaban miradas de interrogación, como si alguno de sus compañeros tendría la respuesta. Hace varios minutos se había iniciado la jornada laboral, estaban abiertos a reclamos, y si había algo que le gustaba al argentino era quejarse.
Pasada la media hora, una persona ingresó. Luego, otra. Detrás de ellos, otras dos. Y, luego, detrás de ellos, una multitud irrumpió en el lugar. Los soldados se miraban, extrañados. No entendían qué pasaba. Los sobrepasaban en número. Se ubicaron cubriendo la salida y gran parte del salón. Un hombre se adelantó, aparentando ser el líder. A la vez, uno de los soldados que se encontraban en la puerta se retiró.
—Venimos a pedir algo que pedimos varias veces. La diferencia está en que, esta vez, lo vamos a conseguir.
—Parecen muy convencidos —respondió Cránade.
—Lo estamos. También estamos un poco cansados, Capitán.
—Lo entiendo.
—Ahora me entiende. ¿Las anteriores veces no me entendía? Venimos una vez al mes, desde hace meses, a quejarnos. Pero veníamos de a uno, de a dos. Ahora nos van a tener que escuchar. No podemos seguir viviendo así. Las peleas son insoportables. Todos necesitamos nuestro espacio. Y más en nuestra propia casa.
—Los entiendo.
—Bueno, haga algo.
—No.
—¿Cómo?
—Digo que no. No es el momento.
Un murmullo recorrió el lugar y se acrecentó con el correr de los segundos. Los ojos parecían quemar.
—¿Por qué?
—Estados ocupados con otras cosas.
—¿Qué es más importante que el bienestar de la población, según ustedes? Nada.
—No puedo decirlo.
—Capitán, todos sabemos que no va a llover. No sé quién tuvo esa idea. Lo único que queremos es vivir tranquilos, en nuestras casas, sin ningún desconocido. Después de tantos meses siguen siendo desconocidos. No tenemos interés en conocerlos. Queremos una respuesta hoy. El acuerdo de prevención fue una mentira.
—Por más que acepte, sería complicado el proceso. Necesitaríamos a alguien del Consejo que colabore con la elaboración del plan. Luego, transmitirlo al Consejo Mayor. No depende de nosotros. En ambos Consejos se encuentran ocupados.
—Desocúpelos.
La poca paciencia de Cránade se empezaba a agotar. ¿Quién era ese hombre para presentarse allí y mandar así?
—¿Quién sos?
—¿Qué?
—Nada. Escuchá. Esto es simple. No podemos hacer nada. Vuelvan mañana.
—No nos vamos a ningún lado, Capitán.
Por el rostro de Cránade cañoneaban varias gotas de sudor. No podría aguantar mucho más.
—¿Y qué piensan hacer? —dijo, sin querer conocer la respuesta.
—Una huelga.
El Capitán de las Fuerzas Defensoras sacó su espada. Le siguieron el resto de los soldados.
_¿Están seguros? —dijo, al notar el temor en los ojos de los ciudadanos. Estaban aterrados.
—¿En serio? —respondió, con astucia, el hombre— ¿Nos vas a matar? No nos podés hacer nada. Tu superior no te lo permite. ¿Así tratan a los ciudadanos? ¿Nos quieren matar en lugar de protegernos? ¿Qué clase de gobierno es este? —se dio vuelta y se dirigió hacia los ciudadanos— ¿Este es el gobierno que queremos?
Cránade no lo podía creer. Nunca creyó que todo iba a ser tan difícil, tan complicado. Cometió algunos errores en el pasado, pero ahora intentaba hacer las cosas bien. Y no lo lograba. Clara se había convertido en una aliada, era más inteligente que lo que él había pensado. Había llegado al poder, se había mantenido fiel a ella, a su política, y aún así, todo se le estaba yendo de las manos.
Necesitaba tranquilizarse. Era el Capitán de las Fuerzas Defensoras. Miles de ojos captaban sus movimientos. Lo observaban respirar agitado, espada en mano, con los ojos bien abiertos. La luz de las antorchas parecía tomar más y más intensidad.
Si cedía, quedaba como un débil. Si lo asesinaba, bueno, como un asesino.
Ambas eran malas opciones, aunque, en el fondo, lo sabía. Conocía la respuesta. Estaba escondida, oculta, mínima, en algún lugar de su cabeza. El orden debía ser establecido bajo toda circunstancia. Era indispensable. Esas personas no iban armadas, no tenían preparación, no estaban protegidos. Sí, eran más, pero él podía llamar a refuerzos. Sí, Clara pretendía no derramar sangre bajo ninguna circunstancia, pero ¿en serio estas personas eran ciudadanos de Aires? Se presentaban allí, como si fueran los dueños del mundo. Amenazaban con realizar una huelga. ¿Quién eran? ¿Quién mierda eran?
Alzó su espada.
—Clara no está acá —dijo, mirando al hombre delante suyo.
Alguien intentaba hacerse paso por el medio de la multitud. La gente se corría, dejándola pasar pero soltando algún que otro insulto de por medio. Se ubicó delante del hombre que estaba a punto de ser asesinado, y Cránade se sorprendió. La reconoció. Guardó su espada.
Se apartaron unos metros, para poder hablar sin que nadie los escuche.
—¿Por qué no estás en el Salón del Consejo? ¿Qué hacés acá, Maner?
—Clara se enteró de la manifestación. Yo estaba con ella. Me mandó a decir que no te mandes ninguna cagada, que quería hablar con vos, y que sí, que les des lo que quieren.
El Frente de Resistencia existía desde la muerte del difunto Gobernador. Fue creado por un grupo de personas que perdieron la confianza en el Gobierno en algún momento del pasado, y lo ocurrido fue el disparador necesario para unirlos. Se mantenían ocultos, su lugar de reunión y sus reuniones se realizaban en secreto, no sabían cómo reaccionaría el Gobierno si se enterase y tampoco querían saberlo. No eran más de mil, sin preparación para combates, sin ideas acerca de estrategias de guerra, algunos siquiera sin estado físico. Lo que tenían era impotencia, iniciativa, inteligencia. Y también tenían a una infiltrada en el Consejo, que colaboró en la creación de un plan para destituir a Clara y a Cránade del poder.
Su hija se despertó y la saludó en modo automático, portando en su rostro las marcas del colchón. "Estamos locos. Es una ventaja. Nosotros estamos locos, pero ellos están muertos", pensó.
Miró su reloj. Tenía tiempo. Se bañó durante largo rato, intentando eliminar sus nervios, o esconderlos hasta que lo único que tenga que hacer sea esperar. Para actuar necesitaba tener su cabeza en blanco. Hoy le esperaba un día laboral agitado, más que de costumbre. Se preparó con pulcritud. Su hija la observaba maquillarse, denotando asombro infantil. Cuando terminó, el ruido del timbre rompió el silencio. Seguido de un ring, luego de unos segundos, sonaron otros tres. Al cabo de unos minutos, Soledad entró en el departamento.
—¿Estás lista, Concejala? —dijo, en tono irónico, la niñera.
—Siempre. Como los boy scouts.
—Escuchame, boy scout, todo va a salir bien.
Ana se sintió desnuda. ¿Tanto la había vendido su tono de voz? Intentó fijar las palabras de Soledad en su cabeza, como para restarle dificultad al asunto del que debería ocuparse más tarde. Las repitió un par de veces. Casi se las creyó.
Sol apareció corriendo y saludó con un abrazo y un beso a su niñera, dejando una mancha de labial en el cachete de esta última, evidenciando que no había aparecido antes por estar jugando con la cartera de su madre. La madre, antes de salir, se despidió con ternura. De ambas.
Anahí llegó al Salón del Consejo mucho antes que sus compañeros. De todas formas, se iría antes de tiempo.
En el Centro de Comunicaciones, el lugar donde se realizaban los pedidos al Gobierno, reinaba un ambiente extraño. Apenas había movimiento, y esto contrastaba con lo ocurrido en los últimos meses. ¿Dónde estaban todos? Las paredes miraban, expectantes, al vacío salón. Los soldados de las Fuerzas Defensoras cruzaban miradas de interrogación, como si alguno de sus compañeros tendría la respuesta. Hace varios minutos se había iniciado la jornada laboral, estaban abiertos a reclamos, y si había algo que le gustaba al argentino era quejarse.
Pasada la media hora, una persona ingresó. Luego, otra. Detrás de ellos, otras dos. Y, luego, detrás de ellos, una multitud irrumpió en el lugar. Los soldados se miraban, extrañados. No entendían qué pasaba. Los sobrepasaban en número. Se ubicaron cubriendo la salida y gran parte del salón. Un hombre se adelantó, aparentando ser el líder. A la vez, uno de los soldados que se encontraban en la puerta se retiró.
—Venimos a pedir algo que pedimos varias veces. La diferencia está en que, esta vez, lo vamos a conseguir.
—Parecen muy convencidos —respondió Cránade.
—Lo estamos. También estamos un poco cansados, Capitán.
—Lo entiendo.
—Ahora me entiende. ¿Las anteriores veces no me entendía? Venimos una vez al mes, desde hace meses, a quejarnos. Pero veníamos de a uno, de a dos. Ahora nos van a tener que escuchar. No podemos seguir viviendo así. Las peleas son insoportables. Todos necesitamos nuestro espacio. Y más en nuestra propia casa.
—Los entiendo.
—Bueno, haga algo.
—No.
—¿Cómo?
—Digo que no. No es el momento.
Un murmullo recorrió el lugar y se acrecentó con el correr de los segundos. Los ojos parecían quemar.
—¿Por qué?
—Estados ocupados con otras cosas.
—¿Qué es más importante que el bienestar de la población, según ustedes? Nada.
—No puedo decirlo.
—Capitán, todos sabemos que no va a llover. No sé quién tuvo esa idea. Lo único que queremos es vivir tranquilos, en nuestras casas, sin ningún desconocido. Después de tantos meses siguen siendo desconocidos. No tenemos interés en conocerlos. Queremos una respuesta hoy. El acuerdo de prevención fue una mentira.
—Por más que acepte, sería complicado el proceso. Necesitaríamos a alguien del Consejo que colabore con la elaboración del plan. Luego, transmitirlo al Consejo Mayor. No depende de nosotros. En ambos Consejos se encuentran ocupados.
—Desocúpelos.
La poca paciencia de Cránade se empezaba a agotar. ¿Quién era ese hombre para presentarse allí y mandar así?
—¿Quién sos?
—¿Qué?
—Nada. Escuchá. Esto es simple. No podemos hacer nada. Vuelvan mañana.
—No nos vamos a ningún lado, Capitán.
Por el rostro de Cránade cañoneaban varias gotas de sudor. No podría aguantar mucho más.
—¿Y qué piensan hacer? —dijo, sin querer conocer la respuesta.
—Una huelga.
El Capitán de las Fuerzas Defensoras sacó su espada. Le siguieron el resto de los soldados.
_¿Están seguros? —dijo, al notar el temor en los ojos de los ciudadanos. Estaban aterrados.
—¿En serio? —respondió, con astucia, el hombre— ¿Nos vas a matar? No nos podés hacer nada. Tu superior no te lo permite. ¿Así tratan a los ciudadanos? ¿Nos quieren matar en lugar de protegernos? ¿Qué clase de gobierno es este? —se dio vuelta y se dirigió hacia los ciudadanos— ¿Este es el gobierno que queremos?
Cránade no lo podía creer. Nunca creyó que todo iba a ser tan difícil, tan complicado. Cometió algunos errores en el pasado, pero ahora intentaba hacer las cosas bien. Y no lo lograba. Clara se había convertido en una aliada, era más inteligente que lo que él había pensado. Había llegado al poder, se había mantenido fiel a ella, a su política, y aún así, todo se le estaba yendo de las manos.
Necesitaba tranquilizarse. Era el Capitán de las Fuerzas Defensoras. Miles de ojos captaban sus movimientos. Lo observaban respirar agitado, espada en mano, con los ojos bien abiertos. La luz de las antorchas parecía tomar más y más intensidad.
Si cedía, quedaba como un débil. Si lo asesinaba, bueno, como un asesino.
Ambas eran malas opciones, aunque, en el fondo, lo sabía. Conocía la respuesta. Estaba escondida, oculta, mínima, en algún lugar de su cabeza. El orden debía ser establecido bajo toda circunstancia. Era indispensable. Esas personas no iban armadas, no tenían preparación, no estaban protegidos. Sí, eran más, pero él podía llamar a refuerzos. Sí, Clara pretendía no derramar sangre bajo ninguna circunstancia, pero ¿en serio estas personas eran ciudadanos de Aires? Se presentaban allí, como si fueran los dueños del mundo. Amenazaban con realizar una huelga. ¿Quién eran? ¿Quién mierda eran?
Alzó su espada.
—Clara no está acá —dijo, mirando al hombre delante suyo.
Alguien intentaba hacerse paso por el medio de la multitud. La gente se corría, dejándola pasar pero soltando algún que otro insulto de por medio. Se ubicó delante del hombre que estaba a punto de ser asesinado, y Cránade se sorprendió. La reconoció. Guardó su espada.
Se apartaron unos metros, para poder hablar sin que nadie los escuche.
—¿Por qué no estás en el Salón del Consejo? ¿Qué hacés acá, Maner?
—Clara se enteró de la manifestación. Yo estaba con ella. Me mandó a decir que no te mandes ninguna cagada, que quería hablar con vos, y que sí, que les des lo que quieren.
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