miércoles, 7 de enero de 2015

Capítulo 16 - Juntos

               El anterior había sido un día común: agitado. Todo sucedía rápido pero las agujas del reloj parecían estar dormidas. El tiempo se tornaba más pesado aún cuando recordaba lo que debía hacer el resto de la tarde. Al llegar a mitad de jornada, se retiró del Salón del Consejo siendo reemplazada por alguien que no llegó a ver. No tenía tiempo. Todo lo que hacia era legal, es decir, no se estaba escapando del trabajo: había dado aviso unos días atrás, su salida estaba notificada. Tenía una cita con Clara, la Gobernadora de la Ciudad de Aires. Un carromato la llevó hasta ella.
               Debió esperar unos minutos antes de ser atendida. En esos minutos miró el reloj con cada vez más desesperación, sintiendo que todo se podía desmoronar, sintiendo que el plan no era un castillo, en realidad era una casa de naipes sobre una mesa inclinada. ¿Clara confiaría en ella? Suponía que sí, formaba parte del Consejo y se había comportado de manera excelente durante todos estos meses, pero, ¿si la descubría? Se veía capturada y ejecutada en una ceremonia pública, junto con sus secuaces. Veía a su hija crecer sola, desamparada, en la casa de algún vecino cuyo corazón se había apagado junto con el sol.
—Señorita Maner, pase, por favor —dijo la secretaria, devolviéndole el alma al cuerpo.
               El despacho de Clara parecía una pintura, tan pulcro, tan ordenado, tan perfecto, que se demoró observándolo durante unos segundos. Luego de saludar a la Gobernadora, tomó asiento. Comenzó la obra. Era tiempo de actuar.
               Habló. En realidad, repitió. Había estudiado esa hoja durante horas y horas, dominando la historia a la perfección. Una historia de ficción. Poniendo énfasis en las partes en las que debía hacerlo, llamándose a la pausa cuando era necesario, narrando como una novelista profesional. Así contó la historia. Básicamente, decía que su hija estaba enferma, que había acudido a distintos médicos pero todos decían lo mismo (nada), pero que ella conocía la verdad, que su difunto marido había padecido lo mismo, que es hereditario, que ella había estudiado medicina pero no había podido terminar la carrera por hacerse cargo de su hija, que es asma aunque se empeñan en decirle que no, y que ella conocía exactamente el inhalador necesario. Parecía una profesional de la mentira, una fabuladora con años de experiencia, pero por dentro estaba muriendo, retorciéndose en cada palabra, explotando en cada silencio. Supo manejar los nervios como un piloto de avión que realiza un aterrizaje forzado, con su avión sin combustible, salvándole la vida a todos sus pasajeros. Le agradeció su lugar en el Consejo, le agradeció y le volvió a agradecer, pero necesitaba un favor más.
—Afuera hay un soldado. Decile que necesitás ir a ver a las reservas. Él te va a acompañar —respondió Clara, con una tenue sonrisa en su rostro.
               Lo había logrado.
               El lugar era impresionante. Había reservas de todo tipo: pilas, lámparas, antorchas, nafta, comida enlatada, agua, algunas pistolas, medicinas, etcétera. Atrapó cada detalle del lugar con sus ojos, fotografió mentalmente cada rincón: las paredes y su color, telarañas en el techo, pequeñas manchas de humedad. El guardia la observaba desde la puerta blindada. Tomó dos de los tantos inhaladores, simulando no saber cuál de los dos elegir. Habló con el guardia para que le permita llevárselos, explicando que uno de los era el que necesitaba su hija pero no sabía cuál. El guardia aceptó. Si esa mujer estaba allí era debido al permiso de Clara, así que no tenía por qué dudar. Ella le devolvió una sonrisa cariñosa, tal vez demasiado. El guardia hizo lo suyo. Ana guardó los inhaladores en su cartera, dejando caer uno. Apoyándose en la pared, lo levantó. El guardia aprovechó la situación para mirarle el escote.
               Al salir del lugar, se dirigió hacia su casa. Entró y vio a su hija jugando en el piso con sus muñecas. Soledad estaba observándola desde el balcón. Saludó con ternura a ambas y, antes de decir cualquier otra cosa, se dirigió a la niñera: "¿Viste cuando tenés malas rachas? ¿Cuando te sale todo mal? Bueno, estamos lejos de eso" dijo, con una sonrisa. "En esta semana se deshace el acuerdo de prevención, y el cuarto en donde están las reservas está blindado" agregó.
       
               Cránade observaba el suelo. No dirigía su mirada hacia ningún punto fijo en particular; ésta parecía estar perdida, traspasando el suelo, el planeta, y llegando al espacio. Observaba la nada misma. El universo parecía aturdidor.
               Clara estaba en la silla de su despacho. El Capitán parecía destruido, pensó que debía ser ella la que inicie la conversación o el silencio podría prolongarse durante horas.
—¿Qué pensabas hacer? —pronunció.
—No sé. No iba a matarlo.
—Qué raro. A mis oídos no llegó lo mismo.
—Ah, no sabía que me habían podido leer la mente. Decime quién fue. Me vendría bien para los interrogatorios.
—Te vendría bien un tiempo de licencia, también. Para tranquilizarte.
               Él debía medir sus palabras, y lo sabía. Se había equivocado, y tenía que asumir el error. El sarcasmo y la ironía no podían aparecer en la habitación.
               Estaba confundido. Siempre había querido ser Capitán, envidiaba a Cántero desde que tenía memoria, pero, ahora que estaba en el poder, sentía un sabor agridulce. ¿Ser Capitán era esto? ¿El puesto era siempre así? ¿Era culpa de Clara? ¿O la culpa la tenían él y su ineficacia? No sabía qué pensar. No sabía qué decir.
—Todavía hay tiempo para esa expedición —agregó Clara.
—¿Qué expedición?
—La que necesitamos para hacer la lista con los pueblos, su ubicación y eso.
—Ya te dije cómo iban a ser las cosas con respecto a ese tema.
               Intentó hablar en tono amable, parecer impasible. No supo si lo logró.
—Espero que sepas muy bien lo que estás haciendo, Cránade —dijo Clara, después de un largo silencio. Lo consideró. Las Fuerzas Defensoras los superaban en número. Al fin y al cabo, la decisión estaba tomada. El Capitán de las Fuerzas Defensoras y el único que podía hacer algo era Cránade. Ella, Clara, no podía hacer nada.
—Ya empecé a planear todo —mintió.
—Mañana tenemos que arreglar el tema del acuerdo de prevención. En estos días tenemos que tener todo listo. La semana que viene empezamos con lo tuyo. Te vas a hacer cargo de todo, eh. Tenés una única condición: la batalla es afuera. Acá, a mi Ciudad, no entra ninguno de esos tipos. Si matan a algún ciudadano, por más inútil que sea su función acá, estás expulsado de las Fuerzas Defensoras.
               Después de hablar con la niñera, Anahí jugó un rato con su hija. Cuando se agachó, sus rodillas se quejaron, pero el cansancio no iba a privarla de unos minutos con ella. Ahí sí quiso detener el tiempo, evaporar los relojes, pararse delante de los egundos y los minutos, que salga el sol y todo vuelva a la normalidad. Faltaba poco para que todo termine, y, suponiendo que salía bien, ¿cómo iba a ser su futuro? ¿Estará en peligro? ¿Deberá cuidarse? ¿Qué pasará con su hija? Se encontraba en una disyuntiva, debía elegir entre dos diagonales que llevaban, ambas, hacia caminos no deseables, y no podía caminar hacia atrás. Ya había decidido, hace tiempo había decidido elegir lo desconocido. Aunque, pensándolo bien, no podía distinguir si era ella la que había elegido o los acontecimientos la llevaron hacia ese lugar.
               La niña se había pintado los labios (luego de negarse al ofrecimiento de ayuda de Soledad) y jugaba en el piso, dentro de su burbuja, impermeable al dolor. Cuando reía, dejaba ver su paleta izquierda floja, a la espera de caerse.
                
               Máximo lo estaba intentando con todas sus fuerzas. 
               La celda estaba a oscuras, al igual que el pasillo. Ya ni se dignaban a encenderle, aunque sea, una vela. Lo mantenían vivo a duras penas, dándole de comer lo justo y necesario, tirándole un balde de agua -simulando un baño- cada tanto, realizando visitas sorpresas para verificar que no se había suicidado cortándose las venas con algún objeto filoso que encontró o fabricó de algunas manera. Lo mantenían vivo hasta encontrar alguien a quien poder culpar de la muerte del Gobernador (y de la -en un futuro- suya), un culpable para crucificar públicamente y que todos hablen de la justicia de la Ciudad, de las implacables Fuerzas Defensoras y de la perseverancia de la Gobernadora. Máximo penaba que iban a culpar a la pandilla que saqueaba pueblos de los alrededores, pero no estaba seguro. Al menos, eso habría hecho él.
               Su apariencia era la de un fantasma, un fantasma cansado de vagar en una habitación de 2x4. Parecía un vagabundo, su barba había crecido (al igual que su pelo) cubriendo gran parte de su rostro, su uniforme de las Fuerzas Defensoras se había deteriorado y emanaba un hedor espantoso.
               La celda no era una celda común; los primeros días secuestrado lo mantuvieron en una de las Celdas de la Espera y luego fue trasladado al lugar en el que se encontraba ahora. Pensaba que la habían construido para él, cerca de las afueras de la Ciudad, para evitar sospechas. En realidad, estaba seguro que era una celda improvisada.
               Fueron meses de esfuerzo mental y físico. No solo el pensar cómo salir de ahí; miles de preguntas aparecían en su cabeza, incluso el "para qué". " Para vivir", se había contestado en voz alta, como solía hacer en estos últimos meses. Toda vida era mejor que la que estaba viviendo, y si se quedaba allí, allí sería su final. Se preguntó qué pasaba con los presos en la actualidad. Antaño, solían decir que extrañaban la luz del sol. Ahora somos todos presos, quizás.
               Agradecía una cosa a Clara. Es decir, la odiaba como a nadie, pero, sin embargo, le agradecía un gesto de su parte: la mano dura con los habitantes. No le importaban, tildaron a su hijo de asesino y en parte, también lo culpaban a él, pero no tenía que ver con eso. ¿Cómo sabía lo de la mano dura si estaba aislado de toda información? Por su vigilancia. Compuesta por dos hombres, ubicados fuera del cuadrado de cemento en donde habían construido su celda. No lo vigilaban todo el tiempo y nunca eran los mismos: por lo que escuchaba que decían, eran novatos. Siempre eran novatos. Eso significaba que estaban reclutando soldados, o, en estos casos, soldaditos. Los escuchaba comentar que la preparación era corta y fácil, al igual que el examen psicológico, a veces inexistente. Estaban creando una imagen, una mentira. Suponía que había instalado patrullas en las calles, mucho más que las que había antes, o había creado un ejército más grande en el caso de que parezca que se estén preparando para una guerra. Clara era inteligente, seguro se las había arreglado bien.
               Excepto en algo. En realidad, en dos cosas. Máximo no estaba vigilado las 24 horas del día. Eso no hubiese sido un problema en un caso común, pero, como los presos aumentaban, las Celdas de la Espera no daban abasto, y tuvieron que construir una, rápidamente, para Máximo. Como los encargados de construir las celdas no podían enterarse de la existencia de ésta, fue construida por un amateur, algún vago al que le ofrecieron el trabajo y fue pagado para que no dijera nada (o eso suponía), y eso no hubiese sido un problema si Máximo fuera vigilado las 24 horas del día. La celda estaba dentro de cuatro paredes y una puerta con llave. Los soldados vigilaban desde afuera. Y, cuando estos no estaban, así nadie escuchaba el ruido, Máximo se dedicaba a lijar una cuchara que se había olvidado algún soldadito, con la punta de uno de los barrotes que no llegaba hasta el techo, haciendo de la cuchara una llave para su escape.
               Había tardado demasiado. Nunca estaba perfecta, siempre necesitaba más filo, más forma. Quizás estaba retrasando todo. Quizás no faltaba modificar ninguna parte del plan. Quizás no estaba listo para hacerlo. No era nada fácil, era una decisión que tomaba tiempo, pero él parecía engañarse a sí mismo, diciéndose "sí" cuando en realidad era un "no". Estaba cansado de luchar, estaba cansado de temer por su vida, estaba cansado de despertarse y pensar que ese día podía ser el último. Estaba cansado de extrañar a su hijo. Retrasó, y retrasó, y retrasó más el plan.
                Hasta hoy. Hoy estaba preparado.
               Los soldados se acercaban a la Celda con fastidio. Esperaban que su primer trabajo en las Fuerzas Defensoras fuera algo importante, algo emocionante, y van y los mandan a vigilar la celda de un vagabundo. Apenas habían conocido a Cránade y ya les caía mal. Llevaban agua y una porción de pollo en una bandeja maltrecha. Habían comido algún que otro pedazo del mismo por el camino. Nadie se los había impedido.
               Cuando abrieron la puerta del lugar, el hedor los abrazó. Uno de ellos esperó afuera, el otro entró con la comida. La dejó en el suelo y empujó la bandeja con el pie. El ex-Capitán temblaba y sudaba a partes iguales. Se encontraba contra la pared, como le habían ordenado hacer siempre que le traían comida. Miró los ojos del soldado. Era un adolescente, tal vez de la edad de su hijo, tal vez mayor. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Era ahora o nunca. Cuando la bandeja estaba por entrar completamente en la celda, dio un salto y, pasando la mano a través de los barrotes, tomó el pie del soldado, derramando el vaso de agua. El soldado estaba aterrado. Máximo se paró y tiró para adentro de la celda la pierna del soldado, golpeando los testículos de este, y le clavó el cuchillo improvisado en el muslo reiteradas veces. La sangre brotaba negra debido a la oscuridad, incluso se oía cuando caía al suelo; bañaba al ex Capitán, que no paraba de apuñalar la pierna del soldado, quien gritaba con desesperación, con terror, con locura, con la locura que generaba saber que en unos minutos iba a morir, y entró el otro soldado, empuñando su espada, con sus manos temblorosas (la espada parecía pesar una tonelada) y presenció la escena con la poca luz que se fugaba desde la antorcha ubicada afuera, y temió, temió porque estaba viendo a su amigo morir, y temió aún más cuando observó los ojos del loco que lo apuñalaba, cuando le pareció ver lágrimas recorriendo sus ojos, y supo que no tenía más alternativa, que no había escapatoria, que no podía abandonar a esta altura del partido, y clavó la espada en el pecho de Máximo Cántero, el ex Capitán de las Fuerzas Defensoras, quien gritó, quien murió a los pocos segundos, quien dejó de existir, quien abandonó este mundo, quien había planeado cada parte del plan (y al final todo salió a la perfección), quien era incapaz de suicidarse y alguien tuvo que hacerlo por él, quien dejó la vida (y la de su hijo) protegiendo esta Ciudad, quien sabía que debía morir por su error, quien se había cansado de vivir así, quien tenía ganas de encontrarse con su hijo otra vez, con su mujer, desayunar juntos, abrazarlos, tal vez llorar un poco, preguntarles qué hicieron todo este tiempo, quizás disculparse ante el Gobernador, visitar viejos amigos, pero sobretodo estar en paz, descansar, besar a su mujer, hablar con su hijo, tocar las estrellas, jugar con las nubes, y, quizás, volverse a enamorar de cada rayo de sol.
               Su corazón dejó de funcionar.

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