La Gobernadora se encontraba en la habitación que, ahora, era su despacho. Recién había recibido una notificación de uno de los tantos pelotones. "No encontramos nada" decían todos y cada uno de ellos. Y así debería ser.
El papelerío era agotador. Cuando su marido se encargaba de estos trámites lo hacía con total serenidad, podía estar una tarde entera trabajando así. Por la noche caía fundido justo después de cenar, siendo presa del cansancio. Clara recién empezaba ya sentía dolor en las muñecas, y hacía sonar sus dedos y cuello cada dos minutos, manifestándose incómoda. La espalda no tardaría en quejarse también. Aún así, era su trabajo, y debía hacerlo bien.
Cránade era Capitán de las Fuerzas Defensoras. Cruz había sido ascendido, sorprendentemente, a Jefe de Vigilancia de la frontera norte. Cránade no podía haber sido ascendido a Gobernador porque, en el caso de que el Gobernador muriera, debería asumir el Capitán de las Fuerzas Defensoras, y, en el caso de que éste no pudiera tomar el cargo, lo haría la mujer del difunto Gobernador. Así decía la ley. Por esta razón Máximo nunca podía ser Gobernador, no tenía mujer y la idea de volver a casarse le provocaba náuseas.
La Gobernadora no era apoyada por el pueblo en su totalidad. Había quienes la acusaban de dictadora, los más conspiranóicos incluso la hacían culpable de la muerte de su marido. Las explicaciones dadas acerca de la muerte del ex-Gobernador y la desaparición de Máximo Cántero fueron bastante confusas, dando lugar a distintas hipótesis, ninguna de estas lo suficientemente tranquilizadora. El pueblo se creía en peligro, pero no sabía a quién temer.
Clara había declarado culpables al grupo de lunáticos que sembraban el terror en los puebluchos que rodeaban la Ciudad, algunos decían que eran anarquistas, otros creían que eran fanáticos religiosos, pero todos confirmaban que vaciaban cada pueblo que encontraban y asesinaban a todo aquel que veían. Hacía tiempo que, en el pueblo, se rumoreaba la existencia de este grupo, y el discurso de Clara terminó por confirmar el rumor. Había declarado una guerra. Era la primera vez que hablaba en público para todo Aires. Al llegar a su casa, su cuerpo entero temblaba.
Un soldado entró en el despacho.
—Gobernadora, dicen que es hora—comunicó, en tono formal.
Ella asintió. La noticia la tomó por sorpresa, pero intentó disimularlo.
—¿Saben que murió?
—Creo que sí.
—¿Saben que asumí yo?
—No. No lo saben. Sería un problema.
—En eso coincidimos. ¿Algo más?
—Estaré haciendo guardia en la puerta hasta que nos necesite.
Lo había olvidado por completo.
Cuando el soldado se retiró, mandó a llamar a Cránade. Por primera vez las cosas parecían írsele de las manos, una leve presión en el pecho disminuía su capacidad de respirar correctamente, y, a pesar de hacer no más de 20 grados, comenzó a sudar. ¿Cómo iba a decirle? Su mundo se derrumbaba poco a poco, las realidad se presentaba en cámara lenta, una película de terror que no quería ver. Extrañó al Gobernador durante unos segundos. ¿Cómo se había olvidado? ¡Si desde el inicio estaban allí!
Cránade llegó rápidamente.
—Sentate—dijo Clara.
—¿Qué pasó?
—Nada, escuchame un rato. Nosotros hicimos muchas cosas anteponiendo el bien de Aires por sobre todo. Priorizamos la Ciudad. A nuestra gente. Eso lo sabés
—¿Qué te pasa? Me estás asustando.
—No, no es para asustarse. Es una de esas cosas que tenemos que hacer. Nada que no hayamos hecho ya.
—Hablame claro, Clara. No des tantas vueltas. ¿Es importante?
—Estoy tratando de decirte eso. Es importante. Pero nada para asustarse. El problema es que no lo puedo hacer yo, lo tenés que hacer vos, no hay alternativa.
—¿Qué tengo que hacer?
—Es algo fácil, pero tenés que escucharme con atención y no podés interrumpirme.
Cránade asintió.
—Nosotros fuimos una de las primeras ciudades. Aires fue la primera organización después del incidente. Con inteligencia, trabajo y constancia fuimos creando, poco a poco, esto que tenemos hoy.
—¿Es una clase de historia? Ya sé todo esto.
—Te dije que no interrumpas. No viviste todo esto desde el inicio. Al principio éramos muy pocos, nada organizados, y sin ningún futuro a la vista. Fuimos creciendo. Con honor. No todos hicieron lo mismo.
Clara observó interés en el rostro del Capitán.
—Empezamos a crecer —continuó— pero no podíamos aceptar a todos. No teníamos personal ni lugar. Algunos se lo tomaron mal, empezaron a formar sus propias organizaciones. Nunca llegaron tan lejos como nosotros. Comenzaron a intentar tirar abajo lo que habíamos logrado, querían convertir a Aires en un lugar en el que no se podía vivir.
El Capitán tamborileaba, con sus dedos, la mesa del despacho, impaciente. Él había llegado a la Ciudad en el tercer año de vida de la misma, y no sabía muchos de estos detalles. La Gobernadora parecía no querer seguir.
—Cuando el sol dejó de girar, cuando su luz comenzó a darnos la espalda, fuimos testigos de la transformación de algunas personas. Los más fuertes sobrevivimos. Muchos se suicidaron, incapaces de soportar el caos. Ahora, de los que sobrevivimos, no todos pretendían hacer las cosas bien. Algo en ellos había cambiado. Se formó un grupo de asesinos. Un grupo de enfermos, sádicos, que arrasaban con todo ser humano que veían. Habíamos vuelto a la barbarie. Todos, y digo todos, estábamos en peligro. Aires también lo estaba.
Hizo una pausa. Continuó con lentitud.
—En ese momento, Aires gozaba de una sola entrada y salida. Cuando aparecieron estos sádicos, supimos que teníamos que hacer algo. Nos rendimos, pero diciendo que queríamos hablar con el que estaba a cargo. En una reunión a puertas cerradas, el Gobernador propuso nuestra seguridad a cambio de...vender información: localizaciones y datos de pueblos sin importancia. Pueblos que, al entrar en el radar de estos enfermos, tenían un único final posible. Dejaban de existir.
Cránade sintió un revoltijo de emociones en su interior; sorpresa y admiración por el difunto Gobernador, nostalgia y tristeza por sus primeros años sin sol y la pérdida de su familia, ira hacia aquel grupo de asesinos sin razón. No por los pueblos masacrados, sino por osar enfrentarse a su Ciudad.
—No sé cuánta gente de los pueblos murió asesinada por ellos, pero sé cuántos de mis ciudadanos lo hicieron: ninguno. Y quiero que siga siendo así.
Clara pensó muy bien sus siguientes palabras.
—Ahí es donde entrás vos.
—¿Qué?
—El trato sigue en pie, Cránade. Fue así durante todos estos años. Máximo nunca lo supo. Mi esposo y yo éramos los únicos, además de una patrulla que lo acompañaba cuando debían reunirse. ¿Te acordás de la semana que pasó todo el quilombo del hijo de Máximo? ¿Que el Gobernador llegó al segundo o tercer día? Se había ido a recolectar información.
El Capitán dudó unos instantes.
—¿Vos esperás que yo vaya a hablar con estos tipos?
—Sí.
—Esperás mal, entonces.
—¿Perdón?
—No voy a hacerlo, Clara. Andá vos.
—No puedo. No hay mujeres en su grupo. No nos toman en cuenta. Nos creen inferiores tengo entendido. Tenés que ir vos.
—Es una lástima, entonces.
Esto salía de sus planes. Cránade se había negado. Nunca se le había pasado por la cabeza esta posibilidad.
—Es una orden. Soy tu superior.
—Tengo una idea mejor.
—No necesito ideas. Necesito que hagas lo que te pedí. No quiero que muera ningún ciudadano. Ninguno.
—Cuando uno entra en las Fuerzas Defensoras hace un juramento. Juramos defender este lugar con nuestra vida, de ser necesario. Clara, tenemos un ejército. No sé cuántos serán, pero somos más. Estoy seguro. Estamos entrenados. Y tenemos un propósito. Un propósito verdadero.
—¿¡Y qué pensás hacer!?—dijo Clara, asustada.
—Los voy a hacer mierda. A todos.
El papelerío era agotador. Cuando su marido se encargaba de estos trámites lo hacía con total serenidad, podía estar una tarde entera trabajando así. Por la noche caía fundido justo después de cenar, siendo presa del cansancio. Clara recién empezaba ya sentía dolor en las muñecas, y hacía sonar sus dedos y cuello cada dos minutos, manifestándose incómoda. La espalda no tardaría en quejarse también. Aún así, era su trabajo, y debía hacerlo bien.
Cránade era Capitán de las Fuerzas Defensoras. Cruz había sido ascendido, sorprendentemente, a Jefe de Vigilancia de la frontera norte. Cránade no podía haber sido ascendido a Gobernador porque, en el caso de que el Gobernador muriera, debería asumir el Capitán de las Fuerzas Defensoras, y, en el caso de que éste no pudiera tomar el cargo, lo haría la mujer del difunto Gobernador. Así decía la ley. Por esta razón Máximo nunca podía ser Gobernador, no tenía mujer y la idea de volver a casarse le provocaba náuseas.
La Gobernadora no era apoyada por el pueblo en su totalidad. Había quienes la acusaban de dictadora, los más conspiranóicos incluso la hacían culpable de la muerte de su marido. Las explicaciones dadas acerca de la muerte del ex-Gobernador y la desaparición de Máximo Cántero fueron bastante confusas, dando lugar a distintas hipótesis, ninguna de estas lo suficientemente tranquilizadora. El pueblo se creía en peligro, pero no sabía a quién temer.
Clara había declarado culpables al grupo de lunáticos que sembraban el terror en los puebluchos que rodeaban la Ciudad, algunos decían que eran anarquistas, otros creían que eran fanáticos religiosos, pero todos confirmaban que vaciaban cada pueblo que encontraban y asesinaban a todo aquel que veían. Hacía tiempo que, en el pueblo, se rumoreaba la existencia de este grupo, y el discurso de Clara terminó por confirmar el rumor. Había declarado una guerra. Era la primera vez que hablaba en público para todo Aires. Al llegar a su casa, su cuerpo entero temblaba.
Un soldado entró en el despacho.
—Gobernadora, dicen que es hora—comunicó, en tono formal.
Ella asintió. La noticia la tomó por sorpresa, pero intentó disimularlo.
—¿Saben que murió?
—Creo que sí.
—¿Saben que asumí yo?
—No. No lo saben. Sería un problema.
—En eso coincidimos. ¿Algo más?
—Estaré haciendo guardia en la puerta hasta que nos necesite.
Lo había olvidado por completo.
Cuando el soldado se retiró, mandó a llamar a Cránade. Por primera vez las cosas parecían írsele de las manos, una leve presión en el pecho disminuía su capacidad de respirar correctamente, y, a pesar de hacer no más de 20 grados, comenzó a sudar. ¿Cómo iba a decirle? Su mundo se derrumbaba poco a poco, las realidad se presentaba en cámara lenta, una película de terror que no quería ver. Extrañó al Gobernador durante unos segundos. ¿Cómo se había olvidado? ¡Si desde el inicio estaban allí!
Cránade llegó rápidamente.
—Sentate—dijo Clara.
—¿Qué pasó?
—Nada, escuchame un rato. Nosotros hicimos muchas cosas anteponiendo el bien de Aires por sobre todo. Priorizamos la Ciudad. A nuestra gente. Eso lo sabés
—¿Qué te pasa? Me estás asustando.
—No, no es para asustarse. Es una de esas cosas que tenemos que hacer. Nada que no hayamos hecho ya.
—Hablame claro, Clara. No des tantas vueltas. ¿Es importante?
—Estoy tratando de decirte eso. Es importante. Pero nada para asustarse. El problema es que no lo puedo hacer yo, lo tenés que hacer vos, no hay alternativa.
—¿Qué tengo que hacer?
—Es algo fácil, pero tenés que escucharme con atención y no podés interrumpirme.
Cránade asintió.
—Nosotros fuimos una de las primeras ciudades. Aires fue la primera organización después del incidente. Con inteligencia, trabajo y constancia fuimos creando, poco a poco, esto que tenemos hoy.
—¿Es una clase de historia? Ya sé todo esto.
—Te dije que no interrumpas. No viviste todo esto desde el inicio. Al principio éramos muy pocos, nada organizados, y sin ningún futuro a la vista. Fuimos creciendo. Con honor. No todos hicieron lo mismo.
Clara observó interés en el rostro del Capitán.
—Empezamos a crecer —continuó— pero no podíamos aceptar a todos. No teníamos personal ni lugar. Algunos se lo tomaron mal, empezaron a formar sus propias organizaciones. Nunca llegaron tan lejos como nosotros. Comenzaron a intentar tirar abajo lo que habíamos logrado, querían convertir a Aires en un lugar en el que no se podía vivir.
El Capitán tamborileaba, con sus dedos, la mesa del despacho, impaciente. Él había llegado a la Ciudad en el tercer año de vida de la misma, y no sabía muchos de estos detalles. La Gobernadora parecía no querer seguir.
—Cuando el sol dejó de girar, cuando su luz comenzó a darnos la espalda, fuimos testigos de la transformación de algunas personas. Los más fuertes sobrevivimos. Muchos se suicidaron, incapaces de soportar el caos. Ahora, de los que sobrevivimos, no todos pretendían hacer las cosas bien. Algo en ellos había cambiado. Se formó un grupo de asesinos. Un grupo de enfermos, sádicos, que arrasaban con todo ser humano que veían. Habíamos vuelto a la barbarie. Todos, y digo todos, estábamos en peligro. Aires también lo estaba.
Hizo una pausa. Continuó con lentitud.
—En ese momento, Aires gozaba de una sola entrada y salida. Cuando aparecieron estos sádicos, supimos que teníamos que hacer algo. Nos rendimos, pero diciendo que queríamos hablar con el que estaba a cargo. En una reunión a puertas cerradas, el Gobernador propuso nuestra seguridad a cambio de...vender información: localizaciones y datos de pueblos sin importancia. Pueblos que, al entrar en el radar de estos enfermos, tenían un único final posible. Dejaban de existir.
Cránade sintió un revoltijo de emociones en su interior; sorpresa y admiración por el difunto Gobernador, nostalgia y tristeza por sus primeros años sin sol y la pérdida de su familia, ira hacia aquel grupo de asesinos sin razón. No por los pueblos masacrados, sino por osar enfrentarse a su Ciudad.
—No sé cuánta gente de los pueblos murió asesinada por ellos, pero sé cuántos de mis ciudadanos lo hicieron: ninguno. Y quiero que siga siendo así.
Clara pensó muy bien sus siguientes palabras.
—Ahí es donde entrás vos.
—¿Qué?
—El trato sigue en pie, Cránade. Fue así durante todos estos años. Máximo nunca lo supo. Mi esposo y yo éramos los únicos, además de una patrulla que lo acompañaba cuando debían reunirse. ¿Te acordás de la semana que pasó todo el quilombo del hijo de Máximo? ¿Que el Gobernador llegó al segundo o tercer día? Se había ido a recolectar información.
El Capitán dudó unos instantes.
—¿Vos esperás que yo vaya a hablar con estos tipos?
—Sí.
—Esperás mal, entonces.
—¿Perdón?
—No voy a hacerlo, Clara. Andá vos.
—No puedo. No hay mujeres en su grupo. No nos toman en cuenta. Nos creen inferiores tengo entendido. Tenés que ir vos.
—Es una lástima, entonces.
Esto salía de sus planes. Cránade se había negado. Nunca se le había pasado por la cabeza esta posibilidad.
—Es una orden. Soy tu superior.
—Tengo una idea mejor.
—No necesito ideas. Necesito que hagas lo que te pedí. No quiero que muera ningún ciudadano. Ninguno.
—Cuando uno entra en las Fuerzas Defensoras hace un juramento. Juramos defender este lugar con nuestra vida, de ser necesario. Clara, tenemos un ejército. No sé cuántos serán, pero somos más. Estoy seguro. Estamos entrenados. Y tenemos un propósito. Un propósito verdadero.
—¿¡Y qué pensás hacer!?—dijo Clara, asustada.
—Los voy a hacer mierda. A todos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario