sábado, 10 de enero de 2015

Capítulo 17 - Nunca descansa (Final)

               Silencio.
               Silencio extenso, pesado, silencio de muerte. Silencio de deducción, de análisis, de introspección. Silencio porque nadie hablaba; porque nadie quería escuchar.
               La Sala Principal estaba en silencio.
               Clara miraba por el ventanal. Cránade prefería perder la vista en el suelo. Suárez, el soldado que había asesinado a Cántero, les daba la espalda, mirando hacia la blanca pared. Ya no lloraba, quizás se había cansado o estaba juntando fuerzas para hacerlo más tarde. Habían pasado dos horas desde su encuentro con la muerte; su uniforme seguía pintado con la sangre de Máximo y la de su compañero. No lo había notado, pero su rostro estaba igual. Como su conciencia.
               No habían dormido. Se encontraban allí desde la medianoche. Eso no hacía más que empeorar la situación.
               Debían decidir qué hacer. Suárez no, Clara y Cránade debían decidir qué hacer con el soldado. No era momento de discusiones, de reproches, de "te dije qué's..." y "al final tenía razón", las prioridades se habían ordenado solas y ésta era la principal.
—Quiero escuchar todo de nuevo —dijo Clara, sin darse vuelta.
—¿Otra vez? —reprochó Suárez, también sin darse vuelta.
—Ahora mismo pienso que hay que matarte. Acá mismo. Capaz, si me contás todo de nuevo me hacés cambiar de opinión. Como vos quieras.
               Cránade oía con atención.
—Eh...llegamos al lugar y entra él, yo espero afuera. Entra con la comida. Yo...vigilo, no se podía ver mucho. No sé si me desconcentré un segundo, o qué paso, no me acuerdo muy bien...pero escucho un grito y entro, y ya había pasado todo, el otro lo apuñalaba con no sé qué cosa, y lo miro, saco la espada, y se la clavo en el pecho, por entre los barrotes. Al principio no podía sacar la espada, miro el piso y había sangre por todos lados, no sabia de quién de los dos era, ni podía distinguir, y... cuando traté de ayudarlo ya estaba muerto.
               Era la primera vez que lo decía sin, al llegar el final de la historia, romper en llanto.
—¿Quisiste ayudar al otro soldado?
—Sí, pero no podía hacer nada.
—Se complica sobrevivir cuando ya perdiste veinte litros de sangre. Tendrías que haberlo acompañado.
               Suárez asiente en silencio. Sabe que es culpable.
—¿Hace cuanto que estás en las Fuerzas?
—Era mi primer día.
—El debut soñado, imagino.
               Cránade sabía que esa pregunta, tarde o temprano, iba a aparecer. Era, indirectamente, un reto hacia él. Él y su batalla, su numeroso ejército. Si así eran los soldados que iban a combatir, el resultado sería pésimo. No lo toleraba. No toleraba el fracaso, la equivocación, ni tampoco la subestimación de Clara.
               El enemigo no iba a esperar demasiado. Al no recibir respuesta, supone el Capitán, ya debían estar preparando sus tropas. Entrenándose. Planeando tácticas para entrar a la Ciudad. O quizás no. Quizás no planeaban nada, quizás eran salvajes que actuaban sin pensar, que creían que Aires era un pueblucho como los que solían atacar, que iba a ser algo simple, que lo que sí planeaban era cómo dividirse las mujeres que iban a violar o si era conveniente prender fuego toda la Ciudad. Y también estaba el asunto del acuerdo de prevención. Todas pérdidas de tiempo, todas desventajas, todas situaciones incómodas que tenía que resolver, parecía que el mundo se ponía en su contra y la suerte le daba la espalda, dejándolo a oscuras. Estos días iban a ser muy largos.
               Clara lo miró. Su rostro no denotaba una expresión muerta, quería decir algo. Cránade entendió el mensaje. Era la única vía posible. Suárez seguía en su mundo, y no pudo defenderse cuando Cránade comenzó a asfixiarlo.
               El mediodía estaba a unos metros, y en las calles se respiraba con agitación, incluso antes de que comience el procedimiento. Todo era movimiento, adrenalina, expectación. Mientras algunos estaban cómodos y, por lo tanto, infelices al irse, la gran mayoría no se había adaptado al lugar que le había tocado. Los prejuicios de ambas partes terminaron por separarlos e hicieron de la convivencia algo difícil, sin que falten discusiones o incluso peleas físicas. Ahora, las cosas iban a volver a la normalidad, pensaban los ciudadanos de Aires, ignorando el gran peligro en el que se encontraban, sin saber que podrían conocer a la muerte en un futuro cercano.               
                 Las Fuerzas Defensoras eran mucho más grandes que la primera vez que se celebró el acuerdo de prevención. Ahora debía deshacerse; por lógica, tendría que ser más simple, todos sabían adónde se dirigían y nadie debería quejarse. Los soldados eran muchos más y las fronteras eran la máxima preocupación. Se cerraron tres de ellas, dejando una única libre. En los últimos meses se habían logrado remodelaciones en éstas, construyendo paredes y un techo (parecía un túnel) para que sean aún más reconocibles para los que deseaban ingresar y, a la vez, ingresen con una buena imagen del lugar. Existía un procedimiento establecido en caso de emergencia.
               Anahí era la única en su edificio, junto con su hija y Soledad. Había llegado a un acuerdo con Cántero para que así sea, luego del escándalo que había armado Sol; cuando intentaban salir lloraba desconsoladamente, como si hubiese existido en ella un dolor físico muy grande. Ahora, su madre lo entendía todo. Había desayunado un café, y luego otro, y luego otro más. Este día cambiaría el resto de su vida y era consciente de eso. No había podido dormir ni cenar la noche anterior, había sufrido algún que otro mareo y sentía que su corazón trabajaba acelerado desde hace varios días. Su hija había notado su comportamiento extraño y ella había contestado que estaba todo bien, que no se preocupe, que la amaba con todo su corazón y que a su madre no le pasaría nada, reteniendo lágrimas. Soledad lo había notado y llevó a su hija al dormitorio, a distraerla con sus juguetes.
               Mediodía. Las Fuerzas Defensoras estaban ubicadas en su lugar. La formación era sublime. Si algo sabían los soldados era mantener apariencias. Cuando Clara dio la orden, desde una plataforma delante del Obelisco, el piso comenzó a temblar, a causa de la marcha. Anahí también temblaba.
               Cránade comandaba su patrulla. Si había algo que no tenía era paciencia, y debía medirse mucho más, delante de los cuidados, luego de su episodio en el Centro de Comunicaciones. Las personas lo trataban con respeto, pero no sabía si era a causa del miedo que generaba.
               Las calles estaban repletas y en constante movimiento, había algunos desmayos y personas que se perdían entre la multitud, el ruido mezclado de voces, gritos, pasos y puertas abriéndose y cerrándose llenaba la Ciudad, y las Fuerzas Defensoras se encargaban de todo. Se había planeado específicamente que los soldados más veteranos manejen las patrullas, así se evitaba el desorden, pero no todos, porque debían guardar personal experimentado para la frontera.
               Más soldados no significaba más seguridad. Clara lo tenía bien sabido y Cránade se empecinaba en no entenderlo, pero lo ocurrido con Máximo Cántero lo había dejado bien claro. Tener un ejército más numeroso no aseguraba una victoria. Nada aseguraba una victoria. Cuando asumió, Clara había acelerado un poco el entrenamiento necesario para entrar a las Fuerzas, y, en parte, funcionó, pero luego Máximo comenzó a reclutar soldados a mansalva y había logrado algo que parecía imposible: debilitar a las Fuerzas Defensoras.
               El ruido era constante. Anahí estaba en el balcón del departamento observándolo todo; en las calles parecía haber una masa espesa derritiéndose, la gente empujándose, impacientes, pensando en si mismos, con apuro pero sin sentido. Estaba allí arriba pero se sentía en el medio del océano, luchando contra olas gigantes que trataban de derrumbarla; cómo anhelaba un cigarrillo, el humo y su tranquilidad, cómo necesitaba una mentira que le brinde seguridad, un "todo va a salir bien" que incluso podía llegar a creer. Se creía excluida del paso del tiempo, pensaba que se encontraba ajena al mismo, en un planeta donde todo se había detenido y el movimiento que veía era producto de su imaginación. El tiempo pasaba, demasiado lento para su gusto, pero lo hacía. Quizás el motivo de la magnitud de sus nervios residía en el hecho de que nada dependía de ella, su trabajo ya estaba hecho, había colaborado muchísimo para que esto funcione correctamente y si no lo hacía, no solo sería una decepción; sería una catástrofe. Solo podía esperar.
               Sonó el timbre. Una vez. Al cabo de unos segundos ocurrió de nuevo, pero esta vez fueron dos timbrazos. Cortos. Repitiendo la fórmula, luego de unos segundos, otros dos timbrazos cortos. La piel de Anahí se tornó pálida. Esperó un instante. Intentó retomar un ritmo cardíaco apropiado, pero no lo logró y  bajó a abrir.
               Cuando lo vio, a través del vidrio de la puerta del lobby, no pudo evitar sonreír. No supo si era a causa de la felicidad o de los nervios. El joven no se veía tan joven, parecía avejentado, y la barba desprolija potenciaba esto. Llevaba un bolso a sus espaldas y una mochila en su brazo derecho. Parecía cansado, molesto; parecía muchas cosas excepto nervioso. Anahí abrió la puerta y se presentaron. Subieron al departamento, por las escaleras, inmersos en un silencio incómodo, escuchando únicamente el bullicio que había afuera.
—¿No tuviste ningún problema? —dijo Ana, luego de entrar. El joven-no-tan-joven apoyó la mochila en el suelo.
—No, ninguno. Los documentos que me hizo llegar Mario eran de muy buena calidad. Ni dudaron. En la frontera, digo.
—¿Y acá, adentro de la Ciudad?
—Se me complicó un poco el tema de la ubicación. No sabía cómo llegar, no sé si es por el quilombo que hay afuera, no se puede caminar casi, si todo cambió mucho desde que me fui o si fue cosa mía, si me olvidé de las calles y eso. Sacando eso, todo perfecto.
               Hablaba en tono tranquilo, pausado, vago. No parecía ser timidez, ni nervios (ni hablar de temor), al fin y al cabo, era la persona que iba a definir la operación. Era extraño.
               Desde que había escuchado el timbre, Soledad se había parado detrás de la puerta del dormitorio (donde jugaba con Sol). Estaba expectante, ansiosa por conocer al joven. Oyó la conversación y, cuando no pudo esperar más, le dijo a Sol que la espere unos segundos, que no salga de la pieza, que tenía que hablar algo con su mamá. Salió del dormitorio y caminó hacia donde estaba Anahí; cuando vio al joven notó lo mismo que ella, y tuvo la misma impresión. No era miedo ni temor.
—Ella es Soledad —dijo Anahí, el joven la saludó—. Como ya debés saber —dijo Ana, dirigiéndose a la niñera—, él es Leonardo Castilla.
               El pueblo más cercano era minúsculo. Llegó y lo primero que hizo fue cerciorarse de que no lo siguieran. No había escuchado ningún indicio de que estuviera siendo seguido mientras cabalgaba hacia allí, pero quería estar seguro.
               Tenía una mancha de sangre en la zapatilla derecha. Cuando lo notó, pensó en la suerte que tuvo en la frontera: si el guardia lo hubiese notado, en estos momentos estaría en un calabozo, y más adelante, probablemente, muerto. Ahora, no solo había tenido suerte en la frontera, había tenido una suerte infernal al no haber sido atrapado mientras se dirigía hacia allí.
               El lugar estaba compuesto por no más de seis cuadras a la redonda. Parecía un lugar de esos que había a un costado de la ruta, entre dos ciudades grandes, donde aquellos que viajaban de una a otra paraban para descansar, comer algo y seguir su rumbo. Supuso que se conocerían todos con todos. Le pareció raro que nadie lo haya recibido, y en el lugar reinaba un silencio mortal. Quizás su suerte no era tanta.
               Trataba de evitar el recuerdo pero era imposible. Era una piedra imposible de rodear, una roca gigante que deberá cargar consigo para siempre, un punto negro en sus ojos que le molestará para ver, un susurro en sus oídos que le impedirá oír el silencio. Una mancha de sangre en su conciencia que se había adherido con tanta fuerza que se tornó indeleble. Suspiró.
               Había asesinado a una persona. Había asesinado a una persona y no había tenido tiempo para pensarlo, tiempo para considerar lo que había hecho, lo que significaba. Juan era inocente. Conoció la verdad pero debió pagar el precio. Una deuda que, en realidad, nunca terminará de pagar. Estaba solo, a la deriva, en un pueblo vacío -evitó pensar en "un pueblo muerto"-, tenía hambre y sed, estaba cansado y sucio, pero del tipo de suciedad que uno no se puede librar tan fácilmente, de ese tipo de suciedad cuyo terreno es la cabeza. El recuerdo se había incrustado como los dientes de una serpiente venenosa.
               Dante Pardo estaba muerto, pero una parte de él también.
               De pronto, le pareció escuchar un ruido. Ruido constante, como un murmullo. Quizás siempre estuvo allí, pero él estaba apartado de la realidad, metido en su mundo. Caminó por la calle. Las antorchas combatían lastimosamente la oscuridad, parecían morir y renacer al instante, lo que dificultaba divisar de manera correcta cualquier cosa que se encuentre a una cuadra de distancia. Disminuyó la velocidad de sus pasos y se agachó un poco, como escondiéndose, aunque en realidad no tenía idea idea de lo que hacía. Llegando a la esquina el volumen se acrecentaba, parecían ser voces, muchas voces, todas masculinas, pero no podía distinguir nada de lo que decían, tampoco donde estaban. Sabía que estaban cerca. Pensó que era una reunión, un Consejo tal vez, o directamente una cena con todos los habitantes del lugar (que no podían ser muchos), como una suerte de banquete. Quizás esto último era lo menos posible; su cabeza no lograba pensar con claridad.
               Cuando se acercaba más y más al lugar donde provenían las voces, Leonardo habló, presentándose y preguntando donde estaban. Nadie contestó. Las voces se apagaron. Suponía que estaban a la vuelta de la esquina, pero no podía estar seguro. El eco, la oscuridad, la desorientación e incluso su cabeza podían haberlo confundido. Algo ocurrió en su cabeza, no era una idea ni una suposición, era una certeza del tamaño del planeta: no debía haber entrado allí. Parado en el medio de la calle, las antorchas iluminando poco y nada las paredes donde estaban incrustadas, y poco más: era un panorama desalentador. Consideró dar la vuelta y salir, pero, ¿a dónde? Llevó sus manos a la cara, como cubriéndose. Cada vez dolía más.
               Una flecha de fuego aterrizó delante de él, tomándolo por sorpresa. Cuando intento darse vuelta y correr, chocó contra un hombre que estaba detrás suyo, como esperándolo. ¿Hace cuanto estaba allí? Sintió temor otra vez. Es demasiado enfrentarse a la muerte una vez en la vida, es obsceno dos en una misma noche. No sabía si él la buscaba o ella a él.
               El hombre lo golpeó en la cabeza. Estaba en el piso, mareado, había recibido otro golpe estando en el suelo y todo lo que veía parecía surreal. Las sombras lo rodearon; formaron un círculo y en el centro estaba él. Alguien, aparentemente el líder, se abrió paso entre todos y se agachó para hablarle. Llevaba consigo una antorcha y Leo pudo observar su rostro: uno de sus ojos estaba completamente en blanco. El joven que se encontraba en el suelo tenía algo asumido, una conclusión que sacaba de las experiencias de esta noche: primero, la muerte se empecinó en encontrarlo, lo saludó y luego siguió su rumbo. Quizás, ahora, se había arrepentido, y había vuelto a encontrarlo para cobrar el precio de mirarla a los ojos. Los conocía, sabía quienes eran, por eso temblaba tan fuerte, por eso sus ojos estaban abiertos de par en par, por eso algunas lágrimas inundaron la antesala de sus ojos. Tuvo una idea, una última idea quizás, algo que lo mataba o lo salvaba.
—¿Quién sos? —dijo el líder de la Secta Los Últimos.
—Un hijo de Dios. Soy un hijo de Dios.
               Sostener la mirada fue sostener en mundo con sus brazos. Luego, el silencio lo asesinó. Los segundos eran disparos. Morir y esperar tienen muchas cosas en común.
—No estabas acá. No sos de acá. ¿Qué buscás, hijo de Dios?
—A ustedes. Los estuve buscando. Quiero unirme —dijo Leonardo Castilla.
—¿Estás nervioso? —dijo Anahí. La pregunta tomó por sorpresa a Leo, quien parecía estar distraído.
—No. Sí.
—¿Eh?
—Un poco. Pero estuve peor.
               Ana lo observó sacar algo que tenía pegado a su pecho, debajo de la remera, escondido. Era un reloj. No tenía la hora correcta. Él lo miró con suma atención. Luego abrió su mochila, y, ahora moviéndose con algo de rapidez, comenzó a vaciarla. Hizo lo mismo con su bolso. Un par de camperas llamaron la atención de Anahí, bastante bonitas. Leonardo tomó esas mismas.
—¿Tenés un cuchillo? —le dijo a la mujer.
               Ella asintió. Fue a la cocina, volvió y se lo entregó. Leonardo lo clavó en distintas prendas dobladas y sacó lo que tenían dentro. Todo estaba casi tan cerca que podía tocarlo.
               Clara miraba por el ventanal. No sabía si era una costumbre de su marido que ella había apropiado, o si era algo propio del cristal, una especie de secreto que intentaba comunicar a quien se encontraba allí, una mano a aquellos que buscaban algo de tranquilidad. Solo que esta vez, a través del cristal, Clara observaba las calles repletas, oía el ruido del desorden. Oía los gritos de niños y ancianos, de asustados y de aburridos, de soldados y de soldaditos. Se oía en todos lados, en cada rincón de la Ciudad, todo estaba en movimiento, todo estaba cambiante, nada estaba en su lugar.
               De pronto, le pareció oír algo distinto. Algo que rompía con la monotonía auditiva, y no solo le pareció a ella sino también al resto de las personas que se encontraban en la calle. Lo que era un desorden ordenado, se volvió un caos: todos comenzaron a correr. La imagen del descontrol era como un mar revuelto, nadie sabía dónde ir. Ahora, los gritos eran de terror, y el llanto entrecortado manifestaba lo que no podían expresar con sus alaridos. Cuando la segunda bomba explotó, todos pensaron que iban a morir.
              
               Reinaba el descontrol. Los soldados no sabían qué hacer, algunos tenían tanto miedo como los ciudadanos, incluso más. No tenían protocolo para esto, era algo impensado, así que las Fuerzas Defensoras se dividieron en dos grupos: los que se quedaron con los ciudadanos y los que corrieron, espada en mano, hacia los lugares donde habían ocurrido las explosiones. Cada segundo que pasaba mientras se dirigían allí era un segundo perdido, pensaban, se dirigían a batallar, a una guerra, a defender a su Ciudad. El momento había llegado. Corrían y corrían; detenerse no era una opción. Las bombas habían explotado en dos de las tres fronteras cerradas. Era una buena estrategia, hacerlos vulnerables por todos lados, crear confusión.
               Cuando el primer grupo de soldados llegó a la frontera oeste, supieron que algo andaba mal. No se encontraron con lo que esperaban, y eso era para agradecer, pero tampoco eran buenas noticias. No había escombros por todos lados, todo estaba en su lugar. Había sido una bomba de estruendo. Una en cada frontera. Una distracción.
               Al cabo de unos minutos, Cránade y Cruz recibieron órdenes: debían dirigirse a hablar con Clara. Quería detalles de lo que había ocurrido y necesitaban tranquilizar a la población para continuar con el procedimiento. Ambos se dirigieron hacia allí.
               En las escaleras de entrada al hogar de la Gobernadora había alrededor de veinte soldados, espada en mano, a la espera. Les habían notificado que había sido una bomba de estruendo, pero aún así era motivo de preocupación. Ella era la máxima prioridad.
               Ambos caminaron con aires de superioridad, saludaron con indiferencia, subieron por la entrada y abrieron las puertas del lugar. Les habían comunicado que estaba en la Sala Principal. Era la única persona dentro de la casa, y eso se podía apreciar en el silencio que reinaba. Las paredes parecían acallar el bullicio de afuera. Se dirigieron hacia la Sala Principal. Cránade abrió la puerta y apenas pudo mantenerse en pie cuando vio a Clara sentada en la silla de la punta de la mesa, y a Leonardo Castilla (presunto cadáver) detrás de ella, con su mano sosteniendo un puñal y este último besando el cuello de la mujer.
               Seguía sin poder creerlo. No podía hacer nada. Una tonelada de desconcierto lo abofeteó. Cruz se encontraba igual de perplejo.
—Siéntense. Cállense. Hablen cuando se los pido. O ella muere.
               De su espalda colgaba una mochila. El Capitán de las Fuerzas Defensoras hizo lo que le fue ordenado, al igual que Cruz.
—Clara, te tengo que poner al tanto de algunas cosas. Quién soy yo, por ejemplo.
               Ella asintió tanto como se lo permitió.
—Soy Leonardo Castilla y todas las personas que conocí están muertas. Fui amigo de Juan Cántero y soy el asesino de Dante Pardo. Fui llevado hacia una trampa, donde trataron de matarme, y tuve que hacerlo yo para sobrevivir. Dante fue el asesino del NN en la ruta, él era el asesino de su hija. Juan era inocente. Cruz y Cránade arreglaron todo para culpar al hijo de Máximo, para ascender en su puesto de las Fuerzas Defensoras, sedientos de poder, sabiendo que la debilidad más grande del Capitán era su hijo.
               Cuando Clara escuchó ruidos en la biblioteca y se dirigió hacia allí, cuando notó el hoyo en el piso e intentó huir (porque ahí entendió lo que sucedía), cuando Leonardo Castilla, sucio por el ascenso dentro del túnel terminado apenas hace días atrás, la agarró del cuello, tapó su boca para que no grite y la llevó hasta la Sala Principal, donde le ordenó que mande a llamar a Cránade y a Cruz, lo que menos se imaginaba era un situación así. Las palabras que decía el joven encajaban con los hechos, todas eran posibles, quizás, todas eran verdad. Era una imagen que había observado pero siempre a oscuras, y este tal Leonardo fue el encargado de iluminarlo todo. Siempre había sospechado de Cránade, pero estos últimos meses en colaboración habían despejado sus dudas. Ahora, ¿qué buscaba Castilla? ¿Qué pretendía allí? ¿Matarlos a todos? ¿Por qué le decía eso?
—No tienen idea de las cosas que tuve que hacer para sobrevivir afuera. ¿Ese "grupo de locos" que ustedes dicen? Se hacen llamar Los Últimos. Son una secta religiosa que se encarga de, básicamente, asesinar. Nada más. Es lo único que hacemos. La leyenda es real, y lo viví en carne propia.
               Los tres escuchaban con atención. Ninguno podía moverse, acababan de confirmar que ese hombre estaba loco de verdad. Eran inmunes a sus acusaciones de asesino. Todos lo eran en ese salón.
—Existe una falacia instalada en la sociedad que defiende que, para los asesinos, la primera víctima es la peor. Le genera pesadillas, noches de insomnio, paranoia, locura temporal. A medida que su número de víctimas aumenta, él o ella se va acostumbrando a matar, a terminar con una vida. Nunca escuché algo tan falso como eso. Es todo al revés, siempre es peor, siempre duele más.
               Hizo silencio. Los miró. Buscó alguna reacción, cualquiera que sea. No encontró nada. Continuó.
—La secta tenía algunos infiltrados, gente como yo. Con infiltrados me refiero a personas que tuvieron que unirse para no morir. Uno de ellos se ofreció como voluntario para infiltrarse acá, para ver cómo estaban las cosas. Habíamos hablado un par de veces de escapar, de hacer la nuestra, pero era muy complicado. Este tipo se entera del Frente de Resistencia, que es precisamente eso, un Frente de Resistencia, y me lo dice en una de sus salidas. Lo uso como paloma mensajera. Le digo que todo el asunto con Máximo y su hijo fue una conspiración por parte de un sector dentro de las Fuerzas Defensoras, y él se los comunica a ellos, que tenían un poco de información al respecto. Entraron a tu casa —se dirigió a Cruz— y encontraron la ropa que usaste el día que pasó todo el tema de Dante. Te vio una nenita desde un balcón, pelotudo de mierda.
               Cránade era pura furia. Cruz lo había engañado. Era un inútil.
—El túnel fue construido de a poco, total, no teníamos apuro. El Frente de Resistencia es más hablar que hacer, pero lo hicieron. Necesitaba una distracción para volver a entrar acá, eso sí. A la ciudad, digo. Esperé a que se descontrolen un poco las cosas, con ustedes al poder podía pasar en cualquier momento. Los soldados de las fronteras podían estar avisados, así que me cercioré de que, con el tema del acuerdo de prevención, fueran reemplazados por otros.
               La paciencia de Cránade se empezaba a agotar. Todo había sucedido mientras él estaba en el cargo, y no había tenido la menor sospecha. Se sentía un inútil. Cruz seguía escuchando con atención.
—¿Máximo está muerto, no? —pregunta Leo.
               Los otros tres cruzaron miradas, buscando qué responder.
—Qué obvios que son.
               Leonardo corrió el puñal del cuello de Clara y, en un movimiento rápido, lo clavó en su mano izquierda. La sangre manchó el alfombrado del suelo. Tapó su boca para acallar los gritos de dolor. Volvió a colocar el puñal en su cuello. Cránade y Cruz ahora estaban parados, y amenazaban con sacar su espada.
—Los de la secta mataban a todo ser humano que veían porque pensaban que, nuestra supervivencia, era un error. Que Dios quiso que el sol se apague para nosotros por una razón, porque nos quería muertos. Le habíamos fallado y nos quería muertos. Los que sobrevivimos, los que todavía respiramos, somos errores de Dios, y tienen que ser corregidos.
               Clara lloraba del dolor. De su mano seguía brotando sangre.
—Están locos. No es un error de Dios que sigamos vivos. Lo que sí puedo creer es que sea un error que nosotros 4 sigamos vivos. Somos cuatro mierdas. Ustedes me mataron a mi. Ahora voy a devolverles el favor.
               Sacó un interruptor de su bolsillo y se quedó mirando a Cránade y a Cruz. No entendían, todavía. Sus neuronas no habían hecho sinapsis. No habían logrado la conexión, o tal vez no creían que fuera capaz.
               Cuando Clara vio el interruptor, al lado de su cabeza, comenzó a moverse para todos lados, a forcejear, intentando escapar. Ella se había percatado. Leonardo Castilla apretó el interruptor y la bomba casera que había en su mochila explotó, reduciendo a pedazos a las cuatro personas dentro de la habitación, dejando el hogar entero de Clara en ruinas.
               Leonardo por fin encontraba paz.
               Anahí escuchó la explosión y comenzó a llorar. Quizás de los nervios acumulados, quizás del terror que le tenía al futuro, quizás porque lo había logrado, porque esa explosión significaba que sí, que los más altos cargos estaban muertos, quizás era eso, el asunto de la muerte, que se sentía mal por sentirse bien, que se odiaba a sí misma y en lo que se había convertido pero era necesario, que su esfuerzo había dado frutos, que en unos minutos iba a escuchar otra explosión y que sería la muerte de los tipos de la secta, que el amigo de Leonardo había hecho lo mismo...quizás solo tenía ganas de llorar.
               ¿Qué le espera a su futuro? ¿Será parte del Consejo que dirigirá Aires, como habían arreglado? ¿Confiará la gente en ellos? ¿Lo entenderán, aún así después de tomar el poder de la manera en la que lo tomaron? ¿Habrán resistido las paredes del salón de reservas? Eso esperaba. Luego de un abrazo entre lágrimas con Soledad y su hija (que no entendía el motivo del llanto) salió de su departamento y se dirigió al Obelisco. El resto de integrantes del Frente de Resistencia allí la esperaba.
               Quizás también lloraba porque ayudó a la muerte y ella le dijo "nos vemos".

miércoles, 7 de enero de 2015

Capítulo 16 - Juntos

               El anterior había sido un día común: agitado. Todo sucedía rápido pero las agujas del reloj parecían estar dormidas. El tiempo se tornaba más pesado aún cuando recordaba lo que debía hacer el resto de la tarde. Al llegar a mitad de jornada, se retiró del Salón del Consejo siendo reemplazada por alguien que no llegó a ver. No tenía tiempo. Todo lo que hacia era legal, es decir, no se estaba escapando del trabajo: había dado aviso unos días atrás, su salida estaba notificada. Tenía una cita con Clara, la Gobernadora de la Ciudad de Aires. Un carromato la llevó hasta ella.
               Debió esperar unos minutos antes de ser atendida. En esos minutos miró el reloj con cada vez más desesperación, sintiendo que todo se podía desmoronar, sintiendo que el plan no era un castillo, en realidad era una casa de naipes sobre una mesa inclinada. ¿Clara confiaría en ella? Suponía que sí, formaba parte del Consejo y se había comportado de manera excelente durante todos estos meses, pero, ¿si la descubría? Se veía capturada y ejecutada en una ceremonia pública, junto con sus secuaces. Veía a su hija crecer sola, desamparada, en la casa de algún vecino cuyo corazón se había apagado junto con el sol.
—Señorita Maner, pase, por favor —dijo la secretaria, devolviéndole el alma al cuerpo.
               El despacho de Clara parecía una pintura, tan pulcro, tan ordenado, tan perfecto, que se demoró observándolo durante unos segundos. Luego de saludar a la Gobernadora, tomó asiento. Comenzó la obra. Era tiempo de actuar.
               Habló. En realidad, repitió. Había estudiado esa hoja durante horas y horas, dominando la historia a la perfección. Una historia de ficción. Poniendo énfasis en las partes en las que debía hacerlo, llamándose a la pausa cuando era necesario, narrando como una novelista profesional. Así contó la historia. Básicamente, decía que su hija estaba enferma, que había acudido a distintos médicos pero todos decían lo mismo (nada), pero que ella conocía la verdad, que su difunto marido había padecido lo mismo, que es hereditario, que ella había estudiado medicina pero no había podido terminar la carrera por hacerse cargo de su hija, que es asma aunque se empeñan en decirle que no, y que ella conocía exactamente el inhalador necesario. Parecía una profesional de la mentira, una fabuladora con años de experiencia, pero por dentro estaba muriendo, retorciéndose en cada palabra, explotando en cada silencio. Supo manejar los nervios como un piloto de avión que realiza un aterrizaje forzado, con su avión sin combustible, salvándole la vida a todos sus pasajeros. Le agradeció su lugar en el Consejo, le agradeció y le volvió a agradecer, pero necesitaba un favor más.
—Afuera hay un soldado. Decile que necesitás ir a ver a las reservas. Él te va a acompañar —respondió Clara, con una tenue sonrisa en su rostro.
               Lo había logrado.
               El lugar era impresionante. Había reservas de todo tipo: pilas, lámparas, antorchas, nafta, comida enlatada, agua, algunas pistolas, medicinas, etcétera. Atrapó cada detalle del lugar con sus ojos, fotografió mentalmente cada rincón: las paredes y su color, telarañas en el techo, pequeñas manchas de humedad. El guardia la observaba desde la puerta blindada. Tomó dos de los tantos inhaladores, simulando no saber cuál de los dos elegir. Habló con el guardia para que le permita llevárselos, explicando que uno de los era el que necesitaba su hija pero no sabía cuál. El guardia aceptó. Si esa mujer estaba allí era debido al permiso de Clara, así que no tenía por qué dudar. Ella le devolvió una sonrisa cariñosa, tal vez demasiado. El guardia hizo lo suyo. Ana guardó los inhaladores en su cartera, dejando caer uno. Apoyándose en la pared, lo levantó. El guardia aprovechó la situación para mirarle el escote.
               Al salir del lugar, se dirigió hacia su casa. Entró y vio a su hija jugando en el piso con sus muñecas. Soledad estaba observándola desde el balcón. Saludó con ternura a ambas y, antes de decir cualquier otra cosa, se dirigió a la niñera: "¿Viste cuando tenés malas rachas? ¿Cuando te sale todo mal? Bueno, estamos lejos de eso" dijo, con una sonrisa. "En esta semana se deshace el acuerdo de prevención, y el cuarto en donde están las reservas está blindado" agregó.
       
               Cránade observaba el suelo. No dirigía su mirada hacia ningún punto fijo en particular; ésta parecía estar perdida, traspasando el suelo, el planeta, y llegando al espacio. Observaba la nada misma. El universo parecía aturdidor.
               Clara estaba en la silla de su despacho. El Capitán parecía destruido, pensó que debía ser ella la que inicie la conversación o el silencio podría prolongarse durante horas.
—¿Qué pensabas hacer? —pronunció.
—No sé. No iba a matarlo.
—Qué raro. A mis oídos no llegó lo mismo.
—Ah, no sabía que me habían podido leer la mente. Decime quién fue. Me vendría bien para los interrogatorios.
—Te vendría bien un tiempo de licencia, también. Para tranquilizarte.
               Él debía medir sus palabras, y lo sabía. Se había equivocado, y tenía que asumir el error. El sarcasmo y la ironía no podían aparecer en la habitación.
               Estaba confundido. Siempre había querido ser Capitán, envidiaba a Cántero desde que tenía memoria, pero, ahora que estaba en el poder, sentía un sabor agridulce. ¿Ser Capitán era esto? ¿El puesto era siempre así? ¿Era culpa de Clara? ¿O la culpa la tenían él y su ineficacia? No sabía qué pensar. No sabía qué decir.
—Todavía hay tiempo para esa expedición —agregó Clara.
—¿Qué expedición?
—La que necesitamos para hacer la lista con los pueblos, su ubicación y eso.
—Ya te dije cómo iban a ser las cosas con respecto a ese tema.
               Intentó hablar en tono amable, parecer impasible. No supo si lo logró.
—Espero que sepas muy bien lo que estás haciendo, Cránade —dijo Clara, después de un largo silencio. Lo consideró. Las Fuerzas Defensoras los superaban en número. Al fin y al cabo, la decisión estaba tomada. El Capitán de las Fuerzas Defensoras y el único que podía hacer algo era Cránade. Ella, Clara, no podía hacer nada.
—Ya empecé a planear todo —mintió.
—Mañana tenemos que arreglar el tema del acuerdo de prevención. En estos días tenemos que tener todo listo. La semana que viene empezamos con lo tuyo. Te vas a hacer cargo de todo, eh. Tenés una única condición: la batalla es afuera. Acá, a mi Ciudad, no entra ninguno de esos tipos. Si matan a algún ciudadano, por más inútil que sea su función acá, estás expulsado de las Fuerzas Defensoras.
               Después de hablar con la niñera, Anahí jugó un rato con su hija. Cuando se agachó, sus rodillas se quejaron, pero el cansancio no iba a privarla de unos minutos con ella. Ahí sí quiso detener el tiempo, evaporar los relojes, pararse delante de los egundos y los minutos, que salga el sol y todo vuelva a la normalidad. Faltaba poco para que todo termine, y, suponiendo que salía bien, ¿cómo iba a ser su futuro? ¿Estará en peligro? ¿Deberá cuidarse? ¿Qué pasará con su hija? Se encontraba en una disyuntiva, debía elegir entre dos diagonales que llevaban, ambas, hacia caminos no deseables, y no podía caminar hacia atrás. Ya había decidido, hace tiempo había decidido elegir lo desconocido. Aunque, pensándolo bien, no podía distinguir si era ella la que había elegido o los acontecimientos la llevaron hacia ese lugar.
               La niña se había pintado los labios (luego de negarse al ofrecimiento de ayuda de Soledad) y jugaba en el piso, dentro de su burbuja, impermeable al dolor. Cuando reía, dejaba ver su paleta izquierda floja, a la espera de caerse.
                
               Máximo lo estaba intentando con todas sus fuerzas. 
               La celda estaba a oscuras, al igual que el pasillo. Ya ni se dignaban a encenderle, aunque sea, una vela. Lo mantenían vivo a duras penas, dándole de comer lo justo y necesario, tirándole un balde de agua -simulando un baño- cada tanto, realizando visitas sorpresas para verificar que no se había suicidado cortándose las venas con algún objeto filoso que encontró o fabricó de algunas manera. Lo mantenían vivo hasta encontrar alguien a quien poder culpar de la muerte del Gobernador (y de la -en un futuro- suya), un culpable para crucificar públicamente y que todos hablen de la justicia de la Ciudad, de las implacables Fuerzas Defensoras y de la perseverancia de la Gobernadora. Máximo penaba que iban a culpar a la pandilla que saqueaba pueblos de los alrededores, pero no estaba seguro. Al menos, eso habría hecho él.
               Su apariencia era la de un fantasma, un fantasma cansado de vagar en una habitación de 2x4. Parecía un vagabundo, su barba había crecido (al igual que su pelo) cubriendo gran parte de su rostro, su uniforme de las Fuerzas Defensoras se había deteriorado y emanaba un hedor espantoso.
               La celda no era una celda común; los primeros días secuestrado lo mantuvieron en una de las Celdas de la Espera y luego fue trasladado al lugar en el que se encontraba ahora. Pensaba que la habían construido para él, cerca de las afueras de la Ciudad, para evitar sospechas. En realidad, estaba seguro que era una celda improvisada.
               Fueron meses de esfuerzo mental y físico. No solo el pensar cómo salir de ahí; miles de preguntas aparecían en su cabeza, incluso el "para qué". " Para vivir", se había contestado en voz alta, como solía hacer en estos últimos meses. Toda vida era mejor que la que estaba viviendo, y si se quedaba allí, allí sería su final. Se preguntó qué pasaba con los presos en la actualidad. Antaño, solían decir que extrañaban la luz del sol. Ahora somos todos presos, quizás.
               Agradecía una cosa a Clara. Es decir, la odiaba como a nadie, pero, sin embargo, le agradecía un gesto de su parte: la mano dura con los habitantes. No le importaban, tildaron a su hijo de asesino y en parte, también lo culpaban a él, pero no tenía que ver con eso. ¿Cómo sabía lo de la mano dura si estaba aislado de toda información? Por su vigilancia. Compuesta por dos hombres, ubicados fuera del cuadrado de cemento en donde habían construido su celda. No lo vigilaban todo el tiempo y nunca eran los mismos: por lo que escuchaba que decían, eran novatos. Siempre eran novatos. Eso significaba que estaban reclutando soldados, o, en estos casos, soldaditos. Los escuchaba comentar que la preparación era corta y fácil, al igual que el examen psicológico, a veces inexistente. Estaban creando una imagen, una mentira. Suponía que había instalado patrullas en las calles, mucho más que las que había antes, o había creado un ejército más grande en el caso de que parezca que se estén preparando para una guerra. Clara era inteligente, seguro se las había arreglado bien.
               Excepto en algo. En realidad, en dos cosas. Máximo no estaba vigilado las 24 horas del día. Eso no hubiese sido un problema en un caso común, pero, como los presos aumentaban, las Celdas de la Espera no daban abasto, y tuvieron que construir una, rápidamente, para Máximo. Como los encargados de construir las celdas no podían enterarse de la existencia de ésta, fue construida por un amateur, algún vago al que le ofrecieron el trabajo y fue pagado para que no dijera nada (o eso suponía), y eso no hubiese sido un problema si Máximo fuera vigilado las 24 horas del día. La celda estaba dentro de cuatro paredes y una puerta con llave. Los soldados vigilaban desde afuera. Y, cuando estos no estaban, así nadie escuchaba el ruido, Máximo se dedicaba a lijar una cuchara que se había olvidado algún soldadito, con la punta de uno de los barrotes que no llegaba hasta el techo, haciendo de la cuchara una llave para su escape.
               Había tardado demasiado. Nunca estaba perfecta, siempre necesitaba más filo, más forma. Quizás estaba retrasando todo. Quizás no faltaba modificar ninguna parte del plan. Quizás no estaba listo para hacerlo. No era nada fácil, era una decisión que tomaba tiempo, pero él parecía engañarse a sí mismo, diciéndose "sí" cuando en realidad era un "no". Estaba cansado de luchar, estaba cansado de temer por su vida, estaba cansado de despertarse y pensar que ese día podía ser el último. Estaba cansado de extrañar a su hijo. Retrasó, y retrasó, y retrasó más el plan.
                Hasta hoy. Hoy estaba preparado.
               Los soldados se acercaban a la Celda con fastidio. Esperaban que su primer trabajo en las Fuerzas Defensoras fuera algo importante, algo emocionante, y van y los mandan a vigilar la celda de un vagabundo. Apenas habían conocido a Cránade y ya les caía mal. Llevaban agua y una porción de pollo en una bandeja maltrecha. Habían comido algún que otro pedazo del mismo por el camino. Nadie se los había impedido.
               Cuando abrieron la puerta del lugar, el hedor los abrazó. Uno de ellos esperó afuera, el otro entró con la comida. La dejó en el suelo y empujó la bandeja con el pie. El ex-Capitán temblaba y sudaba a partes iguales. Se encontraba contra la pared, como le habían ordenado hacer siempre que le traían comida. Miró los ojos del soldado. Era un adolescente, tal vez de la edad de su hijo, tal vez mayor. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Era ahora o nunca. Cuando la bandeja estaba por entrar completamente en la celda, dio un salto y, pasando la mano a través de los barrotes, tomó el pie del soldado, derramando el vaso de agua. El soldado estaba aterrado. Máximo se paró y tiró para adentro de la celda la pierna del soldado, golpeando los testículos de este, y le clavó el cuchillo improvisado en el muslo reiteradas veces. La sangre brotaba negra debido a la oscuridad, incluso se oía cuando caía al suelo; bañaba al ex Capitán, que no paraba de apuñalar la pierna del soldado, quien gritaba con desesperación, con terror, con locura, con la locura que generaba saber que en unos minutos iba a morir, y entró el otro soldado, empuñando su espada, con sus manos temblorosas (la espada parecía pesar una tonelada) y presenció la escena con la poca luz que se fugaba desde la antorcha ubicada afuera, y temió, temió porque estaba viendo a su amigo morir, y temió aún más cuando observó los ojos del loco que lo apuñalaba, cuando le pareció ver lágrimas recorriendo sus ojos, y supo que no tenía más alternativa, que no había escapatoria, que no podía abandonar a esta altura del partido, y clavó la espada en el pecho de Máximo Cántero, el ex Capitán de las Fuerzas Defensoras, quien gritó, quien murió a los pocos segundos, quien dejó de existir, quien abandonó este mundo, quien había planeado cada parte del plan (y al final todo salió a la perfección), quien era incapaz de suicidarse y alguien tuvo que hacerlo por él, quien dejó la vida (y la de su hijo) protegiendo esta Ciudad, quien sabía que debía morir por su error, quien se había cansado de vivir así, quien tenía ganas de encontrarse con su hijo otra vez, con su mujer, desayunar juntos, abrazarlos, tal vez llorar un poco, preguntarles qué hicieron todo este tiempo, quizás disculparse ante el Gobernador, visitar viejos amigos, pero sobretodo estar en paz, descansar, besar a su mujer, hablar con su hijo, tocar las estrellas, jugar con las nubes, y, quizás, volverse a enamorar de cada rayo de sol.
               Su corazón dejó de funcionar.

Capítulo 15 - Preparando el terreno

              "Estamos locos" pensaba Ana todas las mañanas, cuando salía al balcón unos segundos y miraba las calles de la Ciudad. Las patrullas de las Fuerzas Defensoras avanzaban con precisión casi coreográfica, como si fueran actores de una película. Quién sabe qué tan rápido responderán, qué tan fieles serán, qué difíciles de vencer, qué tan difíciles de gobernar. Las preguntas formaban una nube en su cabeza que ella disipaba tomándose un café. El primero del día (noche).
               El Frente de Resistencia existía desde la muerte del difunto Gobernador. Fue creado por un grupo de personas que perdieron la confianza en el Gobierno en algún momento del pasado, y lo ocurrido fue el disparador necesario para unirlos. Se mantenían ocultos, su lugar de reunión y sus reuniones se realizaban en secreto, no sabían cómo reaccionaría el Gobierno si se enterase y tampoco querían saberlo. No eran más de mil, sin preparación para combates, sin ideas acerca de estrategias de guerra, algunos siquiera sin estado físico. Lo que tenían era impotencia, iniciativa, inteligencia. Y también tenían a una infiltrada en el Consejo, que colaboró en la creación de un plan para destituir a Clara y a Cránade del poder.
               Su hija se despertó y la saludó en modo automático, portando en su rostro las marcas del colchón. "Estamos locos. Es una ventaja. Nosotros estamos locos, pero ellos están muertos", pensó.
               Miró su reloj. Tenía tiempo. Se bañó durante largo rato, intentando eliminar sus nervios, o esconderlos hasta que lo único que tenga que hacer sea esperar. Para actuar necesitaba tener su cabeza en blanco. Hoy le esperaba un día laboral agitado, más que de costumbre. Se preparó con pulcritud. Su hija la observaba maquillarse, denotando asombro infantil. Cuando terminó, el ruido del timbre rompió el silencio. Seguido de un ring, luego de unos segundos, sonaron otros tres. Al cabo de unos minutos, Soledad entró en el departamento.
—¿Estás lista, Concejala? —dijo, en tono irónico, la niñera.
—Siempre. Como los boy scouts.
—Escuchame, boy scout, todo va a salir bien.
               Ana se sintió desnuda. ¿Tanto la había vendido su tono de voz? Intentó fijar las palabras de Soledad en su cabeza, como para restarle dificultad al asunto del que debería ocuparse más tarde. Las repitió un par de veces. Casi se las creyó.
               Sol apareció corriendo y saludó con un abrazo y un beso a su niñera, dejando una mancha de labial en el cachete de esta última, evidenciando que no había aparecido antes por estar jugando con la cartera de su madre. La madre, antes de salir, se despidió con ternura. De ambas.
               Anahí llegó al Salón del Consejo mucho antes que sus compañeros. De todas formas, se iría antes de tiempo.
              
               En el Centro de Comunicaciones, el lugar donde se realizaban los pedidos al Gobierno, reinaba un ambiente extraño. Apenas había movimiento, y esto contrastaba con lo ocurrido en los últimos meses. ¿Dónde estaban todos? Las paredes miraban, expectantes, al vacío salón. Los soldados de las Fuerzas Defensoras cruzaban miradas de interrogación, como si alguno de sus compañeros tendría la respuesta. Hace varios minutos se había iniciado la jornada laboral, estaban abiertos a reclamos, y si había algo que le gustaba al argentino era quejarse.
               Pasada la media hora, una persona ingresó. Luego, otra. Detrás de ellos, otras dos. Y, luego, detrás de ellos, una multitud irrumpió en el lugar. Los soldados se miraban, extrañados. No entendían qué pasaba. Los sobrepasaban en número. Se ubicaron cubriendo la salida y gran parte del salón. Un hombre se adelantó, aparentando ser el líder. A la vez, uno de los soldados que se encontraban en la puerta se retiró.
—Venimos a pedir algo que pedimos varias veces. La diferencia está en que, esta vez, lo vamos a conseguir.
—Parecen muy convencidos —respondió Cránade.
—Lo estamos. También estamos un poco cansados, Capitán.
—Lo entiendo.
—Ahora me entiende. ¿Las anteriores veces no me entendía? Venimos una vez al mes, desde hace meses, a quejarnos. Pero veníamos de a uno, de a dos. Ahora nos van a tener que escuchar. No podemos seguir viviendo así. Las peleas son insoportables. Todos necesitamos nuestro espacio. Y más en nuestra propia casa.
—Los entiendo.
—Bueno, haga algo.
—No.
—¿Cómo?
—Digo que no. No es el momento.
               Un murmullo recorrió el lugar y se acrecentó con el correr de los segundos. Los ojos parecían quemar.
—¿Por qué?
—Estados ocupados con otras cosas.
—¿Qué es más importante que el bienestar de la población, según ustedes? Nada.
—No puedo decirlo.
—Capitán, todos sabemos que no va a llover. No sé quién tuvo esa idea. Lo único que queremos es vivir tranquilos, en nuestras casas, sin ningún desconocido. Después de tantos meses siguen siendo desconocidos. No tenemos interés en conocerlos. Queremos una respuesta hoy. El acuerdo de prevención fue una mentira.
—Por más que acepte, sería complicado el proceso. Necesitaríamos a alguien del Consejo que colabore con la elaboración del plan. Luego, transmitirlo al Consejo Mayor. No depende de nosotros. En ambos Consejos se encuentran ocupados.
—Desocúpelos.
               La poca paciencia de Cránade se empezaba a agotar. ¿Quién era ese hombre para presentarse allí y mandar así?
—¿Quién sos?
—¿Qué?
—Nada. Escuchá. Esto es simple. No podemos hacer nada. Vuelvan mañana.
—No nos vamos a ningún lado, Capitán.
               Por el rostro de Cránade cañoneaban varias gotas de sudor. No podría aguantar mucho más.
—¿Y qué piensan hacer? —dijo, sin querer conocer la respuesta.
—Una huelga.
               El Capitán de las Fuerzas Defensoras sacó su espada. Le siguieron el resto de los soldados.
_¿Están seguros? —dijo, al notar el temor en los ojos de los ciudadanos. Estaban aterrados.
—¿En serio? —respondió, con astucia, el hombre— ¿Nos vas a matar? No nos podés hacer nada. Tu superior no te lo permite. ¿Así tratan a los ciudadanos? ¿Nos quieren matar en lugar de protegernos? ¿Qué clase de gobierno es este? —se dio vuelta y se dirigió hacia los ciudadanos— ¿Este es el gobierno que queremos?
               Cránade no lo podía creer. Nunca creyó que todo iba a ser tan difícil, tan complicado. Cometió algunos errores en el pasado, pero ahora intentaba hacer las cosas bien. Y no lo lograba. Clara se había convertido en una aliada, era más inteligente que lo que él había pensado. Había llegado al poder, se había mantenido fiel a ella, a su política, y aún así, todo se le estaba yendo de las manos.
               Necesitaba tranquilizarse. Era el Capitán de las Fuerzas Defensoras. Miles de ojos captaban sus movimientos. Lo observaban respirar agitado, espada en mano, con los ojos bien abiertos. La luz de las antorchas parecía tomar más y más intensidad.
               Si cedía, quedaba como un débil. Si lo asesinaba, bueno, como un asesino.
Ambas eran malas opciones, aunque, en el fondo, lo sabía. Conocía la respuesta. Estaba escondida, oculta, mínima, en algún lugar de su cabeza. El orden debía ser establecido bajo toda circunstancia. Era indispensable. Esas personas no iban armadas, no tenían preparación, no estaban protegidos. Sí, eran más, pero él podía llamar a refuerzos. Sí, Clara pretendía no derramar sangre bajo ninguna circunstancia, pero ¿en serio estas personas eran ciudadanos de Aires? Se presentaban allí, como si fueran los dueños del mundo. Amenazaban con realizar una huelga. ¿Quién eran? ¿Quién mierda eran?
               Alzó su espada.
—Clara no está acá —dijo, mirando al hombre delante suyo.
               Alguien intentaba hacerse paso por el medio de la multitud. La gente se corría, dejándola pasar pero soltando algún que otro insulto de por medio. Se ubicó delante del hombre que estaba a punto de ser asesinado, y Cránade se sorprendió. La reconoció. Guardó su espada.
               Se apartaron unos metros, para poder hablar sin que nadie los escuche.
—¿Por qué no estás en el Salón del Consejo? ¿Qué hacés acá, Maner?
—Clara se enteró de la manifestación. Yo estaba con ella. Me mandó a decir que no te mandes ninguna cagada, que quería hablar con vos, y que sí, que les des lo que quieren.

viernes, 2 de enero de 2015

Capítulo 14 - Viejos amigos

               La Gobernadora se encontraba en la habitación que, ahora, era su despacho. Recién había recibido una notificación de uno de los tantos pelotones. "No encontramos nada" decían todos y cada uno de ellos. Y así debería ser.
               El papelerío era agotador. Cuando su marido se encargaba de estos trámites lo hacía con total serenidad, podía estar una tarde entera trabajando así. Por la noche caía fundido justo después de cenar, siendo presa del cansancio. Clara recién empezaba ya sentía dolor en las muñecas, y hacía sonar sus dedos y cuello cada dos minutos, manifestándose incómoda. La espalda no tardaría en quejarse también. Aún así, era su trabajo, y debía hacerlo bien.
               Cránade era Capitán de las Fuerzas Defensoras. Cruz había sido ascendido, sorprendentemente, a Jefe de Vigilancia de la frontera norte. Cránade no podía haber sido ascendido a Gobernador porque, en el caso de que el Gobernador muriera, debería asumir el Capitán de las Fuerzas Defensoras, y, en el caso de que éste no pudiera tomar el cargo, lo haría la mujer del difunto Gobernador. Así decía la ley. Por esta razón Máximo nunca podía ser Gobernador, no tenía mujer y la idea de volver a casarse le provocaba náuseas.
               La Gobernadora no era apoyada por el pueblo en su totalidad. Había quienes la acusaban de dictadora, los más conspiranóicos incluso la hacían culpable de la muerte de su marido. Las explicaciones dadas acerca de la muerte del ex-Gobernador y la desaparición de Máximo Cántero fueron bastante confusas, dando lugar a distintas hipótesis, ninguna de estas lo suficientemente tranquilizadora. El pueblo se creía en peligro, pero no sabía a quién temer.
               Clara había declarado culpables al grupo de lunáticos que sembraban el terror en los puebluchos que rodeaban la Ciudad, algunos decían que eran anarquistas, otros creían que eran fanáticos religiosos, pero todos confirmaban que vaciaban cada pueblo que encontraban y asesinaban a todo aquel que veían. Hacía tiempo que, en el pueblo, se rumoreaba la existencia de este grupo, y el discurso de Clara terminó por confirmar el rumor. Había declarado una guerra. Era la primera vez que hablaba en público para todo Aires. Al llegar a su casa, su cuerpo entero temblaba.
               Un soldado entró en el despacho.
—Gobernadora, dicen que es hora—comunicó, en tono formal.
               Ella asintió. La noticia la tomó por sorpresa, pero intentó disimularlo.
—¿Saben que murió?
—Creo que sí.
—¿Saben que asumí yo?
—No. No lo saben. Sería un problema.
—En eso coincidimos. ¿Algo más?
—Estaré haciendo guardia en la puerta hasta que nos necesite.
               Lo había olvidado por completo.
               Cuando el soldado se retiró, mandó a llamar a Cránade. Por primera vez las cosas parecían írsele de las manos, una leve presión en el pecho disminuía su capacidad de respirar correctamente, y, a pesar de hacer no más de 20 grados, comenzó a sudar. ¿Cómo iba a decirle? Su mundo se derrumbaba poco a poco, las realidad se presentaba en cámara lenta, una película de terror que no quería ver. Extrañó al Gobernador durante unos segundos. ¿Cómo se había olvidado? ¡Si desde el inicio estaban allí!
                Cránade llegó rápidamente.
—Sentate—dijo Clara.
—¿Qué pasó?
—Nada, escuchame un rato. Nosotros hicimos muchas cosas anteponiendo el bien de Aires por sobre todo. Priorizamos la Ciudad. A nuestra gente. Eso lo sabés
—¿Qué te pasa? Me estás asustando.
—No, no es para asustarse. Es una de esas cosas que tenemos que hacer. Nada que no hayamos hecho ya.
—Hablame claro, Clara. No des tantas vueltas. ¿Es importante?
—Estoy tratando de decirte eso. Es importante. Pero nada para asustarse. El problema es que no lo puedo hacer yo, lo tenés que hacer vos, no hay alternativa.
—¿Qué tengo que hacer?
—Es algo fácil, pero tenés que escucharme con atención y no podés interrumpirme.
               Cránade asintió.
—Nosotros fuimos una de las primeras ciudades. Aires fue la primera organización después del incidente. Con inteligencia, trabajo y constancia fuimos creando, poco a poco, esto que tenemos hoy.
—¿Es una clase de historia? Ya sé todo esto.
—Te dije que no interrumpas. No viviste todo esto desde el inicio. Al principio éramos muy pocos, nada organizados, y sin ningún futuro a la vista. Fuimos creciendo. Con honor. No todos hicieron lo mismo.
               Clara observó interés en el rostro del Capitán.
—Empezamos a crecer —continuó— pero no podíamos aceptar a todos. No teníamos personal ni lugar. Algunos se lo tomaron mal, empezaron a formar sus propias organizaciones. Nunca llegaron tan lejos como nosotros. Comenzaron a intentar tirar abajo lo que habíamos logrado, querían convertir a Aires en un lugar en el que no se podía vivir.
               El Capitán tamborileaba, con sus dedos, la mesa del despacho, impaciente. Él había llegado a la Ciudad en el tercer año de vida de la misma, y no sabía muchos de estos detalles. La Gobernadora parecía no querer seguir.
—Cuando el sol dejó de girar, cuando su luz comenzó a darnos la espalda, fuimos testigos de la transformación de algunas personas. Los más fuertes sobrevivimos. Muchos se suicidaron, incapaces de soportar el caos. Ahora, de los que sobrevivimos, no todos pretendían hacer las cosas bien. Algo en ellos había cambiado. Se formó un grupo de asesinos. Un grupo de enfermos, sádicos, que arrasaban con todo ser humano que veían. Habíamos vuelto a la barbarie. Todos, y digo todos, estábamos en peligro. Aires también lo estaba.
               Hizo una pausa. Continuó con lentitud.
—En ese momento, Aires gozaba de una sola entrada y salida. Cuando aparecieron estos sádicos, supimos que teníamos que hacer algo. Nos rendimos, pero diciendo que queríamos hablar con el que estaba a cargo. En una reunión a puertas cerradas, el Gobernador propuso nuestra seguridad a cambio de...vender información: localizaciones y datos de pueblos sin importancia. Pueblos que, al entrar en el radar de estos enfermos, tenían un único final posible. Dejaban de existir.
               Cránade sintió un revoltijo de emociones en su interior; sorpresa y admiración por el difunto Gobernador, nostalgia y tristeza por sus primeros años sin sol y la pérdida de su familia, ira hacia aquel grupo de asesinos sin razón. No por los pueblos masacrados, sino por osar enfrentarse a su Ciudad.
—No sé cuánta gente de los pueblos murió asesinada por ellos, pero sé cuántos de mis ciudadanos lo hicieron: ninguno. Y quiero que siga siendo así.
               Clara pensó muy bien sus siguientes palabras.
—Ahí es donde entrás vos.
—¿Qué?
—El trato sigue en pie, Cránade. Fue así durante todos estos años. Máximo nunca lo supo. Mi esposo y yo éramos los únicos, además de una patrulla que lo acompañaba cuando debían reunirse. ¿Te acordás de la semana que pasó todo el quilombo del hijo de Máximo? ¿Que el Gobernador llegó al segundo o tercer día? Se había ido a recolectar información.
               El Capitán dudó unos instantes.
—¿Vos esperás que yo vaya a hablar con estos tipos?
—Sí.
—Esperás mal, entonces.
—¿Perdón?
—No voy a hacerlo, Clara. Andá vos.
—No puedo. No hay mujeres en su grupo. No nos toman en cuenta. Nos creen inferiores tengo entendido. Tenés que ir vos.
—Es una lástima, entonces.
               Esto salía de sus planes. Cránade se había negado. Nunca se le había pasado por la cabeza esta posibilidad.
—Es una orden. Soy tu superior.
—Tengo una idea mejor.
—No necesito ideas. Necesito que hagas lo que te pedí. No quiero que muera ningún ciudadano. Ninguno.
—Cuando uno entra en las Fuerzas Defensoras hace un juramento. Juramos defender este lugar con nuestra vida, de ser necesario. Clara, tenemos un ejército. No sé cuántos serán, pero somos más. Estoy seguro. Estamos entrenados. Y tenemos un propósito. Un propósito verdadero.
—¿¡Y qué pensás hacer!?—dijo Clara, asustada.
—Los voy a hacer mierda. A todos.